Literatura Mundimagina Narrativa

Mundimagina IX

Un pasillo iluminado le mostró el camino a seguir y se encontró frente a una puerta corredera que estaba cerrada. A su izquierda no había ningún teclado sino una especie de cámara incrustada en la pared a la que acercó el rostro. Una vez lo hizo, la puerta se abrió, descubriendo entonces que lo que él esperaba que al menos fuera un salocio sorprendentemente no tendría más tamaño que el de un Castigador con una solitaria sillamagina en su interior frente a una pantalla, temiéndose lo peor. A su paso la puerta se cerró.

Sin oponer resistencia se dejó acoplar por las agarraderas de la sillamagina, que era incómoda y fría. Tendría la pantalla a no más de un metro y brillaba más que lo normal, como si la hubieran cambiado recientemente o fuera de mejor calidad que las otras. Ocupaba el ancho y largo de la estrecha pared, que más le parecía una ventana alargada que llegaba del techo al suelo.

La pantalla se encendió y Cero hubiera jurado que el hombre que vio no era el mismo que llevaba viendo desde sus primeros años de vida a través de las pantallas: el mismo aparentaba al menos diez años menos que él, aun debiendo tener muchos años más. Pero ¿cómo podía no serlo? Teniendo en cuenta que nunca le había visto en un plano de cuerpo entero, y que cuando se mostraba lo hacía desde la altura que le daba la pantalla del Imaginocio, cada uno se lo podía imaginar cómo bien quisiera en sus imaginamientos.

Tampoco es que tuviera ningún sentido malimaginar, pensó, porque si lo pensaba bien, bien pudiera hasta malapensar que era una persona diferente.

Daba la impresión de encontrarse relajado.

Tenía el culo apoyado en una mesa diáfana de color marrón y las manos entrelazadas con desparpajo y soltura, al igual que los pies, a los que vestían unas vestibotas de suela fina. Llevaba puesto un vesticonjunto de hombre, uno de los que solo vestían los Imaginadores en fechas especiales, de trazos rectos y color gris; lo llevaba desabrochado de arriba y del cuello le colgaba una tela negra que le llegaba hasta el ombligo.

Sonreía con soltura a la cámara.

La visión panorámica de la imagen permitió a Cero fijarse en un enorme reloj cilíndrico que ocupaba la pared del fondo de la sala en el que las agujas que marcaban las horas se encontraban detenidas en las diez y diez. ¡Diez, y diez! ¡Y las agujas contaban hasta doce! Por más que Cero trataba de pensar en una explicación plausible no lograba comprender por qué aquel reloj tenía dos horas más que las que marcaban los aparatos de muñeca en Mundimagina, que solo llegaban hasta las diez.

―Muchas cosas no son como parece ser que son ―dijo el Granimaginador, como si se estuviera dando cuenta de los pensamientos que estaba teniendo Cero.

La sillamagina le giró en vertical ciento ochenta grados, encontrándose entonces en una posición de lo menos estimulante. Al girar otro tanto una agarradera se ajustó a su entrepierna.

―¿Puedo llamarle Cero, verdad? Así le llaman sus amigos, tengo entendido.

Cero asintió algo molesto, pero sin mostrar incomodidad alguna. Podía imaginar en varias cosas a la vez, a la par que pensaba en una sola: ¿había hecho bien en ir a hablar con el Granimaginador?

Encima de la mesa una circunferencia de un color azul y marrón le había llamado poderosamente la atención. A ratos el Granimaginador jugaba con ella haciéndola girar. Después, ponía un dedo encima y se reía, volviendo nuevamente a girarla.

―¡El mundo! ―dijo risueño, dando vueltas a la circunferencia con un solo dedo―. El mundo… Vaya cosa que es el mundo, Cero.

Paró el movimiento de la bola.

―Zambia ―señaló un punto―. Apuesto a que ni siquiera sabe lo que es Zambia. Y menos dónde está, claro.

A la cara de incomprensión de Cero le siguió una carcajada del Granimaginador.

―Pues bien ―añadió―, en realidad estaba esperando su llegada, amigo mío… ¿Le sorprende?… Sé más de lo que usted piensa.

Cero tosió y al instante una de las agarraderas de la sillamagina se le enroscó alrededor del cuello. El Granimaginador se quedó pensativo unos instantes y de un bolsillo de su vestipierna, de una manera pausada, sacó una caja pequeña y de dentro de ella algo que podía parecerse a un nicoticio, pero que sin duda no lo era.

―Le ofrecería un caficio ―le dijo el Granimaginador ciertamente amable―. ¿No? Bien. ¿Tal vez un nicoticio?… Si no le importa, yo me encenderé uno, con su permiso.

Se lo puso entre los labios y del otro bolsillo extrajo otra caja aún más pequeña de forma rectangular, de la cual a un gesto del pulgar surgió una luz roja. Al contacto, el humodeseo surgió de dentro del nicoticio flotando hacia arriba. Lo que a Cero le fascinó es que el Granimaginador no se sirviera de su saliva para conectarlo.

―¿Asombrado? ―se rio―. Sinceramente, Cero, daba por hecho que algún día podría pasar lo que le ha ocurrido. Son ustedes más autónomos de lo que yo pensaba que llegarían a ser en su delimitado crecimiento. Y quizás les haya subestimado al pensar que no sabrían pensar si no se les enseñaba primero.

El Granimaginador aspiró del nicoticio por la boca expulsando el humo por los orificios nasales.

―Pensar ―le acusó entonces―, sabe perfectamente que está prohibido.

Arrojó el polvo gris que se iba acumulando en la parte superior del nicoticio a un platillo que había en la mesa y sonrió irónicamente. En esos instantes Cero pensaba que todo habría acabado unos segundos después, pero al menos no vería a los retiradores retirarle porque estaría imagimuerto.

―Usted ―continuó el Granimaginador en un tono amistoso―, en su existencia pensante ha sido una gran decepción para mí, que creía haberlo pensado todo bien para que ustedes no tuvieran que hacerlo… No lo entiende, ¿verdad?… Pero ¿acaso no imaginaba ya lo necesario para ser feliz? ¿Qué necesidad tenía usted de ponerse a pensar?… Le he provisto de todo y sin pedirle nada a cambio. Tan solo tenía, Cero, que vivir su vida hasta el final sin hacerse preguntas que ya se hicieron otros antes que usted.

Las agarraderas de la sillamagina en conjunto presionaban a Cero, pero sin llegar a ahogarle, y se vio con arrestos suficientes para indagar en sus dudas.

―¿Por qué imaginar? ―le preguntó―. ¿Qué hay de malo en pensar?

Al decir esto, la agarradera del cuello le apretó hundiéndole la nuez y de la misma se arrepintió de la valentía de creerse a la misma altura que el Granimaginador, en pensamiento al menos.

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