Entre el documental y el melodrama
La premiada cinta Ya no estoy aquí (México, 2019) sorprende por la impecable hechura y el oficio mostrados por el talentoso joven documentalista y realizador mexicano Fernando Frías de la Parra en su apenas aquí segundo largometraje. Sólido y desgarrador retrato de un marginal adolescente inmerso en una regiomontana tribu urbana de “cholombianos” (con notables diferencias, su único primo antecedente quizá sea Cumbia callera, de René Villarreal, del 2007), manifestación contracultural que en la música y la danza tribal pareciera encontrar sus únicos asideros de identidad, el novel cineasta llama igualmente aquí la atención por la escritura de un libro cinematográfico no menos sensible e inteligente, que con rigor ahonda en temas tan escabrosos como la violencia, el narcotráfico, la migración y el propio conflicto identitario que el mismo Octavio Paz reconoce en El laberinto de la soledad como problemática constante de nuestra mexicanidad.
Como el ya mítico pero siempre corpóreo personaje homérico, el Ulises de Ya no estoy aquí terminará por querer retornar a su abandonada Ítaca/Monterrey tras la búsqueda de en su caso un frustrado sueño americano hacia el que lo ha escupido su triste y despiadada realidad, pero como el mismo protagonista de La Odisea, tras el regreso del hijo pródigo sólo se encontrarán crecientes desolación y caos. Quienes en la asimilación, el sincretismo y la apropiación culturales le han creído hallar sentido a una existencia tensada cotidianamente por la marginación y la violencia, por una pareciera fatal e incontenible reproducción de la miseria —“el infierno es de este mundo”, escribió Alejo Carpentier—, los personajes de esta casi naturalista historia zoliana lo cierto es que no están aquí ni en ninguna parte, porque viven en el centro de una inhóspita realidad indolente que a la vez los acosa y discrimina.
De lo que fue y ya no es, Fernando Frías se ocupa del ya extinto movimiento “Kolombia”, jóvenes regios de marginales favelas de las periferias de Monterrey que en la cumbia colombiana ralentizada y la vestimenta chola descubrieron un efímero signo sincrético de identidad que los coloca en el ahora inmediato de la sobrevivencia a salto de mata. Entre el documental y el melodrama, el joven realizador consigue capturar (el habla y otros usos están escrupulosamente traspolados), a base de planos fijos y suaves movimientos de cámara que parecieran ir al ritmo de la música asincopada, los sentimientos de desarraigo y de nostalgia que acosan al personaje, casi como si fueran rasgos de su destino infausto. Los artísticos montaje y fotografía de Yibran Asaud y Damián García, respectivamente, de igual modo suman en esta puesta donde el timonel se ha sabido rodear de otros talentosos creadores que contribuyen a enriquecer un más que prometedor proyecto, en medio de una creciente austeridad que ha golpeado al cine y otras manifestaciones artísticas y de promoción de la cultura. El sonido de Yuri Laguna enfatiza la presencia protagónica de la música que aquí se convierte en un personaje más, de la mano de cantautores de la talla del palmitero Lisandro Meza que conecta con sus necesidades y ausencias.
Crónica explícita del antes, el durante y el después del rudo aprendizaje neoyorquino que se ve obligado a experimentar el personaje principal (allá será otro raro espécimen más en la jungla de asfalto), la desgarradoramente hermosa y poética gran película de Fernando Frías de la Parra apuesta por mostrarnos, sin eufemismos, una realidad muy concreta y específica; “Si quieres ser universal, retrata tu aldea”, escribió Tólstoi. El heroísmo de este Ulises estribará en tener que librar su personal odisea sin mayores aspavientos, porque sobrevivir constituye para él ya un triunfo, y uno de los mayores atributos de su sensible acompañante, del voyerista cineasta que se entromete en su intimidad con la finalidad de hacerlo visible a los ojos del mundo, tiene que ver con que jamás hace de él un estereotipo o simplemente lo victimiza —lejos de cualquier signo maniqueo, la existencia es mucho más compleja de lo que parece y todo fragmento de vida merece ser contado—, porque lo que importa es compartirnos su real naturaleza humana.
Pude ver además un muy generoso y punzante conversatorio entre los ya reconocidos realizadores Guillermo del Toro y Anfonso Cuarón, quienes entre otros muchos méritos del joven realizador destacan su habilidad para escoger y trabajar con un casting eminentemente no profesional pero para nada improvisado, condición en la que el director reafirma su interés por un tratamiento natural y sin clichés de la historia y los personajes involucrados, al margen de siempre fáciles y riesgosos estereotipos. En este sentido, su película se percibe auténtica y sincera, honesta, y quienes dan vida a los personajes, empezando por el protagónico de Juan Daniel García Treviño, sorprenden por su espontaneidad y la fuerza de su expresión en la pantalla, atributos que en el lenguaje cinematográfico adquieren peso específico.
Como “Los Terkos”, el grupo que lidera el lastimado Ulises de Ya no estoy aquí, Fernando Frías de la Parra logra con su más que prometedor segundo largometraje volver a poner el cine mexicano en el centro del candelero, porque su talentoso y pertinaz creador, como otros tantos que se resisten a abandonar su vocación en medio de la adversidad, constata que el arte suele expresarse con mayores vigor y resonancia bajo el estrepitoso e implacable apaleo de la tormenta.
Texto © Mario Saavedra