por Pedro Díaz Cepero
El tobogán de asociaciones que a menudo se desata en mi cabeza ha terminado llevándome hoy a mi abuela. Es ese momento en que la mirada se pierde, y todos los sentidos se quedan como embotados, centrada la mente en la evocación de algo o alguien. Aterrizamos en otra dimensión, allí donde los recuerdos circulan a su libre albedrío. Nuestras evocaciones viajan por la galaxia de conexiones neuronales del cerebro que, para nuestra fortuna, no funciona con “carpetas”, “documentos”, “escritorios” o “archivos”.
Me veo conduciendo sin prisa en los últimos tramos que me acercan a Logroño. Intento saborear con avidez los parajes que durante tanto tiempo me fueron familiares. Y todavía se me encoge el corazón cuando estoy a punto de llegar, aunque tantas cosas hayan cambiado en la ciudad y en mi vida. Recordaba tempranos años de experiencia laboral, trasplantado desde un Madrid ya con tráfico insoportable, al menos para mi, nervioso impenitente. Ciertamente, Logroño había dejado de ser la plácida capital de provincia que yo encontré entonces. Parte de su personalidad, de sus dimensiones peatonales y su carácter menestral, de sus encuentros y su identidad vecinal se habían perdido. Como muchas otras capitales su retrato lucía desenfocado, diluido en ese maremágnum de espacios públicos indiferenciados, locales cerrados, pintadas de mal gusto, anchas avenidas, centros comerciales con los mismos rótulos… En definitiva, el inventario de atrocidades que acaba haciendo parecidos los recorridos por cualquier ciudad.
Pero, sin duda, se han apoderado de mí las imágenes y los recuerdos de mi más reciente viaje a Lourdezas, con mi carnet de jubilado recién estrenado. Es el pueblo donde está enterrada mi abuela. Era una de las personas más conocidas del entorno, tal vez porque era imposible separar su esencia de aquel lugar perdido en la comarca del Camero Viejo, allí donde las cuencas de los valles del Leza y el Iregua muestran su hermanamiento, su mutua raíz riojana. Llegó allí con los comienzos del siglo pasado, desde Buenos Aires, tras una cansina travesía de cuarenta días en un viejo barco de vapor de bandera francesa, después de echar una penosa ancla de padecimientos en varios puertos. Y ese fue su único periplo reseñable, aunque fuera en el vientre de su madre, porque mi bisabuela dio a luz unos días antes de fondear en territorio español. Se retrasó el barco y se adelantó el parto, previsto para dos semanas después. Quizás tuvieron que ver algo las condiciones precarias del trayecto, el ajetreo del océano y la cruz que llevaban encima muchos españoles obligados a emigrar de forma clandestina, con pasaportes y permisos amañados, víctimas de agentes intermediarios y armadores desaprensivos. Parece que no hay nada nuevo bajo el sol, salvo que ahora sacan provecho del pasaje mafias organizadas, a costa de la desesperación de gentes que nunca constarán en los censos de desaparecidos. La historia se repite.
Así que, mi abuela Jacinta nació en tierra de nadie o, más propiamente, en aguas internacionales, aunque acabó recalando en el centro geográfico de la Rioja española, en una aldea desconocida hasta para la cartografía militar. Lourdezas, a casi mil metros de altitud, se convirtió por lazos de consanguinidad, que no de riqueza, en lugar de asentamiento de varias familias provenientes de la inmigración de sus padres y abuelos de mediados del siglo XIX. Más de tres millones y medio de españoles se vieron obligados a emigrar al continente americano: Argentina, Chile, Cuba, Venezuela, Brasil, México, Uruguay, Estados Unidos, etc. Los más numerosos fueron, por este orden, gallegos, asturianos, cántabros, leoneses y canarios. Muchos menos lo hicieron desde La Rioja, y entre ellos mis ascendientes lejanos por parte de mi primera abuela. Parece que la crisis agraria de mediados de ese siglo, las rachas de sequía y los bajos salarios, la pobreza y el hambre en resumen, fueron los causantes del éxodo, en unas condiciones insufribles para la gente con menos recursos. Otro de los motivos para emigrar, según escuché a mis tíos, fue que buscaban huir del reclutamiento de las guerras coloniales, matadero seguro de las clases bajas que no podían, al contrario que las familias con patrimonio, redimirse con dinero e influencias del servicio militar.
Los llamados “indianos riojanos” apenas construyeron a su llegada casonas fastuosas y palacetes, como sucedió en Asturias o Galicia. Anidaron en diversos puntos de La Rioja y, al menos en lo que respecta a mi abuela, no fueron muy aficionados a cambiar de emplazamiento o viajar, salvo alguna incursión a otras aldeas de los Cameros para intercambio de alimentos o compra-venta de animales para la subsistencia. Mi abuela era como un olivo milenario, con raíces bien firmes y asentadas en el terreno. No habría podido respirar alejada de esos espacios rotundos de libertad, de monte y serranía. Y nadie la sacó de allí, murió con el pueblo. Su único mundo estaba en este. Formaba parte de esas especies autóctonas incapaces de sobrevivir fuera de su hábitat. Casi parece mentira que vengamos de ese tronco, que con tanta soltura hayamos abandonado ese ritual de conexión con la naturaleza, de trabazón con la tierra y los amaneceres limpios, de reconocernos en el trato con los demás. ¡No hace tantos años!
Jacinta era un referente en el pueblo -como se diría ahora-. Tenía habilidad no solo para trajinar con brebajes redentores, cocinar y cazar, también los vecinos la reclamaban para hacer los adobos de los embutidos en todas las matanzas. Todavía recuerdo las visitas que, de sorpresa, le hacíamos. Con grandes aspavientos nos reprochaba no haber avisado: “chiguitos, os podría haber preparado un buen guiso, que en la capital no coméis estas cosas”. Y a continuación oficiaba con unos “modestos” pichones, otras veces tordos, al amparo de una manteca confitada con el gusto de chorizos, morcillas o lomos -pacientes inquilinos de una olla de barro con solera-, pimientos secos y un ramillete de hierbas del campo que ella gestionaba en secreto. Si es que no mandaba al tío Mariano y a Rufus, el viejo spaniel bretón, a explorar senderos y trochas, cañadas y bancales próximos para “organizar” un estofado de perdices o lo que al vuelo se terciara. Poco importaba el resultado de la caza. En la marmita, mi abuela hacía a todo cumplidos honores. Improvisaba recetas en la mejor escuela de los buenos cocineros, y podía lograr sabores sorprendentes tanto con fragantes membrillos como con los menudillos de un pollo, en una majestuosa reducción de vino y la cosecha de hierbas crecidas en las terrazas del cementerio, que tenían impresa la casta de nuestros antepasados. Bueno, eso decía.
Tuvo su definitivo albergue justo allí, en el diminuto cementerio del pueblo, si se puede llamar así a aquella parcela indómita. Apenas un cerramiento de ladrillos mal encalados, a unos doscientos metros arriba de la modesta casa-ayuntamiento. Para llegar, los lugareños habían allanado con sudores un cascajar, un camino de cabras. Eso sí, desde la loma se contemplaba la Rioja media, gran parte de la sierra de Cameros, las sierras de la Cebollera y la Demanda, y hasta se avizoraba la Rioja alavesa. Excelentes vistas sin duda, aunque mi abuela nos comentaba muy seria que no había conocido a nadie que quisiera instalarse allí de buena gana.
Los pueblos se quedan sin almas. Más de tres mil pueblos y aldeas perdieron el pulso de la existencia en España en el siglo pasado. Muchas costumbres, formas de vida y patrones de relación interpersonal, una economía de subsistencia y un conjunto de labores agrícolas y menestrales, se han ido alejando como cúmulos de verano. Y con la memoria de los hechos, las personas y las cosas, desaparece también la de las palabras que daban nombre y cobertura a sus quehaceres. Nomina si nescis, perit et cognicio rerum -si no sabes el nombre, desaparece también el conocimiento de las cosas-, que decía Linneo.
Cuando mi abuela Jacinta se fue, sentimos a flor de piel la extinción de un mundo: el de las pequeñas cosas, el de los placeres sencillos. Ya antes, en el cierre de nuestra juventud, veíamos escaparse una forma de ver la vida: la cultura de lo auténtico, la consistencia de los vínculos y los afectos permanentes, la de la cercanía y el abrazo en tiempo real. ¿Tal vez lo hemos cambiado por esa construcción y deconstrucción de compromisos, de falsa presentación de caracteres, de individualismo y desconfianza, de frecuente confusión entre relaciones significativas y otras que no lo son? Y todo a golpe de un sencillo clic.
Hay algo que me lleva a volver a esos pueblos deshabitados o en camino. De verdad, no sé la razón, pero más de un fin de semana me aguijonea la necesidad de renovar la ceremonia de la visita, de aliviar mi absentismo de esos lugares fantasma, y procedo a la cartografía urgente, cercana o lejana a mi domicilio, de cualquier enclave que se halle en situación de abandono. ¿Será que busco escuchar alguna exhortación de quienes habitaron esas paredes, hoy agrietadas? ¿Será que recibo alguna energía de sus espíritus, tal vez como agradecimiento por compartir su ausencia?
Es autor de tres libros de Memorias:
![]() NO PUSE NOMBRE A MI PRIMER AMOR | ![]() MEMORIAS PROHIBIDAS |
LOS JUEGOS DE LA MENTIRA
-Viaje al horizonte turbulento de las relaciones humanas-
PRÓXIMAMENTE
Texto © Pedro Díaz Cepero
Fotografía © Carmen Peñaranda
Danos tu opinión