Un escalofrío le recorrió la espalda. Y aunque hubiera deseado rascarse, ni siquiera sintió el impulso de pretender llevar el imaginamiento a la acción. En cualquier caso, lo impediría la grasa que se le acumulaba en exceso por debajo de los brazos, en la parte trasera de los muslos y a lo ancho de la tripa. Malimaginó por ello que se quitaba uno de sus brazos, girándolo hacia un lado como si fuera la pieza de una máquina que se desacoplaba de la principal, y que lo usaba como rascador, aunque seguido imaginó que el sentimiento de placer que le daría rascarse la espalda sería efímero y la incapacidad física que el desmembramiento le causaría, para siempre, por lo que de todos modos perdería él. Ladeó lentamente la cabeza y luego de lado a lado resoplando hacia afuera, pero tragándose la saliva, para alejar el malimaginamiento ya concluso, o al menos hasta los confines mentales del horizonte imaginado. Y se sonrió en su interior por tener tan acusada la facultad de malimaginar. La verdad es que era más divertido hurgar en el lado gris de su fantasía que perder el tiempo imaginando buenimaginamientos aburridos y carentes de cualquier mala intención, de ironía y maldad, de esos que regularmente podía imaginar un mundimaginario normal.
Desperezándose lo máximo que su orondo cuerpo le permitió, se acercó hasta la dispensadora incrustada en una de las paredes laterales del salocio, debajo del musirato que colgaba del techo, y se sintió fingidamente inquieto al dudar de cuál era la combinación de su clave personal y privada. En realidad, simplemente lo hacía como un pasatiempo mental de los muchos que tenía, y así se sonrió por la ocurrencia, marcando acto seguido en el teclado del identificador los números que le identificaban como la persona que era, y que conocía de memoria: 312010005064, tecleando seguidamente un caficio.
En la pantalla, el aviso de siempre: “Haga un uso responsable”.
Le sacaba de quicio, pero a la dispensadora debía darle igual porque mostraba en la pantalla el mismo mensaje cada vez que Cero hacía uso de ella, lo que sería unas veinte o treinta veces al día. De haber podido hubiera expresado en alto su rabia por la frustración del momento, y no pocos días se calmaba mordiéndose el labio inferior con los dientes superiores hasta hacerse sangrar. Sin embargo, se guardó las ganas para no arriesgarse a ser advertido. Las paredes de siempre parecían tener oídos. Se limitó a suspirar, resoplar, abrir la escotilla del frontal de la dispensadora, retirar el caficio que ya se había enfriado y meterse las manos en los bolsillos de la vestipierna, para seguido pasear nuevamente hasta la ventana con toda la tranquilidad y tiempo del mundo.
Dio un sorbo al caficio que no le supo a nada.