Nos hemos vuelto atrás en tantas cosas. Nos volvimos santurrones, puritanos, medio fascistas. Nos encerramos en nuestros países, en nuestras aldeas, en nuestras doctrinas. Nos escandalizamos de todo y lo perseguimos todo. Nos volvemos ursulinas e implantamos una cursilería de acero que encierra el lenguaje, las actitudes, todo. Toda frescura y toda libertad se pierden. Las máquinas nos cosifican y nos hacen rutinarios y previsibles. Todos somos casi iguales y hacemos las mismas cosas. Y compramos dócilmente los artilugios cada media hora. Le llamamos progreso a esto y no cuestionamos nada. Y el mundo se vuelve cada día más fascista y más pijo.
Qué nostalgia recordar aquellos tiempos de Boris Vian, en los años cuarenta y cincuenta. A pesar de que acababan de salir de una guerra terrible (o quizás por eso) estaban llenos de vida, de rupturas e ilusiones. El jazz se lanzaba por toda Europa. El existencialismo en su versión más válida te decía que tenías que existir y dejarte de tantos conceptos. La imaginación y la travesura se instalaban por todas partes. Se cuestionaba todo y se discutía todo. Y la cultura saltaba de vida.
Qué nostalgia recordar a Boris Vian y aquellos días. Cuando con sus travesuras rompía toda solemnidad y lanzaba la imaginación más vibrante. Y todo le parecía posible y no se resignaba ante nada. Inventaba palabras e inventaba maneras de vivir y sorprendía continuamente. Hacía fuegos artificiales con las palabras y hacía que cada mañana en Saint Germain des Pres fuera una reinvención de la vida.
Cómo disfruté leyendo El lobo hombre en París cuando ese lobo iba por París provocando un estremecimiento y una trepidación que no había soñado ni Baudelaire. Lo leía en el Hotel Rivoli, un hotel para colgados como yo en París, mientras colocaba el queso de Camembert y el vino del Ródano en el balcón, pero ahora ya no existe y se ha convertido en un hotel pijo más. Cómo disfruté leyendo Guía de Saint Germain des Prés donde nos hablaba de todos los garitos de ese barrio, y de toda la vida subterránea de los pubs subterráneos, y de todas las noches musicales palpitantes, y de Juliette Greco, y de las locuras del jazz de aquellos tiempos cuando aún significaba tanto. Leyendo La hierba roja donde todo el mundo se descoyuntaba y los sentimientos encontraban otras formas de manifestarse, y las máquinas aún nos ilusionaban y no nos esclavizaban, y todo se transformaba rompiendo toda monotonía. Pero al final la vida era pasajera y la tragedia tomaba otra forma para vivirla y la mujer de amor flotante se moría. Leyendo Escupiré sobre vuestra tumba donde escupía con rabia sobre todos los prejuicios racistas e imaginaba una venganza feroz contra los prepotentes racistas de Estados Unidos.
Me acuerdo de una mujer en Madrid que siempre hablaba de Boris Vian, veía la literatura como algo ligero pero intenso, como la locura de las palabras que nos liberan de todo, aparecía fugazmente, llevaba una minifalda galáctica y decía que no usaba bragas. Tal vez era eso la literatura de Boris Vian, una literatura sensorial pero profunda, un jazz de las palabras, un infantilismo glorioso de la literatura. Y un vagar incesante por aquel Saint Germain des Prés donde él representaba el existencialismo jazzístico y se burlaba de Jean Sol Partre, lo parodiaba al mismo tiempo que lo homenajeaba de forma extraña.
Qué nostalgia de aquellos días en estos que nos encierran cada vez más, de aquellos días en que su literatura nos prometía todo, todas las aperturas y todas las vibraciones, todas las faltas de peso muerto (mucho antes de Vila Matas) y todas las melancolías sin almíbar. Qué nostalgia de aquellos días ahora que todo es políticamente correcto, que no queremos que Cenicienta olvide el zapato porque eso va contra no sé qué, que queremos peinar el lenguaje de Los tres cerditos, que queremos instaurara una cursilería feroz y una hipocresía implacable. Cuando vuelven los integrismos, y los países cerrados, y la imposibilidad de viajar, y el nunca mirar como los otros, y las inquisiciones más sofisticadas, y las nuevas mujeres con letra escarlata en el costado, y todas las mermeladas cansinas. En este mundo donde internet pretende volatilizarlo todo y las grandes compañías pretenden fabricarlo todo y comprarlo todo, incluidos nosotros.
Qué nostalgia de aquellos días en que la libertad sonaba bien, en que la gente quería romper, mientras ahora cada vez más todo el mundo se escandaliza de todo, repone el moralismo más lóbrego en todo. Ahora todo es rasgarse las vestiduras, pero enseguida se ponen otras para no quedar desnudos. Y otras vestiduras cada vez más ceñidas y apretadas. Porque la desnudez es inmoral y es casi un crimen.
Dónde te has metido Boris Vian, por qué no te reencarnas en alguien, por qué no tiras todas estas máquinas que nos aplastan y alejan de la vida, y te pones a tocar jazz otra vez, y abres un montón de pubs gamberros y subterráneos. Como para negar a Platón que decía que en las cavernas no veían nada, cuando en realidad en las cavernas lo veían todo y lo vivían todo sin esa tiranía de las ideas de afuera que se convierten en conceptos y nos aplastan a todos.
Qué nostalgia de Boris Vian en este fascismo creciente. Y este aburrimiento creciente. Cuando incluso la literatura se la dejamos a las máquinas y los programas. Y le llamamos progreso a eso. Vian inventaba máquinas pero eran máquinas traviesas que nos ayudaban y nos acompañaban. No estas máquinas aplastantes de ahora que pretenden eliminarnos y sustituirnos. Existió una vez Boris Vian. Sus libros lo rompían todo y expresaban todas las fantasías palpitantes. Su literatura alucinaba y hacía vivir.
Texto © Antonio Costa Gómez
Fotografía © Wikipedia
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