Desasosiegos

Monsieur Tamalè (Parte III)

PARTE III.

I. La pandemia

Iba de paso por un pueblo cercano, en el que se decía que nadie había tosido por espacio de doscientos quince años. Las relaciones humanas, en aquella porción de tierra casi enteramente inhabitada, eran puras como el aire que la rodeaba. No sabía que mis pulmones pudiesen enfermarse apenas con ir allá a tratar de vender mis tamales, que al regresar a mi pueblo todos los que tuvieran contacto conmigo pudiesen infectarse, y que la vida, contradiciéndose a sí misma, me eligiera precisamente a mí para transmitir una enfermedad producida por un murciélago que se comió alguien en la China. Regresé yo, y todo cambió.

Un simple estornudo mío fue más que suficiente para que se me acusara de diseminar por ese y mil noventa y nueve pueblos más la peste, apenas en dos meses. La mujer del gobernador, que mis tamales jamás olió, fue la primera persona que por culpa suya tosió; su voz además se engrosó; su apetito sexual decayó; sus párpados, fijos y apagados, se cargaron de un color amoratado y por dos semanas no se cerraron para dejarle entrar el descanso a sus miembros cansados.

El consejero médico del departamento, hijo, nieto y sobrino de otros siete médicos, se vio obligado a sugerir el aislamiento inmediato de todo el pueblo. El propio ministro de salud, llevado siempre por el deseo de socorrer a los enfermos, envió un reclutamiento de pandemiólogos que estropearon por un lado lo que los médicos ya habían estropeado por el otro.

Durante los seis meses que estuvo el pueblo cerrado, ya que no podía seguir comerciando, me puse a leer la historia filosófica de Cándido -traducida al colombiano por un erudito cachaco-, donde se probaba que, evidentemente, todo iba bien en el mejor de los mundos posibles, y que por tanto era absolutamente improbable que la peste, el dengue, el sarampión, los piojos y las liendres entraran en la composición del universo viviente, de este universo hecho únicamente para los hombres y sus mujeres, reyes de los animales e imágenes de un Dios que todo lo puede, el cual los quiere bien, y al que se parecen como se parecen dos gotas de leche.

Leía en la historia de Cándido que el famoso doctor Pangloss había perdido un ojo y una oreja en el tratamiento de una enfermedad tan contagiosa como la que nos azotaba ahora.

–¡Caramba! -exclamé entonces- ¿Mi pueblo, mi pobre pueblo, quedará por culpa mía desorejado y tuerto?

–No -me dijo el consejero médico, tratando de consolarme-. Los franceses eran profundamente ignorantes, pero nosotros curamos rápidamente las enfermedades, apenas prohibiéndole al enfermo que salga a la calle a relacionarse con los demás mortales.

En efecto, por lógica precaución, los hombres fueron obligados a quedarse en sus casas viendo televisión, sacando una barriga de tres palmos de espesor, y muriendo en la miseria para no arriesgarse a morir de tos. Durante todo este tiempo, discutíamos así con el consejero médico -gran comedor de tamales, y por tanto frecuente visitante de mi lugar de aislamiento-:

–¿Es posible que la naturaleza haya sacado semejantes tormentos de las alas de un murciélago, que ese pequeño animal haya arruinado las tres cuartas partes de nuestro comercio, que hoy haya mayor riesgo en salir a la calle sin el rostro cubierto que en quedarse encerrado sin ganarse un peso? ¿Será verdad, para alivio nuestro, que esta peste poco a poco va desapareciendo, y que cada día dejará menos enfermos?

–Al contrario, se esparce cada día más por todo el globo terráqueo; se ha extendido hasta el círculo polar ártico; de ella se han infectado hasta los mismos jefes de Estado, hombres que nos son tan necesarios como los murciélagos asados.

–Dígame, por favor, ¿los animales sufren esa peste?

–No tienen ni esa peste, ni ninguna otra que pueda parecérsele.

–Me contaba hace unos días que había sido médico personal del embajador en la China. ¿Todavía hay peste en China?

–No. Allí solamente vive el hombre que se comió el murciélago, quien apenas se conformó con contagiar a cien mil habitantes de su pueblo, para que luego salieran de allí a toser al resto del hemisferio. Conocí a un chino que fue víctima de la enfermedad, pero ella no se arraigó mucho en su ciudad; por fortuna nadie se le acercó cuando tuvo deseos de estornudar. Por lo demás, hay muy pocas tiendas de murciélagos en aquella ciudad. Cada hombre come arroz y papas, dentro de su propia casa, por el gobierno guardada, por el gobierno vigilada, y por el gobierno diariamente fumigada e higienizada. Los suecos, en cambio, hacen de esa enfermedad muy poco caso, y no se molestan en prevenirse de sus terribles estragos.

–¿En qué época cree que esa plaga llegó a Europa y América?

–Cuando lo dicen la ciencia médica y la prensa: cuando algún chino se fue a estornudar y toser en las otras latitudes de la tierra. Las otras naciones, tan inocentes, no habían sido atacadas antes por ninguna otra peste, de la misma manera en que nunca transportaron enfermedad alguna de occidente a oriente. En Europa encontró la entrada por Italia y España, y por allí se extendió más rápido que por las demás naciones asiáticas, donde empezó a circular sólo hasta después de que en China fue erradicada. La razón es que en todos esos países las mujeres viven encerradas, en casas de las que sus maridos sacan las que les van siendo necesarias. Se puede ver, sólo con esto, con qué orden y método el mal se fue moviendo de pueblo en pueblo.

El parlamento italiano, siempre activo y a disposición del pueblo, fue el primero que dictó una sentencia contra ese mal que le llegó del extranjero. Decretó que todo ciudadano guardase estricto encierro, so pena de linchamiento popular y empalamiento; pero como para el linchamiento del infractor tenía que salir necesariamente el resto del pueblo, y como con ello estaría también desobedeciendo, la sentencia no tuvo más efecto que las que se dieron luego contra la llegada de ciudadanos extranjeros. Es cierto que, si se les hubiese amarrado, en lugar de creer que iban a quedarse encerrados, hoy no existiría un solo contagiado; pero en esto, por desgracia, no pensó nunca el parlamento italiano.

–¿Y no habrá ninguna forma de extirpar esta enfermedad tan contagiosa, que es el azote de América, Asia y Europa?

–Sólo hay un método, y es que todos los gobiernos se confederen entre ellos, como en tiempos de los reyes homéricos. Ciertamente, una expedición contra la peste sería mucho más provechosa que las que se hicieron antiguamente para recuperar a una mujer raptada voluntariamente. Estaría mucho mejor que se entendieran para derrotar al enemigo común del género humano, que estar continuamente ocupados en devastar la tierra y cubrirla con la sangre de sus hermanos, para arrancarles un poco de oro de las manos. Hablo contra mi provecho, pues realmente la guerra y los enfermos son mi fuente de ingresos; pero hay que ser hombre antes que médico.

De esta forma finalmente me formé, como se suele decir, en riqueza, en corazón y en fe. No heredé solamente de un tío indigente, que murió en esos seis meses, sino que, además, obtuve la herencia de un pariente lejano, que había sido propietario de una empresa de lavado de manos, y que había engordado a base de poner a dieta a los gérmenes y gusanos. Este hombre nunca se había casado, había sabido mantener su dinero bien lejos de los bancos, vivió como un desvergonzado y murió en un burdel de un paro cardíaco.

Me vi pues obligado a ir a Bogotá a recoger la herencia de mi familiar, pero me encontré con la dificultad de que el abogado de mi pariente se la quería quedar. Tuve la suerte de ganar el proceso, que apenas tardó treinta y siete meses, y la generosidad de darle al juez del caso, por conducto de mi abogado, parte de la riqueza que entre los tres habíamos ganado. Después me dispuse a satisfacer mi gran pasión: tener una biblioteca y un lugar para leerla sin ningún tipo de interrupción.

Leía desde la mañana hasta bien entrada la tarde, tomaba nota de las mejores frases, y en la noche preguntaba al maestro de escuela si Lilith era más bella o más fea que nuestra madre Eva; si el alma se encuentra en los testículos o en la cabeza; si Jesús estaba drogado cuando lo capturaron los romanos. Qué diferencia específica hay entre la traquetería y la actividad política. Y por qué a los grandes sabios de antaño casi siempre se les pinta el rostro de color blanco. Por otro lado, me propuse no inmiscuirme nunca en asuntos de Estado y no relacionarme jamás con literatos. El poeta del pueblo no me llamó más José, sino Monsieur Tamalè, que según él era mi nombre en francés. Los que antes de enriquecer me conocían, seguían rindiendo justicia a mi modestia y a mi alegría, cualidades que cultivé durante toda mi vida.

Mi hijo estaría pronto en edad de ir al colegio; pero quise que fuera al colegio en que enseñaba mi amigo el maestro, y no al de los monjes del convento, a causa de que allí escribían discursos violentos, y no está bien que en un colegio de monjes se escriban discursos como esos.

Mi señora me dio una hija muy hermosa, a la que espero educar para buena persona, puesto que las buenas personas, y más si son pensadoras, no dedican sus vidas a buscar cómo ir a casarse con algún patán de Norteamérica o Europa.

II. El infierno de Sócrates

Durante mi larga estancia en Bogotá, hubo allí una importante querella de orden intelectual. Se trataba de saber si Sócrates había sido un hombre bueno, si estaba en el infierno, en el purgatorio o en el limbo, esperando a que se le juzgara digno de ir o no al cielo. Todos los hombres honestos tomaron partido en favor de Sócrates, diciendo:

–Sócrates fue siempre justo, sobrio, tolerante y amigable. Es cierto que en el cielo no ocuparía un lugar tan bello como el del cruzado San Ernesto, pues tenemos que guardarnos de comparar a un simple ciudadano griego con el guía espiritual de nuestros ejércitos; pero ciertamente el alma de Sócrates no se encuentra en el infierno. Si está en el purgatorio, inmediatamente hay que sacarla; sólo hace falta pagar un par de misas para salvarla. Por otra parte, se debe respetar a una de las cabezas de la religión cristiana; no se le puede condenar a las viejas penas paganas.

Los adversarios de esta idea pretendían, por el contrario, que Sócrates no podía ocupar un lugar junto a los verdaderos santos cristianos; que había sido un pedófilo degenerado; que no esperó trescientos años a que llegara un enviado de Dios a bautizarlo; que había muerto sin arrepentirse de sus pecados; que hacía falta dar ejemplo a los demás paganos; que estaba muy bien condenarle al infierno para enseñarle a vivir a los demás filósofos de su pueblo, a los de China y Marruecos, a los de Egipto, de Turquía, de Rusia y del mar muerto, a los de Inglaterra, de Francia, de Alemania y de los otros pueblos europeos, a los norteamericanos y latinoamericanos, que no morían debidamente confesados, como no lo hizo nunca ningún socrático; y que, finalmente, constituía un oficio divinamente placentero emitir sentencias contra los filósofos muertos, cuando no se pueden emitir contra los que viven, por miedo a que nos arrastren con ellos al infierno.

Un magistrado, excelente ciudadano, invitó a los jefes de los dos bandos a compartir un pedazo de pavo. Era uno de los mejores hombres para invitar a cenar; su palabra era agradable y respetuosa, su risa no era en modo alguno bulliciosa; era honesto y abierto; no tenía nada de aquella clase de autoridad que quiere ahogar la opinión de los demás; la estimación de que gozaba se la debía a su manera de ir por la vida, a su natural alegría y a una fisonomía bonachona que era del todo persuasiva.

Hábilmente, condujo los primeros golpes que tenían preparados los dos bandos, cambiando la conversación y explicando algunos fiascos que había tenido en su labor como magistrado. Finalmente, cuando todos ya estaban borrachos, les hizo admitir que el alma de Sócrates debía estar en la isla de los bienaventurados, justo debajo del océano Atlántico, sin muchas ganas de que Dios o el diablo la llamaran a su lado.

Las almas de los disputantes volvieron a sus casas completamente en paz y completamente borrachas. Este acuerdo dio gran fama al magistrado, y cada vez que surgía un altercado, simple o complicado, entre hombres letrados o no letrados, se decía a los dos bandos:

–Señores, vayan a emborracharse a casa del señor magistrado.

III. Encuentro con un impresentable.

El ejemplo de ese noble hombre como mejor pude imité desde que a mi pueblo regresé. La reputación que adquirí de apagar las disputas ofreciendo suculentas cenas me proporcionó visitas malas y buenas. En una de esas un hombre raquítico, de triste aspecto físico, jorobado, cojo, con los ojos perdidos y el rostro cochino, fue a pedirme que ofreciera una cena con sus enemigos.

–¿Quiénes son sus enemigos, y quién es usted? -le pregunté-

–A mí, señor, se me toma por uno de esos groseros que escriben columnas de opinión, y que en ellas sólo opinan lo que a oídos de algún poderoso le suene mejor. Se me acusa de haber calumniado a hombres verdaderamente sabios, a esos que no escriben a cambio de un salario, a la poca gente honesta que todavía queda en este trabajo. Es cierto que, apurado por el hambre, a veces se me escapan pequeñas falsedades que se toman por verdades, descarríos en los que sólo creen los grandes ignorantes. Los hombres ilustrados consideran mi oficio como una mezcla horrorosa de lambonería y oportunismo. Dicen que, aunque engañe a algunos en su buena fe, soy el desprecio y la execración de los hombres que saben leer.

Mis enemigos son los hombres letrados, los escritores honrados, y en general los ciudadanos que valen o sirven para algo. Acaba de salir mi libro: “elogio periodístico de mis amigos políticos”. Yo sólo tenía buenas intenciones al publicarlo, pero ningún hombre educado ha querido comprarlo. Los que apenas lo han abierto, lo han lanzado al fuego, diciéndome que no solamente iba contra la historia del conocimiento, sino que, además, era malintencionado y deshonesto.

–Bueno -le dije cuando dejó sus lamentos-, imite a los que han despreciado su manifiesto, quémelo y que no se hable más de sus desaciertos. Alabo su buen sentido, pero no es posible que cene con esos hombres que no pueden ser sus enemigos, puesto que ninguno de ellos ha leído su libro.

–¿No podría, por lo menos, reconciliarme con el difunto señor Vallejo, a quien he ultrajado para ensalzar a un ministro de gobierno que lo dejó pobre a fuerza de cobrarle impuestos?

–¡Caramba! -exclamé-. Hace mucho tiempo que murió el señor Vallejo; vaya y cene con él en el infierno.

No existe un hombre tan rudo como yo cuando me encuentro en esta clase de situación. Me di cuenta de que aquel pícaro embustero sólo quería cenar con gentes de mérito para iniciar algún pleito, para ir a calumniarlos en algún libelo, para escribir en su periódico contra ellos, para imprimir nuevas falsedades y nuevos desaciertos. Lo expulsé de mi casa de la misma forma en que el señor Vallejo lo habría expulsado del infierno. A mí nadie iba a engañarme. De la misma forma en que aparecía sencillo y amable cuando era vendedor de tamales, me había convertido en un hombre desconfiado desde que empezara a conocer mejor a mis semejantes.


Texto © Anderson Benavides Prado
Fotografía © Ashkan Forouzani