En el Gran Salocio se proporcionaban alternativas de imaginación a todos los que allí acudían, algunos en grupo y en su mayoría sin compañía, pero todos solos de cualquier modo. Uno podía beber con entera libertad litros y litros de alcoholeza, fumar del fumadeseo cuanto quisiera o fornimaginar libremente. El consumo de los imaginicios en sí no era obligatorio, aunque sí lo normal, por otra parte, si bien Cero iba regularmente para no sentirse como un extraño en el mundo de Mundimagina en el que ciertamente se consideraba un ser de lo más bizarro.
Una vez dentro, mientras tarareaba en silencio la insípida canción instrumental que sonaba por los musiratos, ascendió por las escaleras mecánicas hasta la primera planta en donde el aire se encontraba limpio gracias al trabajo de los aspiradores que colgaban del techo. Observó en la nitidez del ambiente a decenas de mundimaginarios desconocidos para él, todos fumadeseando o ya fumadeseados e instalados cómodamente en los sofamaginas. Lo hacían acoplados en dos, tres o cuatro, aunque también había sofamaginas individuales; y se encontraban alineados unos detrás de otros, separados por pasillos y organizados en hileras.
Cero les imaginaba como si fueran fantasmas que habitaban un sueño de irrealidad, y del todo volátiles en sus imaginamientos etéreos. Como si no existieran. ¡Obedientes entes convertidos por un ser superior en verdaderos muertos en vida! Aunque en la clase de imaginicios les enseñaron a hacer un uso correcto y responsable de los imaginicios, la mayoría parecía no haber aprendido la lección y lo normal era verlos completamente idos.
Trataba de no fijar la vista especialmente en nadie, pero con la percepción del rabillo del ojo se fijó en una pareja de mundimaginarios que estaba acoplada en un sofamagina de los dobles. Sus cuerpos eran tan rechonchos como podía ser el suyo y mantenían los ojos cerrados, aunque en su rostro asomaba una expresión de completo abandono; dormían frente a frente, abrazados por la cintura en lo que parecía ser un sueño placentero y compartido. ¡Cómo les envidiaba! Seguro que luego fornimaginarían, y puede que incluso fueran de los que llegaran a fornicrear ese año, imaginó entonces, sintiendo el incómodo incremento de volumen de su creador.
Para evitar males mayores miró hacia otra parte y un hombre le llamó descaradamente la atención, pasando a realizar entonces el cálculo de edad previo al repaso físico completo, como un juego adivinatorio. Sin duda que era más viejo que él e imaginó, haciendo un esfuerzo, que bien pudiera ser un cuarentaño, de los que apenas había unos pocos, tantos que se podían contar con los dedos de una mano. No conocía a ninguno personalmente. El viejo apenas tenía pelo en la coronilla, bajo los ojos unas bolsas de un color grisáceo y en la frente cuatro líneas horizontales marcadas una debajo de la otra, que más que arrugas parecían líneas dibujadas en la carne. Con una mano sujetaba la manguera del fumadeseo y mientras, con la otra, se llevó la boquilla a la boca aspirando profundamente; luego, aguantó unos segundos la respiración antes de exhalar el humo, repitiendo la acción tres veces más. Finalmente, cayó exhausto en su sofamagina, acoplándose las agarraderas suavemente a su cuerpo.