Literatura Mundimagina Narrativa

MUNDIMAGINA II

Mundimagina II

Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii

Cero creyó escuchar un ruido que provenía del pasillo de fuera, pero solo imaginó salir a mirar y, alimentándose de su propia pereza, no lo hizo. En su cabeza detestaba a los Controladores; su simple aparición le provocaba dolor de oídos. Eran los que controlaban que no se dieran incidencias de las consideradas más leves. Aun teniendo el tamaño de un musirato de pared, su potencial persuasivo era infinitamente superior al que aparentaban poder tener a primera vista. Malditas máquinas. Se acercaban de una manera sutil y silenciosa a quien quisieran controlar; y primero le avisaban de su falta con un pitido corto.

―¡Vete a molestar a otra parte! ―le soltó a uno de ellos un día cuando se puso a su lado. Y señaló con el mentón a una mundimaginaria que caminaba―. Tan solo la estoy mirando, pero sin ocultas intenciones ni deseos o principios de fornimaginación. Máquina de mala imagimuerte.

Entonces, del orificio circular del frontal del Controlador salieron dos finos cables transmisores de ondas sonoras que se introdujeron a la par en sus orejas.

―¡¡¡Malamáquina!!!

Tal vez pudo haberse defendido, más no hubiera servido de nada y no le quedó otra que aceptar el castigo sin rechistar ni mostrar conducta u opinión contraria, no fuera el Controlador a insertarle las extensiones por algún otro lugar innombrable.

―El sonido que he escuchado ―fanfarroneó después ante sus compañeros de imaginacción―, ¡es verdaderamente fastidioso!, ¡irritante!, ¡una tortura! ¡No os podéis hacer una idea! Diría que es algo así como una mezcla de gritos chirriantes, agudos estridentes y tonos pasados de tono.

Las orejas se le pusieron bien tiesas al rememorar lo sucedido. De cualquier manera, lo cierto era que a partir de ese día prestó más atención a lo que pasaba a su alrededor.

No podía olvidar una ocasión, una sola, en que la actuación del Controlador de turno provocó la reacción contraria en clase, el alboroto generalizado. Creía recordar que podría tener cinco o seis años, o seis o siete; eso daba igual para fijar el hecho en sí. Lo importante era que las ganas de hablar en clase todavía no se las habían suprimido del todo y, de vez en cuando, los premaginarios alteraban en grupo el desarrollo de las clases. Habitualmente no pasaba a mayores, porque la sola presencia de aquellas cajas cuadradas bastaba para disuadir a los alumnos de cualquier intento de barullo, pero aquel día pudo ser por una cara graciosa, o por un gesto de burla, o por algo que hubiera pasado, lo que fuera y diera para comentar, que los premaginarios se giraron, unos hacia atrás y Cero solo hacia delante, para verse las caras sonrientes y compartir la travesura. El jaleo iba aumentando a cada carcajada, y tanto ellos como ellas se lo estaban pasando bien en vez de aplicarse al estudio, como por otra parte sabían que tenían que hacer.

Aunque esperada, la aparición del Controlador al principio fue ignorada. Algunos habían conseguido desacoplar un brazo de la sillamagina, y los gritos que se oían eran verdaderos gritos de desahogo infantil. El Controlador entonces eligió por azar un premaginario al que controlar.

―¡¡Parece que me tengas manía!! ―fue la respuesta de ese que bien pudo ser cualquiera, probablemente para no llorar―. ¡¡Me duelen las orejas!! ¡¡¡Me duelen las orejas!!!

Y no lloró; aunque pataleaba y chillaba.

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