—¡Por hoy ya hemos terminado! ¿Te apetece salir a cenar, David?
—No me apetece ¡Está lloviendo otra vez! —dije irascible mirando por la ventana—. Y además hace frío, ¡odio este tiempo!
Mi abuelo de Chelsea había fallecido hacía unas dos semanas. Apenas lo conocía, lo visitábamos algunos veranos pero nunca nos quedábamos más del tiempo establecido. Mamá sabía que a su padre le gustaba estar solo y lo que había conseguido es que yo, su nieto, apenas lo conociera.
Desde su entierro, mis padres se habían encargado de ordenar su casa, tirar lo inservible, donar lo que pudiera ser útil y ver lo que podíamos llevarnos a nuestra casa de Valencia que era donde nosotros vivíamos. Yo era hijo único, y aunque solo tenía trece años, intentaba cooperar para que el proceso de despedida de las cosas de mi abuelo fuera lo más rápido posible. Sin embargo, lo que más me había maravillado en todo ese tiempo había sido la enorme biblioteca escondida en aquella casa vieja y ruinosa. Había tantos libros apiñados en esas estanterías que la luz, de los pocos días soleados de Londres, apenas podía traspasar las ventanas y entrar en esa habitación. Sí era cierto que los libros estaban llenos de polvo pero en todos ellos llamaba la atención el brillo del lomo. Cogí uno al azar y me encontré con uno de las primeras historias de Arthur Conan Doyle. Había oído hablar de Sherlock Holmes pero siempre lo había considerado como novelas viejas y aburridas que solo podían gustarle a mi abuelo o incluso a mis padres. Lo que no me podía imaginar es que solo me bastó una tarde para terminar Estudio en Escarlata. Animado por mi nuevo hobby, pasé las siguientes tardes encerrado allí mientras mis padres discutían con qué llevarse o no a nuestra casa de España, qué recuerdos querían mantener del viejo cascarrabias que había sido mi abuelo. Yo, desde la distancia, solo les aconsejé llevarnos algunos de los libros de la biblioteca.
—De acuerdo —puntualizó mi madre—. Pero de esa selección te encargas tú.
Así que durante esos largos días de lluvia que tanto me horrorizaban fui metiendo en cajas todos aquellos tomos que me llamaron la atención. Entre todos ellos me topé por casualidad con un curioso ejemplar de una tal Marianne North, tenía uno de los lomos más brillantes de la sala y decidí echarle un vistazo. Pasé las páginas nada interesado hasta que encontré una imagen en acuarela que me llamó la atención. Se trataba de una especie rara de flor blanca, todas muy juntas y con pétalos muy finos; en el centro había como una especie de capullos también blancos esperando a salir y formar parte de ese maravilloso y diferente ramo. Mire el pie de página donde ponía el nombre de esa planta tan exótica: Crinum northianum. Admiré la obra una vez más, nunca había sido un gran pintor ni un entendido del arte pero me gustó el nombre tan curioso de la pintura y lo metí en la caja correspondiente para llevárnoslo a casa.
Aquel verano de cajas y trastos inservibles de la casa del abuelo terminó y tuve que volver al colegio un curso más. Los primeros días servían de repaso de contenidos, pero esa vez la nueva maestra quiso hacer un juego algo más divertido. En círculo debíamos nombrar una lista de un determinado campo semántico, cada persona decía una palabra relacionada con ese campo y la persona a la que no se le ocurriera nada era eliminado. Empezamos con cosas sencillas relacionadas con el hogar; seguimos con los alimentos y terminamos con elementos, del tipo que fuera, que habíamos descubierto durante ese verano. Aunque en las vueltas de los dos primeros campos semánticos había sido descalificado muy pronto, en esta última solo quedábamos Carlos y yo. La visita a la casa de mi abuelo en Chelsea había hecho que descubriera aparatos y objetos tan antiguos que me ayudaron a desenvolverme con destreza en esa ocasión. Carlos ya estaba al límite de su imaginación, casi nada se le ocurría, empezaba a dudar y cuando fue mi turno recordé uno de los libros que había encontrado en la gran biblioteca:
—¡Crinum northianum! —grité.
Se hizo un silencio sepulcral, dejé a Carlos y al resto de la clase con la boca abierta y yo les respondí mostrando en mi cara un gesto de prepotencia indiscutible.
—¡Eso no existe! —espetó Carlos de malas formas.
—¡Menudo imbécil! ¿No sabes lo qué es?
La maestra enseguida paró el juego. Los insultos estaban prohibidos en clase, pero Carlos siempre había sido mi gran adversario y por una vez le había vencido, me dolía que lo pusiera en duda. La señorita se levantó dispuesta a mirar en internet y comprobar que no mentía.
—Te felicito, David. Has ganado esta última vuelta —sonreí triunfal a mi archienemigo—. Pero… —Aquello no indicaba nada bueno—. Has insultado a un compañero, así que voy a mandarte un trabajito sobre Marianne North —Carlos entonces me miró con una mueca de insuficiencia, al final él era el que había triunfado, como siempre.
—¿Quién es Marianne…? —pregunté intentando ignorar la cara de mi contrincante.
—¡Vaya, David! Me sorprende que no sepas que el nombre de la planta que has nombrado se debe a la gran Marianne North. Te vendrá bien el trabajo que te he mandado.
La clase tocó a su fin y ya en casa fui directo al ordenador a investigar sobre aquella señora de la que no me interesaba saber nada. Lo primero que me sorprendió de ella fue ver una de sus fotos, parecía una virgen entre la selva y quise saber por qué se encontraba allí y en esa postura. Supe entonces que había sido una gran naturalista y pintora inglesa que había vivido durante el siglo XIX. Cuando su padre murió, viajó a diferentes puntos del planeta, incluyendo Canadá, Estados Unidos, Brasil, La India, ¡incluso Japón! Yo era un fan de ese país y de su cultura; parecía que el interés hacia aquella señora iba incrementándose por minutos. Charles Darwin había sido su amigo, además había sido él el que le sugirió que expusiera sus pinturas y así lo hizo en el Real Jardín Botánico de Kew en Londres.
—¡Ahí estuve yo con el abuelo! —grité entusiasmado, recordando la visita que había hecho hacía dos veranos con él.
Me sorprendió que aquella mujer pintara esas maravillosas acuarelas a pesar de las adversidades que se describía en su biografía como el sol abrasador de la zona o las lluvias torrenciales para ponerse a pintarlas. Nada más que por eso se ganó toda mi admiración, yo nunca hubiera sido capaz, ¡y menos con lluvia!
A la mañana siguiente presenté el libro sobre Marianne North que me había llevado de la biblioteca de mi abuelo. Ese día me sentí la persona más inteligente de la clase. Expliqué sin dilación que la señora North había sido una auténtica pionera en viajar sola por países lejanos.
—¡Y no solo eso! Antes no se hacían tantas fotografías como hacemos ahora. Por lo que sus acuarelas de las zonas tan lejanas que visitó servía de guía para muchos ‹‹eruditos›› de la época —Mamá me había preparado muy bien para usar esa palabra—. Por lo que sus obras no solo aportaron un gran valor artístico sino también científico. Gracias a sus dibujos se podía tener la imagen de ciertas plantas que apenas eran accesibles a la humanidad y muchas de ellas fueron conocidas gracias a Marianne North, de ahí que le pusieran su nombre a algunas de ellas, como la Crinum northianum.
Todos aplaudieron y yo me sentí no solo orgulloso por mi exposición o porque esa vez había derrotado a Carlos de verdad, sino porque sentí por primera vez en mi vida un verdadero acercamiento con mi abuelo materno y sonreí completamente feliz por ello.
Texto © Mayte Salmerón
Fotografía © Wikipedia