Le pregunté al bisabuelo Rigoberto, alto, fornido, de amplias patillas grises, si había perdido su índice derecho durante sus años de matarife y al tiempo que negaba con un gesto me dijo que en sus años mozos las cédulas de ciudadanía registraban la filiación partidista de sus portadores. Así el liberal era rojo de por vida, y el conservador azul hasta su muerte. Cambiar de bando no era ni tan siquiera considerado una traición; era, simplemente, inaceptable.
Durante el gobierno de los liberales mi bisabuelo viajó con Elías, su hijo de tres años, al fondo de un autobús de Barichara a Bucaramanga.
A su costado iba Elvia de Jesús Gómez, matriarca liberal, amiga de su infancia y hasta entonces su rival política. Elvia era conocida por sus anchas caderas, que le habían entregado una prole de seis críos, y por su devoción a la Virgen del Carmen, a quien le había dedicado una capillita a las afueras del ancianato de Barichara. Corría el mes de marzo del año 1950 y ambos paisanos discutieron la guerra civil que ya se delineaba entre ambas facciones políticas a causa de oportunistas mandatarios que descubrían en la incitación al asesinato una mina de poder.
—Los más beneficiados por el asesinato de Gaitán —le dijo Elvia—, fueron Alberto Lleras Camargo y Laureano Gómez. Nunca antes un pueblo había apoyado a dos políticos con tanto fanatismo.
—Dicen que fue un joven comunista de apellido Castro el que quiso que se repitiera en Colombia el conflicto que desencadenó la muerte del archiduque de Austria en Sarajevo —asintió mi abuelo—. Me lo dijo un amigo del asesino Roa, a quien subvencionaron tres noches de francachela en el hotel Tequendama.
—¿Se refiere a la primera guerra mundial? ¿Usted cree que un joven alevoso haya jugado con nuestro país de esa manera?
—Todo se puede esperar de un colono cubano —asintió mi abuelo—. A esa edad los hombres son capaces de incendiar el universo por alcanzar una gota de poder. No dudo que las sábanas de satín y las mujeres de la vida alegre atraídas por los aposentos de los jóvenes participantes en la Conferencia Interamericana de Estudiantes hayan enloquecido a aquel infeliz embolador de zapatos.
—Esas teorías conspiratorias son muy difíciles de creer. El pobre Roa terminó linchado; dudo que pueda corroborar su teoría.
Ambos manifestaban su preocupación porque la violencia llegara a Barichara cuando, en las inmediaciones de San Gil, a orillas del río Suárez, un grupo de policías detuvo al conductor.
Un oficial entró y requirió su cédula de ciudadanía.
—Afuera —ordenó luego de haber estudiado a los pasajeros.
El conductor fue golpeado por tres policías, quienes, sin consideración por los niños recostados contra las ventanas, lo arrodillaron y le dispararon a plena luz del día. Mi bisabuelo reconoció en la víctima a un partidario de su facción. La operación se repitió con cada pasajero: cada conservador era inmolado, cada liberal era perdonado. Una arenga acompañaba la agonía de las víctimas. Quien oponía resistencia era herido en su estómago con un fusil. Cuando el gendarme preguntó a mi abuelo por sus papeles, Rigoberto abrió los ojos estupefacto:
—¡No la tengo —exclamó—, pues los conservadores me la decomisaron en Barichara durante las últimas elecciones! ¡Qué viva el partido liberal!
—¡Qué viva! —exclamó al unísono una multitud de pasajeros amedrentados.
Aquel jolgorio se tornó inapropiado a medida que los policías endurecieron su semblante. Luego de requisar sus ropas y sus pertenencias, un gendarme preguntó a la concurrencia si alguien podía corroborar su testimonio. Elvia Gómez se levantó y aseguró haber estado presente cuando los conservadores despojaron a Rigoberto de su cédula de ciudadanía.
—Nadie se atrevió a refutarla —dijo mi abuelo—, si bien tampoco nadie quiso respaldarla.
—Le daremos el beneficio de la duda —dijo altanero el jefe de los policías—. Espero que no lo esté encubriendo, Doña Elvia. La policía liberal la protege hoy, pero el ejército Chulavita no es tan comprensivo con liberales como usted.
Un pasajero calvo y quincuagenario de anchas espaldas y bigote prusiano se ofreció para conducir el bus por el resto del trayecto. Sólo entonces mi abuelo trasbocó sobre el pasillo, ante los demás pasajeros, una masa de tinta, sangre, cuero y papel desgarrada.
—¡Agua! —gimió débilmente.
—¡La mascó y la engulló trozo por trozo! —exclamó una dama sexagenaria de rubicundos pómulos a la par que le ofrecía una cantimplora con aguardiente.
Dos semanas después el ejército Chulavita de los conservadores se tomaron el pueblo en horas de la madrugada.
—Pregunté por el comandante de la escuadra —tartamudeó mi abuelo a modo de confesión—, un Capitán Montoya. Le rogué que perdonara a Elvia Gómez, pero él hizo caso omiso, aduciendo que debía vengar a los muertos de los altos de Pescadero. Sólo entonces reconocí al hombre calvo de bigote prusiano que nos había conducido desde el lugar de la masacre hasta Bucaramanga.
—¿Usted? —pregunté sorprendido.
—Todos tenemos derecho a fraguar argucias para salvarnos —asintió el Capitán Montoya—. El gobierno de Laureano Gómez me permite llevar dos cédulas.
Me retiré contrariado y espoleé mi caballo. Galopé con mi mayordomo Elías hasta la casa de los Gómez. Allí vi a Elvia apuntando con un rifle a una banda de soldados de Sogamoso a través de su ventana.
—¡No la ataquen! —dije levantando los brazos, a la par que el disparo de una bala me destrozaba el dedo.
—¿Ella disparó? —pregunté.
—No —dijo riendo complacido—; fue el Capitán Montoya, quien me había seguido sospechando mis intenciones. Pero el Chulavita se sintió tan apenado que mientras me atendían Elvia se dio a la fuga con su prole por la puerta de servicio.
Texto © Hugo Nöel Santander Ferreira
Fotografía © Scott Umstattd
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