Literatura Narrativa Relato

10 gramos, un relato de Mercedes Gutiérrez

10 gramos

—Problema, Scott—imprimió su hermano en la pantalla apuntalando la frase con tres emoticones de ojos saltones y boca invertida.

—¿Otra vez el perro? —tecleó Scott de camino al Toyota Camry que había dejado por la mañana en el aparcamiento de la universidad. Pantalla blanca. Al cabo de unos segundos apareció el mensaje.

—Mamá.

—¿Está bien?

—Depende…

—¿Cómo que depende? Mira Tom. Mejor te llamo y hablamos, eh… A ver, ¿qué pasa con mamá?

—Pues que es… Es una… Una…

—¿Quieres soltarlo ya?

Influencer. Una influencer.

La sorpresa dibujó en los finos labios de Scott una sonrisa inoportuna. En el coche, se retiró el iPhone de la oreja unos segundos, clavando su incredulidad y el escozor de su sonrisa, en fase de derretimiento, en la pantalla, una fotografía antigua de los cuatro a la salida de la Cheescake Factory: Papá, Tom, él… Y la influencer

Recordó que a papá solo le faltaban unos días para dejarlos plantados e irse a vivir con la coletas. A los catorce, tuvo que hacerse cargo de su hermano pequeño y de su madre. Una enfermera cansada de extraer termómetros y de poner inyecciones sin descanso, acordonada por una gordura cada vez más ancha, que la desilusión y el cansancio alimentaban.

No había mandado la foto al basurero porque era la última en la que aparecían todos juntos. Pero sobre todo porque era un recordatorio a la fidelidad. No es que su padre le importara mucho, pero quería asegurarse de que, a Tom, seis años más joven que él, no lo dejaba en la estacada. De momento, comida y techo no les faltaba, aunque, con los gastos de mamá, uno nunca podía bajar la guardia…

—¿Scott, sigues ahí?

—Sí —dijo devolviendo el ingenio a la oreja—. Supongo que no habrás escrito para decirme que mamá tiene un blog de cocina con miles de likes.

—Pues claro que no, Scott.

Aunque la noticia le tocara tan de cerca y tuviera a su madre como protagonista, Scott no era de los que dieran crédito inmediato a lo primero que le golpeara los sentidos. A los diez, cuando descubrió a su madre sentada en la taza del váter, apurando el Listerine, la templanza le calzó el corazón con la dura descortesía de lo imprevisto. A los veinte, y en medio de la carrera de Antropología, casi que se hubiera sentido estafado si su madre no le hubiera honrado con otro hallazgo.

—Se le ha ido la cabeza, Scott. Mamá tiene canal de Youtube. Canal de Youtube —repitió el hermano—. Miles de seguidores. Métete. Métete si no me crees.

Scott se imaginó a su madre embuchada en su uniforme azul, descolorido y gastado, recogiéndose su pelo rubio y lacio bajo un promontorio coronado por unas gafas de artista, estilo años 80, con la cara apretada contra la pantalla en busca del botón para cargar su video. El pensamiento le entristeció.

—Papá. ¿Lo sabrá? —dijo Scott, pero casi al momento se arrepintió.

—¿Papá? ¿Y a qué viene papá ahora? Tenemos una buena con mamá y lo único que se te ocurre hacer es pensar en… ¿papá? Y yo que sé.

Scott dio un fuerte suspiro. Su hermano tenía razón. Había sido una acción involuntaria, como cuando uno se olvida de secar bien los hongos, y, al tocar el calor del hierro, la mezcla de aceite y agua te quemara la cara. A veces, todavía soñaba con él, pero del mundo consciente había conseguido desterrarlo. Sin duda, este nuevo descubrimiento había avivado su rencor.

—¿Qué vamos a hacer, Scott?

—No sé, Tom. No lo sé —dijo paladeando la amargura de su duda.

—Te mando el enlace a uno de los videos. Hablamos esta noche, cuando regreses del trabajo.

La promesa de Tom le llenó los pulmones de una inquietud abrasadora que le hizo toser varias veces. Ojalá llevara encima algo de marihuana. Pero el último canuto lo acabó la noche anterior en casa de unos amigos. Con dedos de desactivador inexperto abrió la página.

La CIA. Quiere recluirnos en casa. Por eso se han inventado esta historia. Para que no salgamos. En el hospital en el que trabajo a los enfermos de esta peste imaginaria los levantan con 10 gramos de ondas radioléctricas. 10 gramos de ondas radioléctricas… Esos 10 gramos les proporcionan la fuerza necesaria para que se alíen con un ejército que solo busca aniquilarnos. Como las alimañas, viven bajo tierra… Quieren destruir a los elegidos, a los que nos oponemos a su mentira. Pero no podrán. Saben bien que no podrán. Y digo bien que no podrán, porque nosotros, los elegidos, los que nos oponemos a su locura, se lo impediremos. Habéis oído bien. Nosotros se lo impediremos. Cualquiera que se oponga a nuestro destino tendrá que vérselas primero con nosotros, un poder con el que no contaban, un poder que los acecha. La luz que los desintegrará…

Con el horror del que hubiera llamado a una puerta de confianza y encontrara una res despedazada permitiéndole la entrada, congeló el video. El nerviosismo le deshacía por dentro. No. Aquella rubia de pelo lacio y voz crecida no podía ser su madre.

¿Pudiera tratarse de un error de su hermano? Existía la posibilidad de que fuera una coincidencia. Tal vez hubiera más de una Kate Black, (facilitaba su identidad, claro estaba), rubia, obesa y de mediana edad, trabajando en un hospital. El corazón de Scott latía con fuerza. Volvió a dejar que el video echara a andar.

Mis compañeras de West View creen que no me he dado cuenta. Pero se equivocan. Sé muy bien lo que esconden esas inyecciones y lo que hay en esos ventiladores. Nada más ni nada menos que una confederación demoníaca para acabar con nosotros, los que no vamos de mártires y mucho menos de salvadores. Eso es lo que hay en esos malditos ventiladores. Una confederación demoníaca. Nada de cables. Un torbellino de humores malignos que, cada vez que los liberan, cuando, a los que llaman enfermos, se los dan a beber, hacen peligrar nuestras vidas. Pero no lo saben. Aún no lo saben… Nuestro plan. No lo saben aún, no… Pero vosotros y yo, a su debido tiempo, se lo haremos saber. Sí. Tenemos un plan… Nuestro plan…

Volvió a pulsar las dos barritas de congelación. Con escozor soltó el teléfono en el asiento del copiloto. Se quedó mirándolo durante unos segundos con incrédulo estupor. West View. No había duda. Era ella… Mamá… La influencer… Y tenía un plan… El escozor de la indeseada y temida pregunta. Un plan. ¿Para qué? Y otra más dolorosa aún. ¿Habría perdido la cabeza?

Se fijó en los ojos de su madre. Normalmente pequeños y ojerosos, de un azulón desteñido, ahora casi que le parecían de zarigüeya, hinchados con un gozo rojizo, casi vampírico, en el placer de su nocturnidad. Scott la soltó de su hibernación dejándola que hablara de nuevo.

Un refuerzo angelical, venido de África, de América, de todos los continentes, se acerca. Se acerca ya. Sí. Ya está aquí. Ya llega, ya. Ya se acerca… El que quiera saber cuándo ocurrirá, el viernes a las cuatro… En Schenley. Los derrotaremos…

El misterio de la misiva lo dejó de piedra. Aquella alma rabiosa, enloquecida y poderosa era su madre. No le pareció extraño que más de cuarenta mil la siguieran. ¿También ellos habían descubierto su mirar de zarigüeya en la nocturnidad? Scott se sorprendió del gusto agridulce que la actuación de su madre le había dejado en los sentidos y se reprendió. Sus seguidores, ¿pues no se daban cuenta de que su madre los había paralizado la mente con la locura de sus premoniciones? ¿Sería demasiado tarde para que echaran su veneno o ya les habría entrado en el cuerpo como mecha que arde?

La desazón lo tomó.

Aquellos rostros sin nombre. ¿Tendrían familia? ¿Quién estaría a su lado para despertarlos de ese fenomenal horror, arrancarles de la boca la paja seca con la que su madre les estaba engordando? ¿Y a ella, qué le pasaría a ella cuando sus seguidores se dieran cuenta del embuste y decidieran dejarla por otro impostor? Mamá. ¿Cómo podrías vivir con la derrota?

Scott puso el coche en marcha, dispuesto a quitarle la piel de serpiente al día siguiente. Consiguió parapetarse tras la éntasis de una de las dos columnas de cabeza y basamento verde que abrían el refugio. Tuvo que dar unos cuantos codazos para no perder su hueco, empujado por la ilusión de cientos de asistentes que habían respondido a la llamada de su madre. No podía verla, pero su voz, ampliada con megáfono, tronaba en el interior, y se imaginó a Moisés retirando las aguas con la magia de la divina y portentosa voz.

Vosotros… Habéis venido hasta aquí porque, sabéis bien, sois los elegidos. Los elegidos. ¿Me oís? ¿Escucháis bien lo que os digo?

Scott notó una fuerza extraña y desconocida separándolo del fuste. Quizás fuera su curiosidad o tal vez la pureza de la afirmación de su madre la que lo obligara a mirar. El corazón se le agarraba al pecho con uñas de animal. Si la buscaba, estaba convencido, su voluntad se convertiría en polvo.

No son ellos, no.. No señor… Vosotros… Vosotros… Solo vosotros sois los elegidos.

Sus ojos ardientes reverberaban con el calor de su público. Como los otros, Scott también sintió el gozoso rapto.

Sois vosotros los que estáis libres de toda impureza, los limpios de corazón, los merecedores de la recompensa divina. Vosotros, y no esos mentirosos compulsivos, amantes de las malas artes, traidores a su patria, defensores de los ilegales, pervertidos que están levantando un ejército que respira aire muerto con el que pretenden hundirnos… A nosotros. Paró unos segundos. Respiró hondo. Nosotros, se acercó el megáfono a la boca, los verdaderos defensores de esta tierra… Os han tratado mal… Muy mal… —dijo bajando la voz—. ¿Creéis que no lo sé? ¿No es así?, ¿no es verdad? —dijo descargando la intensidad de su revelación en una aureola de autoridad y comprensión que arrancó del público un eco atronador de síes.

A Scott le costó salir de su ensimismamiento. Su promesa de liberación… También a él se le había pegado a los ojos su dulce viscosidad. ¿Cómo no seguirla? ¿Cómo no obedecerla? ¿Cómo no quererla?

—Amén —pronunció una chica rubia de camiseta roja ceñida, gafas de sol negras, sombrero de plástico de ala ancha cruzada de barras y estrellas y minifalda roja con elefantes blancos, mientras sacudía en el aire una ametralladora que llevaba encintada al cuello—. ¡Nos lo quieren quitar todo!

—Por eso estoy aquí… Con vosotros… Para mostraros el camino. Juntos, venceremos —dijo su madre colocando el megáfono en el suelo, dispuesta a estrechar la mano de la multitud que se le echaba encima con religiosa veneración.

Scott la miró con una mezcla de vergüenza y orgullo. Pensó en abrirse camino hasta ella y tomarla de la mano, sacarla de allí antes de que acabara aplastada por la rueda de su franca y falsa superioridad intelectual, abrasado por el deseo de saber si descubriría en sus ojos el reflejo de su poder. Pero decidió volverse a casa.

Eran cerca de las ocho de la tarde cuando abrió la puerta. Un fuerte olor a carne muerta y reseca le dio la bienvenida. Enseguida se acordó de las hamburguesas con queso del Wendy’s con las que su madre se alimentaba y que solía dejar, a medio roer, en cualquier rincón del dormitorio. Casi siempre almorzaba o cenaba en su habitación. El cansancio, su turno en el hospital, le dictaba las comidas, la confinaba a sus tinieblas. El hedor se había convertido en otro inquilino más, aunque los hijos no lo toleraban muy bien pues siempre terminaba hincándoles sus finas garras de asco y tristeza. Cuando prendió la luz, soltó las cartas que acababa de recoger del buzón sobre la mesa de la cocina.

—No cierres. ¿No tenías que estar en la pizzería? —preguntó el hermano pequeño que en esos momentos llegaba.

—Me deben unas cuantas tardes —dijo el mayor soltando el pomo.

—¿Está en casa? —preguntó el pequeño apagando la voz y gesticulando con los labios.

—Puedes hablar tranquilo. No creo que haya echado una carrera y se me haya adelantado. Mira en su habitación por si acaso…

—No está —dijo tirando los restos de la hamburguesa a la basura.

—La dejé en el parque, con los suyos… —dijo Scott separando las cartas del día con desgana—. Una le llamó la atención. El sello. Algo oficial. Miró a su hermano que acababa de dejar su mochila junto a la pila mientras se llenaba un vaso de agua.

Scott sintió un dolor penetrante en las sienes. Era consciente de que, lo correcto, lo que, en un caso como aquel hubiera hecho un buen hermano mayor, era mantener a su hermano pequeño alejado de la malévola legibilidad, que, sin duda, ocultaba la misiva, pero sabía que no podría. Al fin y al cabo fue Tom el que le contó lo de mamá. Pero aún existía algo peor. ¿Cómo podría explicarle a su hermano el magnetismo cósmico con el que, la presencia de mamá, le había ungido? ¿Cómo decirle que, también él, había quedado enredado en los sayones de su santidad? Intentó explicárselo a su otro yo, a su ciego interno y petrificado que le sacudía la cabeza y le apretaba los ojos con dureza de pedernal. Y lo más ignominioso de todo. ¿Debía ocultarle a Tom que, también él, lo dejaba a su suerte para unirse a mamá? A veces las cosas no son como uno quieren que sean, y la imaginación, querido Tom, le diría, podía ser una cama de faquir. No, cuanto antes lo supiera mejor para él y para todos. Al fin y al cabo ya tenía edad para entenderlo.

—Consejo General de Enfermería—. Con cuidado de no desfigurar los datos del remitente abrió la carta.

—¿Qué dice? —preguntó el pequeño.

—Suspendida hasta nueva orden—exhaló el mayor soltándola en la mesa.

Tom dejó el vaso vacío junto al fregadero. Se acercó a la mesa y se sentó al lado de su hermano.

—Ven aquí —le dijo el mayor pasándole un brazo por los hombros, pero enseguida lo retiró, como si se hubiera topado con una valla de alambre.

La ronquera de un tubo de escape les hizo levantarse de la silla. Unos focos apuntaban hacia la puerta del garaje. Cuando abrió la puerta, los encontró sentados. Los dos la miraban.

—Qué, ¿cómo ha ido el día? —les preguntó mientras dejaba un bolsón negro sobre el sofá.

—Seguro que no tan bien como el tuyo —dijo el pequeño.

—Ah, sí. ¿Y eso? —preguntó la madre mientras se quitaba unas playeras grises.

—Toma—dijo el mayor extendiéndole la notificación que acababan de leer.

La madre la tomó con desgana.

—¿Ahora me abrís el correo?—preguntó calzándose unas zapatillas que tenía junto al sofá.

—¿Te has fijado en el sello?

La madre dio un suspiro.

—No sé lo que pondrá pero me lo imagino —contestó con la garganta inflamada de ira contenida.

—Y ahora, ¿qué vamos a hacer, mamá? ¿No te das cuenta de lo que has hecho? ¿Por qué tuviste que hacerlo, eh? ¿Por qué? —dijo el más pequeño—. Para que te enteres. Ya no eres una niña como para ir haciendo estas cosas.

La madre se lo quedó mirando como el que mira un espejo roto, incapaz de verse al completo y vagamente reconociéndose en la imagen.

—Scott, di algo. Tú estabas allí. Díselo tú, Scott. Dile que la viste.

Lentamente la madre apartó los ojos del pequeño buscando la cara del otro.

—Sí, Scott. Dímelo. ¿Qué viste, Scott? ¿Qué es lo que viste?

Pasaron unos segundos. La garganta le abrasaba.

—Scott, díselo ya.

Tom. Vi lo que tú y yo vimos, la insensatez de su mensaje, su mentira narcisista, quiso decirle, pero también vi que creían en ella, Tom, creían en ella… Como también creo yo…

La turbación del hijo menor saltaba de hermano a madre y de madre a hermano. Así estuvo unos segundos hasta que, a su gastada intuición, solo se le ocurrió espetarles un cómo podéis que lo obligó a buscar una huida temporal.

—Te respetan, mamá —dijo el mayor cuando la tristeza del portazo se les desvaneció en los oídos.

La madre lo miró fijamente. La luz rojiza de sus ojos le serpenteó como la llama de dos velas.

—Me quieren —dijo soltando frente a él una exhalación de alivio y orgullo.

—Yo también te quiero —dijo el hijo tomándole de la mano y acercándole los labios a la mejilla.

—A ellos nunca los mentiría —dijo la madre—. Te has dado cuenta, ¿verdad?

—Deja que te ayude. Quiero que tu mensaje perdure, que logre arrancar la duda de los ojos y mentes más rebeldes… He pensado que, quizás, si te parece bien,—dijo con cuidado de no quitarle el protagonismo a su progenitora—, podríamos empezar con unas camisetas blancas, que recuerden tu oposición a la mentira. Después, podríamos seguir con más artículos de vestir… Guantes, gorras, corbatas, cinturones, chapas, pegatinas para el coche, cananas…Y, entre medias, un libro. Un libro sobre tu vida y tus consejos sobre cómo seguirla.

La madre lo miró con complacida sorpresa.

—Podríamos comenzar con la estampación en casa. Es muy fácil. Déjamelo a mí, ¿eh?

—¿Crees que Tom nos ayudará? —dijo preguntando por primera vez por el hermano.

—Cuando te vea cambiará de idea.

Al día siguiente la casa estaba plagada de tinturas y cubetas de plástico con agua. Y un lema de estilo presidencial a estampar. Nombre y apellido con caracteres estilo viejo oeste. Debajo, un mono sentado en una especie de silla eléctrica. A su izquierda, un doctor en batín, intentando clavarle una inyección al primate. Sobre el pecho del mono la inscripción 10 gramos.

Las pegatinas para el coche y las cananas fueron las siguientes en la producción, ya que, al cubrir recorridos más largos, siempre permitían mayor visibilidad. La producción (ya externalizada con los adhesivos) de guantes, gorras, corbatas, cinturones y chapas vinieron inmediatamente después. Cuando ya se quedaron sin los folletos que entregaban a la entrada con la información donde podían seguir a la ya conocidísima Kate Black y, de paso, adquirir sus productos, pensaron en dar unas cuantas chapitas de regalo, pero pronto desecharon la idea, pues entre los congregados, siempre había más de uno que se quejaba de su suerte y decidieron no continuar por ese camino, no fuera que a los ofendidos, en su locura, se les ocurriera desbaratar lo que habían logrado.

Una noche en la que Scott desmontaba el sistema de audio, (las ventas iban viento en popa y habían podido comprarse un Wrangler Sahara, un descapotable rojo metalizado en el que cargaban unos monumentales altavoces), la madre le preguntó.

—¿Tom?, ¿no viene?

Scott no dijo nada. Giró la llave de arranque y puso los brazos en el volante.

—¿Sabes? Podría obligarlo… Mis chicos… Harían cualquier cosa por mí. Y… Por un hermano. ¿Qué no harían por un hermano?

—Seguro que se le pasa. No te preocupes más por él —dijo el hijo con la voz cargada de duda y miedo contenido.

Pasaron unos segundos antes de que la madre volviera a hablar. La voz le temblaba.

—Scott, ¿y si…? ¿Y si a Tom le diera por hacer algo malo, algo para… hacerme daño?

Una mueca de agria sorpresa le cruzó la cara, pero enseguida la endulzó. También a él se le había pasado por la cabeza, pero prefirió ocultárselo.

—Mi hijo. Mi propio hijo. Me desprecia…

—Tom no te…

—Scott, por favor, no me trates como una idiota…—Le interrumpió la madre engarzándose con rabia un mechón de pelo tras la oreja derecha—. Me odia… Y su odio me duele y me preocupa. Tú eres mayor y lo entiendes… Me has visto allí, con ellos… Tú me has visto decirles la verdad, ¿has visto cómo se les ilumina la cara cuando les hablo? Me quieren y me creen cuando les digo que seres malignos se deslizan por esas cañerías con las que disfrazan a esos actores que llaman enfermos porque es la pura verdad. Tú los has visto, ¿no es así, Scott? ¿No es así?

La madre cogió aire. Con lentitud se retiró las gafas. Las plegó con cuidado, dejándolas en el regazo. Sus dedos acariciaban la armadura de pasta verde. Su cuerpo, redondo y pequeño, parecía comido por la enormidad de sus cristales. Esperaban en el coche a que un semáforo les diera paso, cuando por primera vez Scott se dio cuenta. El destello rojizo de sus ojos de zarigüeya estaba reseco, como la tinta de una pluma añeja. La nocturnidad de octubre le trajo un viento frío que le heló la cara.

—Mi propio hijo. ¿Por qué Tom no me cree, eh? ¿Qué tengo que hacer para convencerlo? Si viniera… Tal vez así… Scott, —dijo mirándolo a la cara—. A ti te haría caso… Hijo… Tienes que convencerlo… Convéncelo…

Hijo… Había esperado tanto para oírselo… Hijo… Sus sentidos, entumecidos por la avaricia de los años, se le quebraron como hojas secas. En la locura de su fe, ahora se daba cuenta, no existía protección posible para ninguno.

Scott se estremeció. Agarró el volante con fuerza, entregado a la voluntad del azar pero con el firme deseo de llevarse a su hermano lejos de aquellos fantasmas.

Scott la convenció para que pasara la noche en un hotel.

—¿Y tu ama?

—Tom, tenemos que irnos.

—Mira Scott, yo no soy muy listo, pero no me gusta lo que …

—Tom, ahora no… Nos vamos de viaje. Coge tus cosas…—le interrumpió mientras tiraba de la puerta del armario de su dormitorio.

—Mejor me dejas tranquilo, ¿eh?

Scott se volvió hacia él para decirle que finalmente comprendía, que lo sentía mucho… Que lo perdonara. Que estaba allí para llevárselo. Fue entonces cuando lo vio. Con el antebrazo, le dio un recio empujón que logró retirarlo de su campo de visión.

—Llegas tarde hermanito.

El ordenador. Estaba abierto. En la pantalla, unas fotografías…

—Hace rato que las he colgado.

El corazón de Scott latía con fuerza de volcán. Con el pavor del que ve una cornisa desplomándosele encima pero no tiene tiempo para evadirla, se acercó hasta la mesa. Tres fotografías… Se notaba a la legua que habían sido trucadas… En una de ellas se la veía sentada en una silla. A sus pies, arrodillado, con la cabeza entre sus piernas, alguien que parecía, por el atuendo, un monje budista. La otra era una imagen parecida, solo que, esta vez, el monje había sido reemplazado con un hombre en pantalones de chándal y camiseta. Scott acercó los ojos al monitor. 10 gramos, el logo que diseñaran los dos, madre e hijo. La que más le costó ver fue la última porque, aunque ciertamente había sido amañada, era la que permitía que los vientos de la duda circularan con mayor intensidad. En esta, se veía a la madre en una habitación de hospital. En una cama, lo que parecía un bulto entubado, y ella, también con una goma en la boca, aparecía con las mejillas secas, como si estuviera robándole el aire al enfermo.

Los ojos de Scott se llenaron de una profunda tristeza, consciente no sólo de la estocada que acababa de clavarle a su madre, sino también del peligro que ahora corrían.

Preguntarle por qué lo había hecho ya no era relevante. Debió haberlo atajado cuando aún había tiempo, pero la palabra de su madre lo había hecho tan débil. Y ese destello rojizo que, a esas horas sin duda, ya lo sabría todo o casi todo…

A la carrera, en una bolsa deportiva embuchó lo primero que le salió al encuentro: unas cuantas camisas, unas mudas y una cazadora para él y otra para el hermano, todas con los 10 gramos impresos.

Scott se colgó la bolsa en bandolera. Con una mano, agarraba al hermano por la parte trasera de la sudadera, que luchaba por soltarse, mientras que, con la otra, tiraba del pomo de la puerta.

Unas luces rojizas les dieron en la cara… Enseguida comprendieron que era luz de otro mundo. Luz a evitar.

Mercedes Gutiérrez (Madrid, 1971) estudió en la Universidad Complutense y es doctora en Literatura Estadounidense. Su especialidad son las novelas de carretera americanas. Aunque nació y se crió en León y Madrid, hace años que reside en Estados Unidos. Ha vivido en Boston y en pueblos pequeños de Ohio, Pennsylvania y Nueva Jersey, fuentes de inspiración para sus historias. Sus relatos se han publicado en las revistas españolas Sibila, El Kraken, Voces, Auca, Quimera, Revista de Occidente o Clarín. También en Estados Unidos. Es autora de los libros de relatos, Perro Verde, publicado en 2017 con la editorial Renacimiento, y de Tanto para esto, 2019, publicado con la editorial Drácena. También ha traducido al español la novela de Walt Whitman La Vida y aventuras de Jack Engle, publicada en la editorial Funambulista. Tiene un blog, www.americanx-ray.com, en el que “radiografía” todo lo que tenga que ver con la cultura americana. De momento se la puede encontrar en Pittsburgh.

Texto © Mercedes Gutiérrez
Fotografía © Emin BAYCAN


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