Literatura Mundimagina Narrativa

Mundimagina VIII

Mundimagina Parte VIII

El sonido atronador del Gran Musirato hizo que dejara momentáneamente su quehacer más inmediato, que era ninguno, y por un impulso interiorizado salió lo más raudo que su masa corporal le permitió a la Avenida, donde ya se encontraban la totalidad de los mundimaginarios de Mundimagina: ¡cientos de miles, millones, miles de millones!… En realidad, apenas llegarían a los trescientos, pero a Cero le parecían demasiados. Y todos estaban tan relucientes y aseados como lo podría estar él. El sol brillaba en el azul del cielo. Aunque en su mayoría permanecían atentos, tan quietos como las estatuas del Gran Parcocio, mirando ensimismados al Imaginocio, algunos de ellos le convirtieron a él en el centro de su atención. Esto le hizo henchirse de orgullo.

La gran fachada del Imaginocio se convirtió entonces en una gran pantalla y emitieron las Mundimaginormas, que los mundimaginarios repitieron mayormente al unísono. Después aparecieron sobreimpresionados en un fondo blanco unos labios carnosos de mujer, humedecidos y pintados de un llamativo rojo chillón. Cero fornimaginó sin reparo.

―Quedan cinco minutos ―vocalizaron los labios amplia y sensualmente―, para que dé comienzo la fornicreación.

Quien más y quien menos llevaba esperando escuchar aquellas palabras desde hacía un año. Por fin había comenzado la cuenta atrás y unos vítores y aplausos después no quedaba nadie en la calle. Todos dirigían ya sus pasos hacia el Gran Parcocio.

Al quedarse solo, Cero se imaginó regresando a su mundilugar para terminar de acicalar la vanidad que raras veces se podía mostrar. Aunque se había aromado, el olor de su propio sudor le resultaba ya ciertamente molesto, pero calculando lo que tardaría en subir imaginó que demasiado tiempo desperdiciado y desechó la idea.

―¡A fornicrear! ―imaginó animoso.

De camino fue olvidando los imaginamientos juiciosos que pudiera tener con respecto al propio acto de la fornicreación. Y también que era gordo, tal vez no apto, y que tan solo unos pocos conseguían el acoplamiento a lo largo de su vida. Pero que a su edad no hubiera todavía fornicreado tampoco era culpa suya del todo, porque aunque llevaba educándose para ello desde premaginario y fornimaginaba en su imaginación con cualquiera que tuviera rostro y formas femeninas, tal y como si lo hubiera hecho antes miles de veces, en la práctica ninguna mundimaginaria le había elegido a él como pareja de fornicreación. Dudaba incluso de si sería capaz de hacerlo llegado el momento. Lo común era, según tenía entendido, que no se pudiera consumar la fornicreación la primera vez, sobre todo en el caso de los hombres. Y temía que fornicrear no fuera lo suyo. Al fin y al cabo, se había acostumbrado a no hacerlo. Lo único seguro es que rebosaba testosterona a raudales y que lo intentaría con Estrella… Imaginar con ella le reconfortó, pese a la insistente barrera del tiempo y los pensamientos negativos. Y se repitió:

¡Hoy vas a fornicrear!
¡¡Hoy vas a fornicrear!!
¡¡¡Hoy vas a fornicrear!!!

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