La ociosidad es el estado perfecto para los grandes acontecimientos.
Carlos Oroza.
Pedro Beltrán es un jeroglífico de inventiva vital, postulante a ese nominativo intransitivo de los perdedores que asumen con dignidad y valentía el itinerario tomado. Desertor, artista y mediterráneo, ya que vino a nacer frente al mar, como dejó recitado en uno de sus poemas. Pedro Beltrán tuvo la osadía de no escribir jamás un poema. Recitador nocherniego de la golfemia madrileña, todo lo guardaba en la memoria, para él, la poesía era la oralidad, la música refractaria que desprenden las palabras. En su anecdotario de copas y amistad, están aquellos versos dedicados a la familia del dictador, versos de cadencia desertora, cinismo, fábula oral para no quedar marcado en la numerología de las cárceles franquistas. Algunos de estos poemas aparecen en el libro Burro de noria.
Niño de la guerra civil, azañista y torero, republicano emocional, también anarquista displicente y cóncavo de pensión. Quiso ser toreador ya desde la niñez, y como el estipendio familiar no da para un traje de luces, y es niño avispado, manda una carta a Manuel Azaña, a ver si es posible que me manden un traje, que con esto de la República, lo de los Reyes Magos va a estar complicado. Y para sorpresa familiar recibió el regalo, y misiva del presidente: un abrazo de tu amigo y correligionario Manuel Azaña. Después llegaría la guerra, el recelo y la incomprensión de los bombardeos, el cambio de residencia, el anclaje moral despreciativo hacia los insubordinados, el aprecio que tendrá ya toda su vida hacia su amigo y correligionario Azaña. Nunca entendió Fernando Fernán Gómez, esa benevolencia que mostró siempre Pedro Beltrán hacia Azaña, siendo él un bohemio equivocado y antiburgués.
Y la vida sigue, con su recuelo de posguerra, las peinetas de las que irán al cielo y toda la farándula bajo palio enfebrecida de victoria.
Madrid, años 50, Pedro Beltrán llega a la ciudad, a ese espejo insomne que es la conciencia cuando delimita con lo banal, decidido no se ya si a triunfar, o a ejercer una torería vital sin marcha atrás. Lejos queda Cartagena, su profesión de practicante, lejos todo lo que adolece, la seguridad monetaria del trabajo. También ese personaje excéntrico y bailarín, Pierre Trambell, que le va perfilando a esa otra equidistancia que es la noche y la libertad. Abandona, prefiere la intemperie de ese otro azar que merodea por las hambres que vendrán, el rigor invernal madrileño en las habitaciones de pensión o en los ascensores con moqueta varados entre dos pisos. Y prueba suerte, pero Madrid no hace acopio de primeras a meritorios ambulantes. Madrid que suele auscultar con ojos de estraperlo, no se lo va a poner fácil.
Comienza esa diatriba de participaciones en películas como Bajo el cielo de España, papeles escuetos, Calabuch de Berlanga; va arañando, aprendiendo un oficio y comprueba entre absorto y decidido, que ese es el camino, la intemperie de necesidades que va reflejando en esos mosaicos de ensueño y realidad que son los espejos de las pensiones.
Torero de salón, cornamentas y metáforas, carcajadas ante el mar intempestuoso del funcionariado servil y malicente. Flamencólogo noctívago, soleares y tientos, el misterio que entra en erupción entre el humo y el alcohol meridiano de la noche. Depositario de esa filosofía de calle, popular y de analfabetismos varios, que va erosionando las comisuras del raciocinio de las clases medias. Cantaba Merced la Serneta, gitana analfabeta del s.XIX, la soleá Fuí piedra y perdí mi centro/ y me arrojaron al mar/ y a vuelta de mucho tiempo/ mi centro vine a encontrar.
Frecuenta esa otra intelectualidad madrileña, que va barajando las cartas marcadas de los perdedores, clandestinidades interiores que suturan en forma de aullido silencioso, las carencias culturales del franquismo. Cuevas del Sésamo, Las Cancelas, El Café Gijón, naufragios sedentarios para escapar del ostracismo. Pedro Beltrán se va aferrando a esa bohemia que ya venía de lejos, una bohemia de azules corrosivos y sablazos. Enrique Pérez Escrich y su novela El frac azul, el Estereoscopio social de José Alcalá Galiano, el libro de poemas Baraja de sonetos, de Francisco de la Escalera. Un Madrid con todo ese cortejo de desarrapados que van desgranando al tiempo todo un repertorio de soledades, de literatura incluso mala, carestías, modernismo y sífilis, el desprecio de las gentes corrientes, una bohemia que no pretende regeneraciones porque ya saben que en este tinglado del vivir, el personal menoscaba quijotes y demás ambrosías. Bohemia del esperpento, bohemia de espejos cóncavos y alucinados. Pedro Luis de Gálvez, flemático y alcoholizado, develado de sonetos y asco en el Gato Negro.
Pero Pedro Beltrán viene a afinar el concepto bohemio en un Madrid de máculas bélicas y lo define; la bohemia, es una escala de valores diferentes, que no convierte en sagrados valores como el éxito, el triunfo material o la gloria engañosa. Es una posición de rebeldía, de libertad total, no pasota sino activa. Y en esta falta de pasotismo, Pedro Beltrán va desmarcándose de esa otra bohemia arenosa, circunspecta y falta de iniciativa.
Pedro Beltrán se ríe de toda esa miscelánea que nos corroe, del consumismo pretérito y el que vendrá, de los gastos superfluos, de los hipócritas, del cauce indoloro de la estupidez, de los políticos abyectos y mal intencionados, de la falta de sensibilidad social y añadiría sexual, en definitiva, de una humanidad que ha dado de lado el concepto de vivir humanamente. Y así nos va.
Pero la bohemia también trae una tasa difícil de conllevar; la soledad, la no pactada, el testimonio cruel de los abandonos, del tiempo inmisericorde, fruslero y servil, que va dejando a uno en la estampida de lo que no vendrá. Dos versos de Pedro Beltrán que testifican bien el concepto: Por entre soledades me devoro/ caín de mi mismo, sólo de mí mismo.
Ha tenido la manía este país de dejar postrados en el olvido a personas que merecían un reconocimiento mayor, aunque en el caso de Pedro Beltrán, me da la impresión que ciertas ternuras se la traían al fresco. Ha firmado como guionista algunas de las películas más importantes del cine español: El extraño viaje, ¡Bruja, más que bruja!, Mambrú se fue a la guerra. Películas agudas, desconcertantes, reflejos de una sociedad paupérrima en lo moral. Escepticismo contra los que no se sienten aludidos, en definitiva, esperpento que también viene de lejos, esperpento que nos postra en esa concavidad de asepsia y embrutecimiento, que ejercemos aún todavía con deportividad y ardor estomagante. Y así nos va.
Pedro Beltrán que ha sido tantas cosas, que devoró la vida, que abrillantó la amistad como un torbellino de agudeza y carcajada, cantor de la calle y la noche, la noche, diamante que brilla entre el ensueño y los neones, camaradería de juergas peripatéticas. La noche como un emblema sagrado con desnudo de mujer.
Pensión en la calle de Espoz y Mina, en el eco ya develado que es la muerte, Pedro Beltrán ahíto de fríos y olvidos, va recitando aquel espejismo de palabras que fueron anticipo de su final: Cuando la vida al irse me deje tan frío/ como la inocencia, como la verdad,/ me llevarán envuelto en el blanco sudario,/ el único regalo de la casa a su cliente.

Texto © Ignacio Parras García
Fotografía © El País