Desasosiegos

Monsieur Tamalè (Parte II)

PARTE II.

I. El embarazo de mi mujer.

No encontrándome preparado y habiendo reunido el capital más grande que puede reunirse con la venta al menudeo de tamales, un día decidí casarme con una joven que de una noche para otra comenzó rápidamente a engordarse. Entonces busqué al maestro de escuela de la provincia y le pregunté si tendría un niño o una niña. Me respondió que eso sólo podían saberlo las parteras, pues él, con todo y lo maestro de escuela, no dominaba como ellas esos temas. Quise saber enseguida si mi hijo ya tenía alma o conciencia, a lo que respondió que eso no era de su incumbencia, y me mandó a preguntárselo al cura de la iglesia. No queriendo volver a tocar la puerta de semejante tipo, entonces le pregunté al maestro dónde estaba mi hijo:

–En una pequeña bolsa -me dijo- entre la vejiga y los intestinos.

–¡Oh, virgen santa! -exclamé con sorpresa-. El alma de mi hijo, puesta en medio de la orina y la mierda.

–Sí señor. Mejor cuna no ha tenido el alma de nuestro alcalde, aunque con esa misma cuna se viva dando semejantes aires.

–Ah, maestro querido. ¿Me podría decir alguna cosa sobre cómo es que uno se acuesta una noche retozando con su mujer tranquilo, y al día siguiente se levanta preocupado porque va a tener un hijo?

–No, amigo mío; pero, si quiere, puedo decirle lo que al respecto han imaginado los médicos, es decir, la manera en que es seguro que no se desarrolla un feto.

Nuestro respetadísimo colegio médico, en su excelente tratado sobre el nacimiento, dice que todo hombre es concebido en el mismo momento en que los fluidos del hombre y la mujer se unen por completo. Ni en un segundo más ni en un segundo menos.

Yo, encontrando esa teoría sumamente ridícula, no encontré, sin embargo, una forma de contradecirla, y mejor me enorgullecí de mi querida, al notar que reunía todas las condiciones médicas requeridas para obsequiarle al mundo una nueva vida.

–Estoy encantado con esta teoría -le dije entonces-, y no creo que haya lugar en ella para ninguna disputa.

–Sin duda. Aunque si la cuestión hubiese sido debatida entre monjes y curas, habría mucha sangre derramada y muchas mujeres acusadas de brujas; pero entre los médicos, por suerte, la paz se hace rápidamente; cada uno se acuesta con su mujer sin pensar en que sus espermatozoides van a empezar o a dejar de correr. Ninguna mujer embarazada, de hecho, piensa en ningún momento en cómo se opera ese misterio. De la misma manera en que usted envuelve sus tamales sin preocuparse de dónde vienen las hojas con que los pone en la mesa de los comensales.

–Sí que lo sé. Me lo dijeron hace mucho tiempo: es porque la providencia así lo ha dispuesto. Ahora me río mucho de lo que me han dicho. Salvo, por supuesto, de lo que digan los médicos y los maestros. Espero, pues, que tenga usted la bondad de seguirme instruyendo.

–¡Caramba! Pero si yo soy tan ignorante como cualquier otro habitante de este pueblo.

II. De los votos religiosos.

Cuando, pasado casi un año, me encontré con que era padre de un muchacho, comencé a creerme un hombre de alguna importancia para el Estado. Esperaba darle a mi país por lo menos cinco hombres que le sirvieran para algo. Ninguno de mis vecinos parecía capaz de hacer tan buenos hijos, y ninguna de sus mujeres parecía superar a la mía en el arte de parirlos. Debe ser porque ella había nacido en un convento de monjes robustos y ricos. A propósito de esto, un día le pregunté al maestro por qué esos señores habían acaparado tanto dinero.

–¿Son más útiles que yo a la patria?

–No, para nada.

–¿Sirven como yo para mantenerla poblada?

–No, a menos que se cuente a las criaturas que milagrosamente siembran las palomas en sus hermanas.

–¿Cultivan el campo? ¿Defienden al país cuando es atacado?

–No, pero rezan fervientemente a Dios por los soldados.

–Valiente gracia. ¿Y si yo rezo con ellos repartirán conmigo sus ganancias?

–No. Para eso debe graduarse como monje mendicante, y estar dispuesto a renunciar antes a todos sus deseos carnales.

–En eso sí que hacen un sacrificio considerable.

–No lo creo, puesto que muchos de ellos saben arreglárselas para ser padres, como lo eran todos los obispos de antes. Una vez que han probado el mundo y la libertad, difícilmente se vuelven a amarrar a las cadenas de la castidad. Pero aun así, y dígase lo que se diga, ese tipo de vida no debería despertar ninguna clase de envidia. Es una máxima bastante conocida la que dice que los religiosos son personas que se juntan sin conocerse, viven sin quererse y mueren sin extrañarse.

–¿Piensa, entonces, que se le haría un gran servicio al Estado si a todos ellos se les quitaran los hábitos?

–Ellos ganarían mucho, y el Estado, no tanto. Se le devolverían al país miles de zánganos que no saben desempeñar ningún trabajo, que han sacrificado la libertad de sus mejores años para dedicarse a perseguir al diablo; se arrojarían cadáveres a la industria de la nación: sería empeorar su mala situación. La tasa de desempleo sería mayor, y por consiguiente la economía sería peor. No. Es mejor que se sigan enriqueciendo con lo que le sobra al pueblo. ¿Qué haríamos si en lugar de cincuenta mil malos monjes tuviéramos cincuenta mil malos obreros? Se echarían a perder los trabajadores buenos, las empresas producirían menos y, con el paso del tiempo, la industria se acabaría y aumentaría el desempleo. Eso sin tomar en cuenta que, mientras más avance la ciencia, menos necesidad se tendrá de manos nuevas. Ciertamente, existen en los claustros muchos talentos sepultados perdidos para siempre para el Estado, pero es preferible dejarlos perder allí encerrados que mezclarlos con los que no sirven para desempeñar ningún trabajo. Creo que ya tenemos suficiente con la ignorancia y la barbarie de nuestro pueblo, como para aumentarla sacando de su encierro a cientos de ladrones y miles de limosneros.

–Así, ¿no es por amor a los clérigos por lo que desea seguirlos manteniendo? ¿Sólo es por el desprecio que siente hacia ellos? ¿Por amor al bienestar y al progreso de nuestros obreros? Yo pienso igual. Aunque no querría ni loco que mi hijo se hiciera religioso; y si yo supiera que habría de engendrar hijos para curas o monjas, no me acostaría nunca más con mi esposa.

–Y así pasaría a convertirse en cófrade de esos pobres desgraciados, que ahogan las semillas de su posteridad en sus manos.

–Vamos, señor, basta de los clérigos y de sus costumbres puercas, para su felicidad y la nuestra. Estoy harto de oír decir a mi vecino, padre de tres muchachas y dos pequeños, que no sabrá qué hacer con ellos si no los manda a un monasterio.

–A ese hombre, creo, le gustaría más llamar a su hijo padre reverendo que verlo cultivando algún suelo; quisiera verlo alimentándose a costa de los tontos y los necios antes que desempeñando algún trabajo honesto, pero no sabe que, deseándole eso, lo está condenando a vivir días desgraciados, llenos de enojo y de arrepentimiento.

–¿No se podría decir lo mismo del padre que quiere ver a su hijo enfundado en un uniforme de soldado?

–En cierto sentido. Aunque el soldado es casi siempre un buen campesino, que si de la guerra vuelve vivo lo hace para trabajar en adelante por su mujer y sus hijos. Pero un clérigo, en tanto clérigo, sólo sirve para llegar a viejo como limosnero.

–Y las muchachas señor, las muchachas, hijas de quienes apenas pueden alimentarlas, ¿qué han de hacer?

–Pues educarse para ayudar a sacar adelante sus hogares. Una muchacha trabajadora y educada será más útil para su casa que una monja que malgasta sus días tratando de convertirse en santa.

–Sí, sí, señor, le juro que mis hijas nunca se harán monjas. Aprenderán a trabajar, a pensar, a serle útiles a la sociedad, a gozar de absoluta libertad. Veo los votos religiosos como un insulto a la patria, a sí mismo y a los otros. Pero explíqueme, se lo ruego, cómo es que otro de mis vecinos, contradiciendo lo que hasta aquí hemos dicho, pretende que los clérigos son muy útiles al pueblo, puesto que lo alejan del demonio y los malos libros.

–Proposición rara la de su vecino. Seguro ha querido burlarse, pues sabe perfectamente que hasta ahora el demonio no ha escrito un solo libro. ¿Que hay millones de libros malos? De acuerdo. Pero precisamente por eso es que tenemos que leerlos: para aprender a reconocer los buenos, sin que ningún cura nos diga cómo hacerlo.

III. El rey de España

Hace unos días el maestro de escuela me vino a buscar, riendo de tal manera que por un momento alcancé a pensar que se había acabado de chiflar. Reía tan a gusto que me puse a reír yo también, aunque sin saber exactamente de qué. Me dijo que acababa de leer una noticia sobre cierto embajador, que enviaba a su país grandes sumas de dinero en nombre de nuestro señor gobernador, para pagar por la hospitalidad del rey español, que lo recibía frecuentemente en su mansión.

–No puede ser cierto -le dije yo-.

–La cosa es cierta -respondió de inmediato- pero, bien pensado, no hay razón para que riamos tanto. Pagamos al año alrededor de cinco mil millones en sobornos de este tipo y, después de dos siglos, le hemos pagado al rey del que nos independizamos casi el triple de lo que se llevó cuando estuvo aquí metido.

–¡Santo Dios! Cuántas veces lo que en tamales vendo yo. ¿Así, pues, ese rey nos subyuga desde hace dos siglos? ¿Es que nos impuso el deber de costearle eternamente sus vicios?

–En verdad, antes nos lo impuso de una manera más inhumana y brutal. Esto es solamente una bagatela en comparación con lo que se llevó hace tiempo de todas las poblaciones ricas de América.

Entonces me contó cómo era que se habían producido aquellos saqueos. Sabía mucho de historia, tanto de la más remota como de la más moderna, y por tanto encontraba siempre la manera de demostrarnos, a sus alumnos y a quienes no habíamos ido nunca a la escuela, que habíamos sido esclavos y todavía nos quedaba un poco de cadena. Habló durante mucho tiempo y con energía contra España y su monarquía, pero con un profundo respeto por la gente allí nacida. ¡Cómo veneraba a un señor de apellido Gracián! ¡Cómo les deseaba que vivieran eternamente en la mayor prosperidad, a fin de que no tuviesen que salir de su país nunca más a saquear a los demás!

Deseaba también que todos los pueblos pobres de América tuvieran lo suficiente para poder vivir con decencia:

–Es triste -decía- que un hombre esté obligado a madrugar a ponerle trampas a un pan. Es vergonzoso que tantos trabajadores sigan esclavizados por quienes se hacen llamar sus libertadores. El desgraciado campesino, que ha pagado ya cientos de veces el mismo impuesto, debería empezar a verlos como ve a quienes en otro tiempo saquearon y degollaron a su pueblo, como verdugos que lentamente le arrancan la poca carne que le queda bajo el pellejo. Debería saber muy bien que, entregándoles más de la mitad de lo que crece sobre su suelo, no hace sino darles más dinero para que vayan y lo malgasten en el extranjero. ¿Y qué le queda a él y a su familia? Las deudas, el hambre, el llanto, la penuria, el descorazonamiento, hasta que finalmente muere en la mayor desesperación y en el más profundo abatimiento.

Este hombre sin tacha se enternecía pronunciando tales palabras; se preocupaba por el bien público y amaba a su patria. ¡Qué nación sería la colombiana, si se condenara a la horca a todos los políticos que la desangran!


Texto © Anderson Benavides Prado
Fotografía © Juri Gianfrancesco


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