Literatura Mundimagina Narrativa

MUNDIMAGINA I

Diego López Ruiz nos presenta Mundimagina, un mundo donde no se piensa, sólo se imagina, y también una novela que ofrecemos por entregas cada semana a partir de hoy. ¡Disfrutadla!

En Mundimagina, solo se imagina…

Desde la estrecha ventana del salocio de su mundilugar Cero veía la lluvia caer pesadamente en gotas anchas y transparentes; y como estaba orientada hacia la Avenida, comprobó al mirar hacia abajo, y con cierta autocomplacencia, que la Avenida estaba completamente vacía, como siempre lo estaba cuando llovía o chispeaba siquiera ligero. Es por ello por lo que se dedicó una sonrisa mental a sí mismo, al haber acertado en su predicción más inmediata. Le gustaba jugar a imaginar un segundo antes lo que podría pasar un segundo después, imaginar en futuro y con otros lugares, fuesen cercanos o lejanos: llegar desde el pasado al presente era solo una cuestión de tiempo. Y, en este caso, al no estar mirando primero hacia la Avenida sino al cielo pudo imaginarse en la fracción de tiempo que tardó en girar el cuello para mirar hacia abajo y parpadear lo que estaría pasando en la calle en ese mismo instante en que por fin lo vio. Y lo cierto es que no había nadie, tal y como se había imaginado un parpadeo antes.

Realizando un leve encogimiento de hombros se rebajó el mérito: era uno de esos días fríos y desagradables en los que los mundimaginarios se resguardaban de la inofensiva agua en el Gran Salocio. ¡Cualquiera hubiera acertado! En cualquier caso, ver el cielo encapotado y gris provocaba en el mundimaginario Cero una amarga sensación de desasosiego, dándose en esas ocasiones a la ensoñación más melancólica y opresiva. E imaginó que en Mundimagina había cientos de edificios y no tan solo los que él conocía de toda la vida, entregándose en cuerpo y alma al silencio del momento para escucharse mejor y dejar así de imaginar.

En la penumbra su sombra se fundía con la oscuridad, aun siendo de día, y parecía que el tiempo se hubiera detenido. De haber podido caber por la ventana tal vez hubiera malimaginado que saltaba por ella. Aunque era una conducta del todo poco apropiada, Cero no se impuso límites esta vez y se dejó llevar por la corriente que surcaba dentro del caudal de sus imaginamientos, trasladando las ideas más tremebundas y perversas de lado a lado de su cabeza para formar entonces un malimaginamiento en toda regla. ¡A malimaginar!, se dijo: y usando para ello parte de la maldad oscura que guardaba en la reserva para contadas ocasiones, cuando quería cometer malas acciones, actos horrendos, crímenes sangrientos, mutilaciones horribles o incluso desmembramientos despiadados, visualizó que su cabeza se hacía añicos al golpearse violentamente contra el suelo, desparramándose los sesos por la Avenida y llenándose esta de sangre y vísceras.

Todos los mundimaginarios sin duda lo verían por las telediarias, que repetían incansablemente las imágenes una y otra vez para concienciar a la población de las funestas consecuencias del malimaginamiento incontrolado. Y dirían sin duda cosas del tipo:

―¡¡Vaya un terrible suceso!!

―¡Nadie se lo hubiera imaginado en su imaginación!

―¡Pobre mundimaginario!

―¿Cuál era su identificación?

―¡Tenía que gozar de una imaginación sorprendente!

―¡¡Malimaginó en exceso!!

―¿¿¿Podía haberle pasado a cualquiera???

―¡Fue un hecho reprobable, alocado, salvaje, desconcertante, inusual!; ¡una reacción extraña, aislada, irracional, individualizada, imprevisible, reaccionaria, disparatada, nunca siquiera malimaginada!

―¿Qué acción se le pudo representar en la cabeza antes de saltar?

―¿¿No era feliz en sus imaginamientos??

Como si no lo supiera… Imaginó, pero no sin cierta retranca, que al menos su bravuconada podría remover las entrañas de algún mundimaginario al que se le aparecería en sus peores pesadillas. Y chasqueó los dedos y después la lengua frotándola contra el paladar, produciendo un sonido gutural que le molestaba tanto como al resto y de ahí que lo hiciera a menudo. El malimaginamiento al menos le hizo sentirse algo mejor dentro de su estado habitual de dejadez, apatía y descontento, un reducto sentimental en el que se sentía a gusto porque le pertenecía a él solo y a nadie más.

Empezaba a plantearse que tal vez su vida no fuera la que querría estar viviendo, porque la veía ajena y desde fuera como un mero observador, aun perteneciéndole indudablemente por ir ligada a su propia existencia; en ningún caso le llenaba su interior, ni de experiencias ni como persona. La encontraba en cierto modo matizada hasta en los más nimios detalles, como si estuviera enfocada por alguien ajeno a él mismo. Y había llegado a una conclusión, suya y de él, única y privada: imaginaba que alguien le dirigía, a él y a todos los demás, enfocando sus pasos con fines invisibles que ocultaban verdades. Y esos pasos iban conformando lo que parecía ser su presente. Le resultaba increíble que aun siendo tan diferentes los mundimaginarios, indudablemente cada uno de ellos con unas propias e inmutables características orgánicas, fisionómicas y anatómicas diferenciales, todos pudieran ser en el fondo, y en las formas, la misma persona; y él uno más de entre ellos. Ciertamente, encontraba la vida que llevaba compartida en su simpleza con la del resto, siendo por ello que en los frecuentes momentos de análisis interior y constricción se obligaba a creer que en realidad todos eran sin duda diferentes, a fin de no sufrir más que lo justo y necesario y mantener a salvo, claro está, su propia cordura que razonaba en contrario.

En todo caso, en Mundimagina cada uno podía imaginar a su libre albedrío y hacerlo mejor o peor: los había que volaban hacia el pasado, el presente o el futuro, otros flotaban sobre aguas espumosas; también estaban los que buceaban en blanco mientras pintaban su alma en negro o en el color de la alegría; algunos deseaban cualquier cosa, el todo y la nada, juntos y a la vez, por siempre y ahora; a veces en algún lugar y a oscuras, o bajo la luz. Pero todos imaginaban sin prisa. Imaginar era el rasgo distintivo de la única especie que poblaba el mundo, y que Cero compartía con los demás desde su nacimiento, en un imaginamiento habitual que lo hundía en una leve depresión pasajera de no más de un par de minutos, cuando se convencía entonces a sí mismo que nada le diferenciaba en realidad de sus compicios; que todos eran iguales. Lo imaginaba, pesaroso y taciturno, mirando al infinito de su interior, tratando de justificarse en su diferencia para cambiar de opinión.

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