Conocí la obra del notable poeta y musicólogo navarro Ramón Andrés (Pamplona, 1955) gracias a mi entrañable amigo de años Armando G. Tejeda, quien sabe de mi pasión por el arte de Euterpe y me empezó a mandar primero sus deslumbrantes libros sobre música y más tarde algunos de sus no menos decantados poemarios. Entrevistado por él en varias ocasiones, siendo corresponsal de La Jornada en España donde ha hecho una sólida carrera periodística desde hace más de dos décadas, reafirmé también mi admiración por ese auténtico hombre del Renacimiento, quien por cierto primero fue músico profesional y con todo ese bagaje especializado accedió a la investigación del inagotable mundo de la música en todas sus múltiples aristas y desde diferentes puntos de vista, siempre con agudeza y pasión, con las sorprendes cultura e información de quien ha confesado ser de igual modo un lector no menos ávido.
Con sede en Barcelona por muchos años, ciudad que en el terreno musical y particularmente operístico ha sido un centro de muy visible irradiación, sabemos que como músico en activo tuvo especial interés por los repertorios medieval y renacentista, como el no menos admirable catalán Jordi Savall. Las más de sus valiosas aportaciones apuntan hacia el amplio espectro de la historia del pensamiento desde la perspectiva del lenguaje musical, porque él mismo es un agudo filósofo de antigua data, pensador conspicuo. En este terreno, ensayos suyos de gran calado como Semper dolens. Historia del suicidio en Occidente o Pensar o no caer tienden sólidas amarras con otros pensadores de la fragilidad humana como Schopenhauer o Nietzsche, en su caso además tras el tamiz de un no menos categórico poeta.
Su más reciente libro, por cierto, que lleva por título precisamente Filosofía y consuelo de la música (en su editorial de cabecera, Acantilado, 2020), es una hermosa y perspicaz gran disertación en torno a esos dos mundos que han estado más cerca de lo que suponemos, conforme hay una filosofía de la música, o quizá sería mejor decir múltiples estructuras del pensamiento e idiosincrasias que han acompañado su existencia, su desarrollo y su evolución. Ambas han implicado un bálsamo en el transitar sinuoso de la humanidad, como la propia poesía que es también pensamiento y por supuesto música, rescatándonos continuamente del mundanal ruido que atestigua Fray Luis de León y al que alude el también musicólogo Alex Ross.
Con el espíritu de búsqueda y de contagiante sorpresa frente al hallazgo de personajes ya paradigmáticos como Montaigne o los enciclopedistas franceses, como signo inequívoco de libertad, los diccionarios de Ramón Andrés sobre música y sus más afines fronteras sorprenden por la cantidad de información contenida y el estilo de quien es un sensible y dotado poeta. Tenaz e incansable estudioso de los ámbitos del saber y de la creación que más le apasionan, con un verdaderamente borgiano amor por el conocimiento, estos compendios tienen la virtud además de la novedad, de la revelación, como el Diccionario de instrumentos musicales, o su desbordado Diccionario de música, mitología, magia y religión, o sus sumarios libros sobre Monteverdi, Johann Sebastian Bach y Mozart, sin olvidar otros no menos inspiradores títulos como El mundo en el oído. El nacimiento de la música en la cultura, o El luthier de Delft. Música, pintura y ciencia en tiempos de Vermeer y Spinoza, o Oculta filosofía. Razones de la música en el hombre y la naturaleza, en los que sorprenden otra vez la sabiduría enciclopédica, el rigor analítico y hasta los desplantes líricos del autor.
A medio caballo entre la música y la poesía, presentes ambas en realidad en toda la amplia bibliografía de este admirable humanista de nuestro tiempo, incluidos por supuesto sus ya citados libros y diccionarios sobre música, No sufrir compañía. Escritos místicos sobre el silencio quizá sea en el que mejor se condensa la poética de Ramón Andrés, donde recoge autores, obras y líneas esenciales de la poesía ascética española de los siglos XVI y XVII que lo han acompañado y marcado.
Como poeta más espaciado, acabo de leer de igual modo su desgarradoramente bello poemario Los árboles que nos quedan (Hiperión, 2020), que igual concentra los que han sido su pensamiento y su poética, complementando así un círculo lírico abierto con sus anteriores La línea de las cosas de mediados de los noventa, Amplitud del límite de cara al nuevo milenio y su más cercano Poesía reunida y aforismos (contenido Siempre génesis) del 2016. Expresión acrisolada de un poeta maduro, que tras un perpetuo ejercicio de pensamiento confiesa su desazón frente a un mundo que nuestras miopía y ambición han conducido a un estado de letargo de muerte lenta, la tristeza ante la hecatombe inminente resulta ser aquí el sentimiento predominante, haciendo eco de pensadores como el ya citado Nietzsche o poetas amargamente visionarios como Rilke. Resultado de la desgarradora experiencia de un escéptico que sólo tras el conocimiento a ultranza de la historia de la cultura viene a corroborar de qué estamos hechos como condición frágil y depredadora, en este desdoblarse lírico de la memoria se evocan voces poéticas del pasado clásico, que adquieren peso específico en contraste con la liviandad del lenguaje prosaico y exiguo de hoy. Una vez más el poeta y el filósofo no pueden desprenderse de su esencia siamésica, porque tanto el uno como el otro dicen verdades categóricas de la savia de la existencia, recorriendo las venas de quien descubre y define, anuncia y renombra, recuerda y presagia, condena y exime. Los árboles que nos quedan, dijera Henri Bergson, es la materia que se hizo memoria y hoy el filósofo/poeta recuerda y le da voz.
Texto © Mario Saavedra
Fotografía © Wikipedia
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