En la calle había dejado de llover e imaginó que podría ir al Gran Salocio, en donde encontraría a Tres y a Cuatro. Ardía en deseos de contarles lo sucedido. Que él supiera nunca habían fallado las pantallas. Era la primera vez que ocurría, o al menos que a él le pasara como actor principal. Alardearía de su protagonismo y podría hablar con sus compicios de otra cosa que no fuera de imaginar gozo y deseo. En realidad, no las tenía todas consigo porque imaginaba que no le creerían e imaginarían que se había excedido con la imaginación.
Caminaba despreocupadamente inquieto con las tripas revolviéndole el estómago, pero ninguno de los mundimaginarios con los que se cruzó pareció darse cuenta de ello. Llevaba unos días notando que el ritmo de la ciudad se había desacelerado, de haber estado acelerado alguna vez. Así, los mundimaginarios, anónimos desconocidos que caminaban a su lado lo hacían absortos en la nada o en sí mismos y con la mirada perdida, sin prestarse casi atención los unos a los otros, como si imaginaran profundamente. Le daba la extraña impresión de que todos imaginaban también de una manera más malévola. Aunque igual solo lo hacía él.
Echó el cuerpo hacia adelante y agachó la cabeza para no tener que mirar a nadie en concreto, fijando la vista en recto un par de metros por delante de los ojos, a ras del suelo. Tal vez fueran solo imaginamientos suyos, pero ni rebuscando dentro de sus buenas intenciones encontraba un motivo para tener aprecio a ninguno de ellos.
―En Mundimagina solo se imagina ―sonrió―, y cada uno se preocupa de sí mismo…
En la entrada del Gran Salocio posó suavemente la tarjeta de identificación sobre el escáner del identificador y en la pantalla le dio la bienvenida una mujer que vestía un vestido rojo, de amplia sonrisa, dientes perfectamente alineados y larga melena rubia. Se mostraba en un sugerente plano medio de cintura para arriba. A la vista ofrecía un sugerente escote que Cero miró. Antes de dejarle pasar le advirtió de los inconvenientes del exceso de imaginicios, explicándole como tantas otras veces el manejo de los fumadeseos y las Mundimaginormas de comportamiento a seguir dentro del edificio, agradeciéndole de antemano el ejercicio de una imaginación controlada.
Cero reculó en el imaginamiento fornimaginativo que empezaba a imaginar en el que la mujer usaba la boca para algo más que para hablar y, mientras pasaba por debajo del escáner corporal, sonrió por segunda vez: había cesado el ruido que llevaba bien metido dentro de la cabeza desde la psicosesión.
¡¡Maldito Controlador!!
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