Literatura Narrativa Relato

LA OKUPACIÓN

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Vivir en una casa okupada tiene sus cosas buenas, que no se paga, y sus cosas malas: que a las tres de la mañana mientras duermes, alguien te afine una guitarra española en la oreja y comience un concierto de flamenco fusión, mientras otro de los asistentes, posiblemente borracho, se crea un palmero profesional y acabe con tus ganas de vivir.

Yo llegué a esta situación de casualidad. Realmente la idea no era ser okupa, pero las opciones se me complicaban. Hacía semanas que había visto el anuncio perfecto en una web de alquiler de pisos compartidos. El anuncio pintaba bien, un piso céntrico con dos habitaciones y sólo dos inquilinos, el dueño y yo. Cuando hablé por teléfono con el propietario noté que era un tipo peculiar, y que dejaba unos silencios incomodísimos entre frase y frase, pero aun así, me parecía un buen lugar.

Quedamos esa tarde. Cuando fui a su casa me abrió la puerta vestido con un traje de chaqueta. A mí, la gente que viste de traje me da miedo, pienso que me van a robar algo o que ya lo han hecho pero quieren más. Los que visten traje de chaqueta dentro de una casa no sabría dónde colocarlos… ¿psicópatas?

El recibidor era de color morado oscuro, y el piso olía a incienso. En el salón había una virgen rezando del tamaño de un frigorífico grande, y al lado dos cirios como dos palmeras. En el cuarto de baño, estaban todas las toallas ordenadas por colores, y en la cocina no se veía ni un electrodoméstico, los tenía tapados con ganchillo blanco, como el que mi abuela tenía sobre el televisor. Si ya dudaba del gusto de mi abuela, lo de este hombre mucho más joven daba algo de miedo. Ni siquiera recuerdo haber visto el cuarto que alquilaba, pero cuando entras en una casa y ves a la virgen, todo lo demás te importa un carajo.

Me hizo pasar a una salita morada también, dónde tenía un Querubín de no menos de un metro tocando una trompeta. El querubín era bonito, eso he de reconocerlo, y si te sentabas en el lado derecho del sofá parecía que te estaba tocando un solo de trompeta en la oreja. Tenía dos alitas la mar de originales para colgarle las zapatillas en invierno (esas de cuadritos). También tenía tres fotos enormes de él mismo en distintas situaciones, todas ellas con traje: él en un puente, en un parque, en un barco, y como no, él de fondo de pantalla de su ordenador. Hay gente que se quiere mucho.

Yo no dejaba de pensar en la virgen. Una cosa es ser devoto y otra muy distinta tener a la virgen de cuerpo presente en el salón. Supongo que, para un creyente, práctico sí que tiene que ser: te levantas de la cama y le susurras directamente al oído tus plegarias. Las mías siempre hubiesen sido las mismas: ¿Me podrías decir vía espiritual o bien escribiéndolo en un post-it los números de la primitiva del jueves? Amén.

¿Y los cirios? ¿Qué sentido tendría tener dos cirios de ese tamaño en una vivienda? En casa de mi madre teníamos un par de velillas tamaño normal para cuando se fuese la luz, pero esos cirios eran como para iluminar el barrio. Si Sevilla tuviese playa, y este tío encendiese uno de esos cirios, se le plantarían en la puerta un buque mercante y un crucero del Imserso creyendo que es un faro. Lo que le faltaba a ese piso es que una manada de abuelos viese a la virgen, y se convirtiera el salón en un destino de peregrinación como el Palmar de Troya, con la grima que me da a mí ese sitio.

Lo que realmente me dio miedo, no es que fuera compañero de piso de la virgen, que tuviera un Querubín desmesuradamente grande, que se gustase tanto así mismo como para tenerse de fondo de pantalla, que posiblemente bebiera vino en un cáliz, o que desayunase hostias consagradas con el café. Lo realmente raro fue que le dije que se notaba que era muy creyente, y me respondió que no. Pues menos mal, porque si llega a ser un poco más religioso, me abre la puerta vestido con una túnica, descalzo, mientras un romano le azota la espalda.

De vuelta a la casa okupa. Como decía, yo no quería vivir de okupa, no soy tan hippie, además, para ser hippie de verdad hay que tener un Iphone y un macuto Fjällräven, y yo nunca he tenido tanto dinero. El piso donde vivíamos era el único inmueble habitado dentro de un bloque de pisos vacíos en el centro de la ciudad. Todo el bloque era propiedad de un banco. El banco quería convertirlo en apartamentos turísticos, algo muy de moda, por lo que ya hacía tiempo que no renovaba los contratos de alquiler de los pisos que iban venciendo. Pero había un problema, uno de los pisos aún tenía un contrato legal en vigor, el de mi amigo, un piso con un alquiler de renta antigua por el que pagaba 80 euros. Así que ahí estábamos atrincherados hasta que se acabara el contrato. El bloque era muy antiguo, pero bonito. Aún mantenía el porte de cuando fue señorial: techos altos, ventanas de madera, azulejos sevillanos y un patio central con una fuente seca y decrépita.

Normalmente siempre había visitas, el amigo de alguien que venía a pasar un fin de semana a la ciudad, el rollo de una de las inquilinas que se quedaba un par de noches o un par de meses, o personas amigas de otras personas que venían y simplemente se quedaban a vivir en el salón de forma perpetua.

Cuando en un piso de cuatro habitaciones viven 13 personas, y de esas, solo seis se conocen, la cosa se complica. Un día, cansado de tanto hippie que veranea en Ibiza con sus padres pero que no quieren pagar por un alquiler normal, cogí mis cosas y me fui al piso de al lado que estaba abierto (esto último evidentemente es mentira), convirtiéndome así en el primer okupa oficial del bloque. El piso al que me mudé era mucho menos higiénico, y quizás, demasiado hippie para los hippies. Recuerdo que tenía unas humedades horribles, lo pinté y salieron más humedades de las que había en un principio. No sé si esto es algo normal o solo me ha pasado a mí, pero es cierto. Creo que tendría que haber comprado pintura para piscinas.

No estaba mal del todo y era gratis, pero no tenía ni electricidad ni agua, por lo que muy a mi pesar tenía que seguir haciendo uso del piso común para casi todo lo que no fuese dormir o morir de una neumonía a causa de esas humedades. Si alguien se pregunta que quién pagaba las facturas de la luz y el agua de la casa legal, ya se lo digo yo, ni idea.

Recuerdo que una vez se acabó el jabón de lavadora y utilizaron gel de baño. Eso crea espuma suficiente como para hacer desaparecer un barrio entero, pero aun así, se hizo un par de veces más porque la gente es jodidamente idiota. Otra vez se acabó el papel higiénico y tuvieron la brillante idea de poner en su lugar unos 200 periódicos gratuitos de esos que se reparten en las ciudades. No digo que no tuviera cierta gracia el poder limpiarte el culo con alguna noticia de deporte o de política, pero no dejaba de ser algo doloroso. Recuerdo que una vez se nos acabó la bombona de butano y como nadie quería comprar una, porque por lo visto “nadie usaba el gas”, estuvieron cocinando semanas en una barbacoa. Yo para entonces ya cocinaba con un camping gas en “mi” piso.

Era interesante verlos quemar dos pallets para hacer café, o un par de sillas antiguas para intentar hacer una paella en un wok. Pero la cosa se les fue de las manos cuando vi que pusieron una olla a presión en la barbacoa con la intención de hacer un puchero vegano mientras quemaban media casa. Aun así, nadie quería pagar por la bombona. Aquello era la guerra.

Hay que reconocer que viviendo con semejantes individuos, uno no deja de aprender. Había una pareja de vegetarianos de boquilla, o así los llamo yo, que comían pescado y pechuga de pollo. Supongo que pensarían que los peces no eran seres vivos y que las pechugas de pollo salían de la higuera pechuguera o castaño pechugón (de este último también salen los Nuggets). Eran una pareja simpática, pero demasiado sucios. Yo creo que se puede ser hippie y ducharse, pero hablo sin mucho conocimiento del tema.

Una mañana, el novio de una de las inquilinas, descubrió que el suelo de las zonas comunes, a pesar de ser antiguo, era de baldosa hidráulica, algo altamente vendible aun siendo usadas. En dos semanas estábamos viviendo en la playa. No es que vendieran el suelo y nos fuéramos a la playa con todo el dinero, es que se llevaron todas las baldosas del bloque y nos dejaron la arena. Pensé que este hecho sería el detonante de una gran pelea, y que más de la mitad de estos personajes serían invitados a marcharse, pero no, la anarquía se había instalado. Vaya pandilla de cabrones. Cuando uno cree que no se puede caer más bajo, viene otro y hace una hoguera en el recibidor del bloque mientras toca la guitarra sobre una colchoneta hinchable. Como si estuviese en los putos Caños de Meca. A los tres meses me fui, justo el día que alguien dijo algo de que las vigas de madera, (esas que sostenían el bloque) también se podrían vender, que eran muy antiguas, pero que conocía a alguien que podría estar interesado. Allí los dejé viendo de qué manera podían desmontar algunas vigas, mientras un par de perros cagaban en la arena de las escaleras.

 
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Texto © Lino
Ilustración ©  Silvia Fuente


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