PARTE IV.
I. La odisea de la razón.
De qué forma aumentaron mis destrezas desde que tuve una biblioteca. Hacía con los autores como con los hombres; escogía a los mejores, no me engañaba nunca con las recomendaciones. ¡Qué placer instruirme y engrandecer mi inteligencia, sin alejarme nunca de mi biblioteca! ¡Y qué felicidad la de tener libros en una época donde las artes y las ciencias están en un período de franca decadencia!
Qué feliz hubiese sido si hubiese vivido en la época de Horacio y Virgilio, en la del divino Platón y en la de Diógenes y su zurrón, o en la del señor Newton, del señor Goethe, del señor Molière, o en el tiempo en que se condenaba al olvido a quienes no pintaban como Leonardo o Rafael. La miseria había debilitado los resortes de mi alma, el vivir bien le había devuelto su elasticidad y su confianza. Sé que existen millones de hombres iguales a mí, a quienes les ha faltado suerte para llegarse a convertir en hombres valiosos para su país.
Me parece que la razón viaja hoy en pequeñas jornadas, pero sin sus dos antiguas cortesanas, el sentido común y la tolerancia. La agricultura y el comercio tampoco la acompañan. Por acá alguna vez se presentó, pero la congregación de curas y monjes inmediatamente la rechazó, y desde entonces jamás regresó. En Asia tiene millones de enemigos; mas tiene también allí tan buenos amigos que, al final, regresará a vivir con ellos durante otro par de siglos. Cuando se presentó en Europa, encontró a dos o tres idiotas que le dijeron:
–Señora, no hemos oído hablar nunca de usted; no la conocemos ni la queremos conocer.
–Señores -les respondió- con el tiempo me conocerán y de nuevo me querrán. Alguna vez fui muy bien recibida en Atenas, en Roma, en Moscú, en Berlín, en París, en Florencia. Hace mucho tiempo que, por el crédito de Shakespeare, de Bacon, de Hume, de Locke, presenté mis credenciales en Inglaterra. Ustedes me conocerán cuando llegue el momento: soy la hija del tiempo, y a los designios de mi padre siempre atiendo.
Cuando pasó por las fronteras de España, dio las gracias porque las hogueras de la intolerancia no se encendían más con la leña y por el oro de las tierras americanas. Si hizo algunas tentativas de entrar en Estados Unidos, se cree que lo intentó por uno de sus grandes ríos, a pesar de los vicios que encontró diseminados por su cauce sin duda a causa de sus vecinos latinos.
Se cree que tiene un secreto infalible para descubrir las mentiras de los gobiernos y los curas, yo no sé cuál, pero me consta que con él ha mandado a muchos políticos a alimentar a las mulas.
II. Una cena entre buenas personas.
Cenamos ayer con mi amigo el maestro de escuela, con el magistrado bogotano, el consejero médico, que acababa de renunciar a su cargo, el tendero de mi barrio, su contador y secretario, un trabajador del campo, un estudiante nihilista, dos mujeres de buena vida y tres damas devotas a la filosofía.
La cena se alargó hasta la madrugada del otro día, y en ella no se habló de política, como si ninguno de los asistentes tuviera inclinaciones partidistas, que siempre hacen malas las comidas y apesadumbran a quienes a ellas nos convidan. No pasa lo mismo con el alcalde del pueblo, con el gobernador del departamento, con el ministro de gobierno, y con todos esos animales que no se reúnen sino para envidiar los bienes ajenos. Estos idiotas dicen más estupideces en una conversación de cinco minutos que las cosas agradables y provechosas que puede proporcionar la compañía más amable en una cena de ocho horas; y lo que resulta más indignante es que no osan decir nunca en su cara a nadie lo que tienen la indelicadeza de andar murmurando a sus espaldas en la calle.
La conversación se desarrolló sobre la tesis fundamental de Cándido, donde se dice, a través de lo que a su héroe le va pasando, que el mundo no solamente va empeorando, sino que cada año se va despoblando.
El maestro de escuela aseguró que el mundo, en efecto, ya no está tan poblado como en otros tiempos. Para probarlo citó a Hesíodo y Homero, quienes demuestran que uno solo de los hijos de Zeus -no recuerdo si Heracles o Perseo-, procreó de su cuerpo una serie de hombres que ascendía a los doscientos veinticuatro mil setecientos doce muérganos, tan solo contando a los griegos.
El médico entonces le preguntó por qué en tiempos de la incursión persa en las Termópilas y en Maratón, es decir, seiscientos años después de Aquiles y Agamenón, Jerjes lloró por los cuatro millones de hombres que dirigía en su expedición.
–Es que en la tierra ya no quedaban rastros de la simiente de los viejos dioses griegos -le respondió el maestro-.
Se habló mucho de Troya, la de inexpugnables murallas, y de los trabajos que se tomaron los reyes del Ática por rescatar a una muchacha voluntariamente raptada.
–Supongo -intervino una de las mujeres de buena vida-, que los hombres de hoy pagarían por dar a sus Helenas por perdidas.
El magistrado, hombre muy instruido y sabio, nos dijo que cuando sus antepasados bogotanos quisieron dejar la montaña en que los españoles los habían dejado, para ir a ampararse, como era natural, a un sitio más caliente y agradable, el libertador Bolívar, que no quería gobernar sobre un pueblo de emigrantes, les dijo que abajo estaban los españoles esperándoles, y que su ejército estaba muy diezmado para ayudarles. Decidieron, pues, quedarse, y hoy Bogotá sigue siendo tan fría como antes, es cinco mil veces más grande, y son más los inmigrantes que llegan para quedarse que los que hacen hasta lo imposible por largarse. Después de esto -concluyó el magistrado- los historiadores han hecho cientos de miles de cálculos, siendo todos ellos tan contradictorios como falsos.
En seguida se planteó la cuestión de que si, en tiempos de la Roma imperial, los patricios romanos eran más ricos que los comerciantes de Bogotá, en tiempos del frente nacional.
–Hablar de eso me corresponde a mí -dijo el tendero del barrio-, pues soy tan bogotano como el señor magistrado. Por lo demás, yo ya era tendero en épocas del frente nacional; y creo que, en realidad, los patricios romanos tenían más. Los ilustres ladrones del partido conservador y liberal ya llevaban más de cincuenta años saqueando la ciudad. Vivían espléndidamente del fruto de sus rapiñas, enseñándole a practicar su oficio a cada heredero de sus familias. Aunque supongo que también había ladrones en Roma, y que entre ellos había quienes gobernaban exclusivamente para su bolsa, como los de acá han gobernado durante toda la historia.
El trabajador del campo hizo una reflexión que me llamó mucho la atención: ya no existen los imperios de Roma, Esparta y Atenas, y en Bogotá ya no hay frente nacional, y en cambio todavía se leen las obras de Eurípides, Platón, Plutarco y Juvenal.
De un salto se pasó de los siglos de Augusto y Pericles a los de Luis XIV y Adolfo Hitler. El estudiante nihilista preguntó por qué la capacidad para componer obras geniales desaparecía en la misma medida en que los siglos transcurrían. El médico respondió que el talento de un escritor debía juzgarse por el tipo de lector del siglo anterior. Era una buena idea y, sobre todo, verdadera; se profundizó sobre ella. En seguida se habló de un periodista que tenía la osadía de criticar los pasajes más bellos de la poesía antigua, sin saber siquiera en qué época había sido escrita. Se trató con mayor severidad a un escritor de novelas, que denigró las obras del divino Platón sin comprenderlas, y que sobre todo censuró lo mejor que había en ellas. Esto hizo recordar la aversión ridícula que algunos estadounidenses sienten hacia Rusia y sus novelistas. Se habló contra dichas críticas dictadas por el fanatismo y el odio nacionalista. Todo el que despreciaba las obras antiguas fue tratado como lo merecía, de la misma forma que han hecho los sabios con los necios durante toda la vida.
Se dijo, con mucha sagacidad, que la mayor parte de los libros de nuestro siglo, tanto en su fondo como en su estilo, son imitaciones de lo que se ha escrito durante el anterior siglo. Somos como músicos inexpertos que imitan torpemente los movimientos de sus maestros. Se dijo que la ciencia había avanzado, pero que la lengua y el estilo literario habían degenerado.
Lo mejor de las buenas cenas es que se cambia fácilmente de tema. Todos los objetos de arte, de historia y de ciencia, desaparecieron rápidamente ante el espectáculo que Latinoamérica daba a los demás pueblos de la tierra. Acababan de condenar a sus maravillosas y fértiles tierras a dos siglos más de analfabetismo, corrupción y miseria. Este servicio rendido a todos los pícaros, este ejemplo dado a todos los vividores del oficio político, fue también recibido como lo tenía merecido. Se bebió a la mala salud de estos ilustres ladrones, de sus infelices progenitores, y se deseó que tuviesen cada vez menos seguidores.
El maestro de escuela nos enumeró todas las grandes obras que se habían hecho en la antigua Grecia. Se preguntó por qué se prefería leer la vida del cínico Álvaro, que pasó toda su vida matando, y no la del cínico Diógenes, que pasó toda la suya creando. Concluimos que la ignorancia y la simpleza eran la causa de esta preferencia; que Álvaro fue el demagogo Cleón y Diógenes el misántropo Timón; que las mentes perversas preferían el heroísmo extravagante de la guerra a las ocurrencias de un excelente comedor de lentejas; que los detalles de la consumación de una masacre les interesaban más que la integridad de un hombre que de todo sabía burlarse; y que, en resumen, la mayor parte de los hombres prefiere los horrores de que son culpables sus señores a las enseñanzas de que son responsables sus pensadores. De aquí viene el que por cada cien personas que pasan su vida viendo novelas y leyendo noticias, exista una que lea media página de un libro de filosofía.
La cena terminó con una canción muy hermosa, que el estudiante nihilista interpretó para las señoras. Yo creo que la última cena del señor no me habría gustado tanto como la que tuvimos en aquella ocasión. Nuestros alcaldes, gobernadores y ministros se habrían aburrido, sin género de duda; pretenden ser ellos los hombres mejor instruidos, pero ni yo ni mis amigos cenamos nunca con semejantes tipos.
* Véase El hombre de los cuarenta escudos.
Texto © Anderson Benavides Prado
Fotografía © Jilbert Ebrahimi
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