Literatura Mundimagina Narrativa

MUNDIMAGINA IV

Eran las once en punto y un aviso en el localizador de su muñeca derecha le recordó que, al igual que todos los días cinco, diez y quince de cada mes a las doce horas, tenía psicosesión con su Psicoyudante. Y así, tal y como venía malimaginando cada día cinco, diez y quince de cada mes a las once horas, se le ocurrió que podría no acudir a la psicosesión, una idea absurda que, sin embargo, de inmediato desechó, tal y como hacía siempre inmediatamente después, eso sí, tras relamerse y disfrutar de su sufrimiento interno, ese con el cual compartía sus miserias y penurias sentimentales. Sabía que la mera intención de imaginar no acudir a la psicosesión podía considerarse una conducta de las malimaginativas más graves, y que su falta le ocasionaría una visita al Gran Castigador, como mínimo. Pero le dio igual, lo malimaginaría en cualquier caso para saciar su onanismo mental, e imaginó que de llevar su malimaginamiento al terreno de la malacción las consecuencias serían del todo las previsibles y escasamente motivadoras, por ser de una segura resolución violenta. ¿Aparecería un Controlador para hacerle ver su error y como una leve advertencia, o entrarían de una y a saco los Apaciguadores? De elegir la segunda opción, bastaría una simple descarga para que todos los miembros de su cuerpo se le paralizaran en bloque; escupiría sangre viscosa y sus babas serían densas y amarillas; los ojos se le llenarían de pus, sentiría una opresión en el pecho y, por último, le llegaría el ultimátum en forma de colapso cardiaco. La consecuencia, habría sido la lógica y debida a su propia inconsciencia, porque las sesiones con el Psicoyudante eran de obligado cumplimiento y debía acatar lo establecido. De hecho, las Mundimaginormas le amparaban, protegiéndole a él y a la sociedad en su conjunto de las incorrecciones y desajustes, o de cualquier ataque a la paz social por parte de cualquiera, ya que habían sido dictadas para el único objetivo del beneficio común.

¡Qué menos que cumplir con lo establecido, qué menos que obedecer, y qué menos que no malimaginar eternamente!

…¡Obedece al Granimaginador!…

…¡¡Obedece al Granimaginador!!…

…¡¡¡Obedece al Granimaginador!!!…

Porque el Granimaginador se ocupaba de todo en Mundimagina: de su comodidad, de su alimentación, de la vestimoda, del ocio… Ya desde premaginario a Cero le inculcaron su gran valor como líder único y dueño y señor de las máquinas, y en sus hombros reposaba la vital tarea de velar porque se mantuviera el orden establecido a su vez por él. Todo tenía que ir bien, y siempre iba bien porque nada podía ir mal. De él dependía en último término que todo funcionara a la perfección en Mundimagina, el mundo perfecto en donde los mundimaginarios, ¡pobres esclavos de la apatía y la pereza!, no tenían ninguna necesidad de hacer nada mínimamente productivo salvo cuidarse hasta el día del retiro. La verdad conocida era que cualquier necesidad estaba cubierta, cualquiera menos una y la más importante. Porque ¿cómo era posible que no existiera remedio para los males que de vez en cuando atacaban a alguno en la ciudad, de imprevisto o poco a poco, por la noche o en el día? ¿No se podía evitar morir tan joven y alargar la vida? ¡Tendría que haber algún remedio!

Cero imaginaba que, si las máquinas eran tan listas y podían hacer tantas cosas, también podría haberlas que les arreglasen a ellos: ¿por qué el Granimaginador no las creaba entonces?

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