Leo Perros que ladran en el sótano (2012) de Olga Merino después haber leído La Forastera (2020), un ejemplo más que notable de lo podría ser la nueva literatura española de ambientación rural en boga que empezó con Intemperie (2013) de Jesús Carrasco y parece haberse consagrado con Un amor (2020) de Sara Mesa. Sin embargo, el registro de Perros que ladran en el sótano es muy diferente a la última entrega de la escritora barcelonesa. En esta novela Merino nos habla del desarraigo del protagonista, Anselmo, y su familia, esto es, de la historia de una familia a caballo entre el Marruecos del protectorado y la España franquista.
Se trata de una novela con un reconocible trasfondo histórico que asoma a lo largo de las peripecias vitales de Anselmo y su familia. Una historia clásica de desarraigo, derrota y desamor que podría haber sido una más del género folletinesco, pero que el estilo decidida y exquisitamente literario de su autora, junto con su empeño en sobreponerse al cliché al uso en las historias que tienen como escenario un pasado colonial donde la tentación de caer en el abuso del exotismo suele ser demasiado grande. De hecho, es precisamente ese recurso al exotismo lo que puede arruinar la credibilidad de una novela ambientada en el pasado colonial del protectorado marroquí, o, mejor dicho, en el caso que nos ocupa el orientalismo, esto es, la variante que Edwar Said definió y diseccionó a la perfección en su libro homónimo, Orientalismo (1978) como la tendencia por parte de los artistas occidentales de destacar más allá de lo razonable todo aquello que les resultaba diferente, o ya solo extraño, en la civilización oriental, y más en concreto en los países de cultura musulmana, para presentarla lo más incompatible posible con la occidental obviando lo que hay de común entre ambas. De ese modo, podemos atisbar ese recurso al orientalismo en la novela contemporánea española, no sólo cuando se trata de novelas en las que se percibe en exceso que lo oriental, esto es, lo musulmán o ya solo marroquí, “moruno”, es más que un decorado cuyo fin es hacer atractiva la historia al lector occidental, sino también, yo incluso diría que sobre todo, un retrato demasiado complaciente e idealizado de ese pasado colonial, esto es, cuando nos presenta la vida de sus personajes occidentales en cualquiera de las antiguas colonias españolas en el norte de África (El Protectorado, Sidi Ifni o el Sahara Occidental) como un tiempo caracterizado por la prosperidad que la metrópoli llevó a unas tierras que hasta su llegada vivían en la miseria, así como la perfecta armonía reinante entre colonos y colonizados, obviando en muchos de los casos la dominación de los primeros sobre los segundos. Un tiempo de paz y convivencia casi perfecta entre unos y otros, esto es, donde todo funcionaba a la perfección siempre y cuando todos supieran cuál era su lugar en la sociedad resultante de la colonización según su origen, lengua, religión e incluso color de piel. Una sociedad estamental, y por lo tanto injusta, no muy diferente de esa otra al otro lado del charco hasta la independencia de las colonias americanas en el XIX, y cuyo final, desde la perspectiva de la mayoría de los colonos, casi siempre fue por culpa de una minoría nativa fanatizada con la que resultó imposible encontrar un término medio que permitiera a los colonos seguir disfrutando de su patria de acogida, incluso ya solo de aquella en la que habían nacido ellos y varias generaciones de los suyos, si bien con la suerte de hacerlo entre los privilegiados por motivo de su origen y eso por muy escasa o mísera que fuera su economía al igual que la de la mayoría de sus compatriotas musulmanes.
Así pues, es ese recurso o no al orientalismo, siquiera ya solo el pujo de evitarlo a toda costa, de intentar ser lo más fidedigno posible a lo que fue la verdadera cotidianidad de los colonos españoles, lo que distingue en mi opinión la calidad literaria de la novela ambientada en el antiguo protectorado español del norte de Marruecos. Hablamos, pues, de un género literario cuya calidad, para entendernos, oscila entre El Tiempo entre costuras (2009) de María Dueñas y La buena reputación (2014) de Ignacio Martínez de Pisón. Dicho de otro modo, entre el folletín puro y duro y la novela de verdadero aliento literario. Así pues, Perros que ladran en el sótano de Olga Merino pertenece a la segunda categoría sin el más mínimo atisbo de duda.
A decir verdad, la novela de corte folletinesco, más idealizadora que otra cosa del pasado colonial y por lo general carente de la imprescindible mirada crítica a la hora de enfrentarse a este, tiene más en común con la memoria escrita de los pieds-noirs, los colonos de origen europeo -franceses, españoles, italianos y otros- que tuvieron que abandonar Argelia con la independencia, y en la que predomina esa idealización acrítica de la que hablamos, y entre cuyos autores hay que destacar antes que a nadie a Albert Camus con sus Chroniques algériennes, 1939-1958 (1958). Unas crónicas que en su momento dividieron a Francia porque en ellas el ya entonces reputado y premiado escritor, amén de reconocido paladín de todo tipo de causas y conciencia crítica de la izquierda de su época, confesaba ser incapaz de condenar el pasado colonial de los suyos, en su caso hijo de españoles y franceses a los que la colonia no sacó de la pobreza. En cualquier caso, y a diferencia de los pieds-noirs más recalcitrantes entre los que reinaba el resentimiento hacia sus antiguos compatriotas árabes por haberles privado del paraíso en el que creían vivir, la mirada de Camus era ante todo un canto de amor hacia su gente con todas sus contradicciones. Así pues, ha habido que esperar unas cuantas décadas para que algunos autores franceses empezaran a abordar ese pasado colonial, tanto desde un punto de vista crítico para con el poder colonial, como con la empatía necesaria para hablar de los pieds-noirs como un colectivo marcado por la aun y todo, tragedia del desarraigo. De entre estos autores, yo destacaría a Laurent Mauvigner con su Des Hommes (2009) como una de las novelas más logradas sobre el tema desde hace mucho tiempo. De cualquier modo, esta, más o menos, larga referencia a los pied-noirs en concreto, así como a la trascendencia de lo escrito al respecto por todo un premio Nobel como Camus, puede servirnos para hacernos una idea de la importancia que ha tenido el tema colonial en la literatura no solo del país vecino, sino en la de prácticamente todas las antiguas metrópolis de nuestro entorno.
De hecho, y aunque resultaría prácticamente interminable hacer un relación de las obras más notorias de la literatura con trasfondo colonial de la mayor metrópoli de la época, el Imperio Británico, no puedo dejar de mencionar A Passage to India (1924) de E.M Foster como el mejor exponente de lo que es retratar una época y un lugar sin caer en la trampa del orientalismo, esto es, en la complacencia nostálgica y sobre todo reaccionaria al estilo de ese gran exégeta del colonialismo británico llamado Rudyard Kipling, sino más bien un verdadero ejercicio de empatía para con las ideas y sentimientos de todos los personajes que aparecen en libro, procurando entender tanto las motivaciones de unos como de los otros. Asimismo, otro ejemplo de la trascendencia que el pasado colonial ha tenido y tiene en la literatura de las antiguas metrópolis sería la obra de ese eterno candidato al Nobel llamado Antonio Lobo Antunes. Casi toda su novelística, desde su primera novela Memoria de elefante (1979) a la última, A Outra margen do Mar (2020), pasando por la más premiada de todas O Esplendor de Portugal (1997) tiene como inspiración el recuerdo del Imperio Colonial portugués, ya sea recurriendo a sus recuerdos como soldado en Angola durante la crudelísima guerra contra los movimientos independentistas de aquel país, como recreando las vidas de los colonos portugueses y los nativos a su alrededor antes y después de la independencia, de cuando los primeros eran señores o siervos en África y también después de que dejaran de serlo de vuelta a la madre patria casi que como apestados. Así, no cabe duda de que en cada uno de esos países su respectivo pasado colonial no solo es un tema recurrente más de su literatura, sino incluso un tema central a la hora de echar la mirada atrás dada la importancia que tuvo éste, ya no solo en su momento, sino incluso todavía hoy en día al tratar temas relacionados con la memoria histórica, la inmigración, el racismo, las relaciones con el tercer mundo o con las religiones distintas a la cristiana y, así en general, todo lo que se le pueda añadir.
¿Y en España, qué trascendencia ha tenido o tiene ese pasado colonial reciente -para distinguirlo de ese otro de las antiguas colonias americanas y del Pacífico hasta el XIX-, en la literatura de cualquiera de las lenguas habladas en España? Pues depende, o, mejor dicho, me temo que en consonancia con la importancia que tuvo el hecho colonial en cada momento en la actualidad española. De ese modo, no es de extrañar que las novelas más sobresalientes, y a la par conocidas, sean aquellas relacionadas con la llamada Guerra de Marruecos, esto es, el periodo anterior al establecimiento definitivo del Protectorado en lo que fue la mayor parte de la región marroquí del Rif, y ya muy en especial con los momentos previos al Desastre de Annual. Me refiero, entre las más populares de todas, a Imán (1930) de Ramón J. Sender, La forja de un rebelde (1977) de Arturo Barea, Quatre gotes de sang: dietari d’un català al Marroc (1936) de Josep María Pruos i Vila, El cañón del Gurugú (1992) de Severiano Gil Ruiz, Kabila (1989) de Fernando González, Una guerra africana (2001) de Fernando Marías, Plaza de soberanía (1989) de Miguel Bayón, El nombre de los nuestros (2001 ) y Carta Blanca (2004) de Lorenzo Silva, y, para terminar con lo que solo es una selección de las novelas que según mi criterio mejor representan este subgénero literario que nos ocupa, La kábila de Tzen (2010) del melillense Carlos Santiago, la más actual de todas y acaso la que mejor retrata, de hecho con verdadero detalle, la cultura rifeña de un enemigo que en la mayoría de las novelas anteriores apenas es otra cosa que “el enemigo”, el “otro”, el “extraño”, el “salvaje”.
En estas novelas encontramos de todo, desde aquellas primeras escritas por autores como A. Barea o R.J. Sender que vivieron de cerca los hechos que se narran y que, por lo tanto, lo que hacen es novelar sus recuerdos en buena parte, a reconstrucciones de esos mismos hechos muchas décadas después, casi siempre con el propósito de reivindicar el heroísmo de los soldados españoles rasos, por lo general miembros de las clases más humildes del país, al mismo tiempo que se critica a los altos mandos y a los políticos de la época que condujeron a los primeros a una guerra para la que no estaban preparados contra un enemigo peor perpetrado que ellos pero mucho más determinado a defender su tierra y al mando de un caudillo más que notable como fue Mohamed Abdelkrim El-Khattabi (figura que oscila en la mayoría de estas novelas entre la caracterización del mal como cabecilla de un pueblo bárbaro y cruel por naturaleza, a una admiración por la determinación y la pericia militar para derrotar a un enemigo en teoría varias veces superior como el ejército español; pero, del que apenas se cuenta nada sobre su vertiente más intelectual, esto es, que, lejos de ser un simple jefe local sin otro ideal que rechazar al invasor, fue todo el factótum de la efímera República del Rif, el primer ensaño de un país independiente y democrático en pleno periodo colonial africano) una guerra de ocupación para un país como España que apenas estaba desarrollado en comparación con otras potencias coloniales y que con no tardó en desembocar en el Desastre de Annual como resultado de la improvisación y estupidez que caracterizaba a las élites desde aquel monarca fatuo y simplón que fue Alfonso XIII a la mayoría de los mandos militares con el general Silvestre de infausta memoria a la cabeza.
En cualquier caso, que muchas de las novelas antes citadas sean parte del imaginario de un gran número de españoles, y aquí da igual si por haberlas leído o como consecuencia de las versiones cinematográficas que se han hecho de estas para el cine o la televisión, nos da la medida de la importancia que tuvo la Guerra de Marruecos tanto en su momento como tiempo después. Lo curioso es que la mayoría de esas novelas, lejos de engordar la épica de un pasado colonial por lo general glorioso, autocomplaciente si se quiere, propagandista siempre, como fue el caso de la narrativa francesa o británica, lo que se recreó fue una épica del fracaso y el descontento, contribuyendo más a la crítica del sistema que propició el Desastre de Annual como epítome del absurdo de aquella empresa.
Así pues, se diría que el juicio indiscutiblemente severo de los autores que trataron la Guerra de Marruecos provocó, sino un rechazo, sí el olvido o la indiferencia, del lector español sobre lo que vino después, esto es, tras la derrota de Abdelkrim El-Khattabi y la aniquilación manu militari de aquella efímera república rifeña. Es de suponer que el final de la guerra no fue objeto de mucha atención porque, de habérsela prestado, hubiera obligado a reconocer que al final sólo se pudo derrotar al caudillo rifeño y establecer un protectorado en aquel rincón del norte de marruecos tan yermo y montaraz gracias a la intervención del ejército francés. En resumen, que no solo nos dejaron las migajas, sino que además lo hicieron para que fueran otros los que se encargaran de pacificar y colonizar un territorio secularmente rebelde contra toda autoridad central, da igual si el Majzen, el gobierno del sultán del Marruecos, o la administración colonial de cualquier tipo.
De ese modo, parecería que no habría gran cosa de lo que escribir sobre lo que aconteció inmediatamente después de la derrota rifeña en lo que se llamó el Protectorado Español, con capital en Tetuán, es decir, que, la literatura española posterior a la Guerra de Marruecos, lejos de fijarse en la vida cotidiana de los españoles que se afanaron en construir en tierra de moros un remedo de la sociedad española de la que venían al otro lado del Estrecho, prefirió hacerlo en la de la vecina Tánger. Sin embargo, tampoco sorprende que fuera en la ciudad internacional de Tánger (si bien fue ocupado durante la II Guerra Mundial por las tropas de Franco con el compromiso de asegurar precisamente la neutralidad de la plaza hasta el final de la guerra), sometida al mando compartido de varias potencias coloniales, y, por lo tanto, prácticamente independiente de todas y en especial de la autoridad siquiera nominal del Majzen, donde se escribieron varias de las novelas más interesantes de toda la literatura en lengua española. Me refiero, tanto a El Año que viene en Tánger (1998) de Ramón Buenaventura, como, por supuesto, a La vida perra de Paquita Narboni (1976) de Ángel Vázquez, un monólogo ininterrumpido de la primera a la última página, esto es, inspirado en ese otro famoso de Molly Bloom del Ulysses de James Joyce, en el que el autor vierte todo lo que se le puede pasar por la cabeza a una tangerina, hija de inglés de Gibaltrar y una andaluza, en los días previos a la entrada de las tropas franquistas en su ciudad al comienzo de la II Guerra Mundial. Paquita nos ofrece un retrato postremo nada complaciente de ese cruce de lenguas y culturas que fue la ciudad internacional de Tánger, idealizada hasta el extremo por autores como Barthes, Beckett, Burroughs, Bowles, Capote, Genet, Ginsberg, Juan Goytisolo, Kessel, Morand, Gertrude Stein, Tennessee Williams, Yourcenar. Un retrato descarnado, incluso diría que a pie de calle, de un Tánger en decadencia, el cual contrasta por su veracidad con ese otro de la mayoría de los escritores antes mencionados, casi todos aves de paso, pero que contribuyeron con su fama a crear el mito tangerino. Empero, La vida perra de Paquita Narboni, es mucho más que un simple testimonio de la época, ante todo es una obra de una modernidad absoluta, una verdadera proeza narrativa inimaginable en la España de la época e incluso mucho después. Y acaso también por ello, por tratarse de una obra que conectaba directamente con la modernidad de otras literaturas más avanzadas, libres, que la española, una obra apenas conocida, aunque su autor pasara los últimos años de su vida en España, como la mayoría de los expatriados españoles tras la incorporación de su ciudad al sultanato alauí.
¿Y en el Protectorado? Pues si La vida perra de Paquita Narboni nos habla de la decadencia de un periodo realmente luminoso como fue el de la ciudad internacional de Tánger con su cruce de culturas y la afluencia de personajes de todo tipo, a destacar los escritores, pintores o músicos que se inspiraron en ese exotismo oriental de postal junto a las columnas de Hércules para crear sus obras e inmortalizar de paso la ciudad más libre de la época antes de su definitivo ocaso, en el protectorado español, donde convivían peor que bien una mayoría nativa y musulmana desprovista de todos los derechos y una minoría de colonos mayoritariamente españoles, cristianos y judíos, reinaba la providencial paz de Franco con su anodinia vital y cultural sobre todas las cosas. Dicho de otro modo, Tetuán era poco más que una capital de provincia española como otra cualquiera, si bien que con las inevitables gotas de exotismo por su ubicación en territorio marroquí.
Llegados a este punto toca preguntarse dónde está la memoria literaria, no la estrictamente familiar o personal de los expatriados tras la independencia de Marruecos, del protectorado español. ¿Estará en los libros mencionados al principio, El Tiempo entre costuras de María Dueñas, La buena reputación de Ignacio Martínez de Pisón o, sobre todo, en esta novela, Perros que ladran en el sótano de Olga Merino, la cual me ha servido de excusa para esta larga disertación sobre la presunta novela española poscolonial? Pues sí, lo está en estas y todas las que se han escrito y se seguirán escribiendo, cada cual según su estilo y probablemente también oscilando entre el folletín al estilo de la primera y esas otras de aliento genuinamente literario como la de Martínez de Pisón y Olga Merino. Luego ya que cada lector determine cuál, o más bien qué tipo, de ellas sirve mejor al propósito de retratar una época y un lugar del modo más fidedigno posible, esto es, con mayor y mejor apego a la realidad de lo que fue el día a día del Protectorado español y las vicisitudes personales de todo tipo de españoles, así como también las de los nativos que convivieron con ellos. Por mi parte, yo creo que Perros que ladran en el sótano, sin ser un retrato en exclusiva de la época del Protectorado, pues, al trasladarse los personajes que pueblan la novela a la península, nos encontramos con otro retrato, el de la España franquista de los años cincuenta y posteriores con su inevitable carga de miseria e intransigencia, es un ejemplo sobresaliente de cómo compaginar la memoria histórica con la personal o familiar para levantar una historia sin necesidad de recurrir al cliché e incluso a la complacencia narrativa para con eso que llaman el gran público. Perros que ladran en el sótano de Olga Merino es una de esas novelas que decimos de aliento literario para distinguirlas de los folletines plagados de lugares comunes, escrita con verdadero talento narrativo, con un dominio de la lengua que sorprende en contraste con lo que parece estilarse por mor de complacer a lectores poco más que ocasionales. Una novela también dura, no puede ser de otra manera, la vida lo es siempre y en la época y el entorno en que se ambienta todavía mucho más. Una novela que ningún amante de la literatura con mayúscula debería desdeñar, y todavía menos alguien interesado en saber de ese pasado colonial que, siquiera por lo insignificante que se nos antoja en comparación con los de los grandes imperios coloniales o por lo que tiene de recuerdo vergonzante de los sueños imperiales de un régimen y un tiempo tan cutre como triste, parece que hemos olvidado, o, quién sabe, preferido olvidar.
Texto © Txema Arinas