TUIT, TUIT, TUIT, TUIT, TUIT, TUIT…
Un retirador pasó apurado por el pasillo y Cero lo siguió con la vista. En un sofamagina cercano al cuarentaño parecía haberle dejado de funcionar el corazón: mantenía los ojos abiertos, pero no se hallaba ninguna expresión en ellos que reflejase un mínimo resquicio de vida salvo la del miedo más aterrador. El retirador se colocó a un lado del sofamagina y de sus laterales salieron unas largas extensiones que se ajustaron por debajo y a lo largo y ancho del imagimuerto, desacoplando sin esfuerzo su cuerpo, izándole seguido para introducirle dentro de su estructura rectangular. Probablemente iría directo a la Imagineradora.
Cero dejó entonces de mirar al imagimuerto para centrarse en su propia pena.
―Nada es para siempre ―balbuceó repentinamente Cuatro.
Cero y Tres se sonrieron por la ocurrencia: ¡en qué estaría imaginando!, volviendo a aparentar una amistad que nunca había existido entre ellos. Y como a Cero tampoco es que le apeteciera mucho imaginar, no reprimió un curioso pensamiento en el que los hombres y las mujeres expresaban sus pensamientos con plena libertad sin miedo a ningún tipo de represalia. Y se echó a reír, hasta que el Controlador de silencio, que llevaba un largo rato en un completo silencio, le mandó guardar silencio.
―¡¡Un día es un día!! ―le replicó molesto, haciéndole un feo gesto con la mano para que se fuera a controlar a otra parte.
Pudo arrepentirse por su osadía, si bien a la máquina se le debió de fundir algún fusible porque no ejecutó ninguna orden de control, como habituaba a hacer en esas ocasiones. Simplemente, se limitó a decir, con voz metálica:
―Veinte horas: mil minutos, cincuenta mil segundos.
Y se fue rodando en silencio.
Cero encendió el fumadeseo: un día era eso, un día. El sofamagina se reclinó por sí mismo y su cuerpo se relajó flácidamente. Podía sentir cómo las agarraderas le abrazaban en espiral y dejó caer su peso sobre ellas, no siendo consciente en ningún momento de si tenía los ojos abiertos o cerrados. En su fumadeseada veía Mundimagina desde lo más alto del cielo como un mero observador, y por el horizonte divisó una colosal estructura que tenía por cabeza una gigantesca pantalla. Del pecho, metálico y cuadrado, le sobresalía lo que parecía ser un tubo que terminaba en forma de mazo y basculaba de arriba abajo. Caminaba el monstruo con doce largas y gruesas patas también de metal.
Primero destrozó el Casino, lugar de sus recuerdos infantiles. Y del modo más violento que pudo imaginar, los premaginarios y las premaginarias salieron por los aires despedidos a patadas. Esperó a que tocaran suelo para espachurrarles con la base del mazo. Hizo lo mismo con el Gran Salocio. A los mundimaginarios que se libraron de primeras, y que corrían despavoridos en todas direcciones, los aplastó también. Después, redujo a escombros el Gran Mundilugar cayendo encima de él con todo su peso, usando entonces toda la rabia de su imaginación para destruir el Imaginocio.
Chapoteaba en su delirio mental dentro de un río rojo por el que flotaban cráneos, miles y miles de cráneos. La ciudad humeaba devorada por las llamas y dentro de la pantalla no podía verse la cara de sádico que le desencajaba el gesto. Se hubiera asustado de sí mismo.
Finalmente, en su descontrol emocional explotó.
Sentía náuseas al salir y se guardó el vómito de camino a su mundilugar. Tenía la impresión de que estaba siendo observado, pero tampoco sabía con certeza si había gente a su alrededor o caminaba solo. Se creía objeto de una persecución imaginaria. Apenas podía levantar la vista del suelo y en su frente cientos de nubarrones grises descargaban terribles rayos de dolor. ¡No lo volveré a hacer!, malapensaba a cada paso del camino que se le hacía eterno. Y se echaba en cara haber sido tan débil, con una voz que era la de su parte censora y, por censora, la más cruel.
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