Se fijó que en un lateral de la cabeza, sobre su propia piel, había escritos unos números que antes tapaba el pelo y, al fijarse mejor, comprobó que eran los mismos números que aparecían en su tarjeta de identificación. Los intentó borrar frotando con fuerza, aunque no hubo manera y terminó por hacerse un rasguño. Le dio la importancia de guardar al instante el suceso en su memoria más cercana, la que no olvidaba al menos en un par de días. Ya rescataría entonces el recuerdo de la coincidencia numérica para pensar sobre ello en profundidad. Pasó a contarse entonces las nuevas arrugas que se encontró debajo de los ojos, y les dio la bienvenida como siempre lo hacía: asqueando el gesto. Siguiendo con su desagrado quiso imaginar que había perdido un par de kilos, tarea complicada que no logró visualizar en la irrealidad de su mente.
Decidió entonces, motivado por la frustración, no gasearse los dientes: porque de nada servía tenerlos limpios si tarde o temprano se le caerían. Tenía suerte al fin y al cabo, y exceptuando la falta de un par de piezas de las de atrás el resto los conservaba intactos, al igual que su color, que más o menos seguía siendo de un tono blanco. Había mundimaginarios que a su edad ya tenían la boca agujereada por completo y sufrían de horribles dolores que mitigaban en el Gran Salocio fumadeseando dosis elevadas de fumadeseo.
De la sala de gas pasó directamente al salocio.
Aunque renegaba fervientemente de los dictados de las modas de vestimodas, como sabía igualmente que elegir cada elemento del conjunto modal le llevaría al menos un par de minutos programó a la vestidora para que resolviera la situación. En cualquier caso, siempre le quedaba la opción de crearse su propio vesticonjunto a la carta. Podía decidir el color, la talla, el material, la hechura, la textura, la caída e incluso el corte de cada vestimoda teniendo en cuenta su propio gusto. Pero, a fin de cuentas, prefería que fuese la vestidora quien lo hiciera ya que habría establecido sin duda un modelo de antemano.
Al teclear su código individual no pudo resistirse a imaginar que difícilmente podría ya olvidarse del número: tan solo tendría que mirarse en un espejo para recordarlo. Satisfecha la elección sonrió, pero no tenía motivo para estar contento ya que no se había solucionado el problema de la vestiplancha, que seguía sin realizar su función. Al menos el tiempo transcurría a la velocidad y ritmo que él mismo se marcaba, y podía ir más lento o rápido según si el objetivo final era más o menos deseado, lo que, por otro lado, consideraba que era una clara paradoja: cuánto más ávido estaba de que llegara ese futuro, este más tardaba en hacerlo.