Desasosiegos

Monsieur Tamalè (Parte I)

campesino

Un tributo al señor Voltaire.

I.

Un hombre, de esos que siempre se quejan de su país y elogian los del norte, me decía un día:

–Amigo mío, Colombia no es tan rica como lo era en tiempos del general Rojas Pinilla. ¿Por qué? Porque la tierra no se explota de la misma forma; porque los hombres charlan más de lo que en realidad trabajan, y como es más fácil vivir de la carne de las vacas, nunca ganan nada al explotarla, y la dejan inutilizada.

–¿Y son esos los motivos de la escasez de manos que padece hoy el campo?

–Es que cualquiera que se cree un poco inteligente se desempeña hoy como opinador, como político de profesión, como burócrata de oficio, como especulador financiero, pastor de iglesia o modisto.
Porque las reformas agrarias han dejado un vacío muy grande en nuestra patria; porque la mendacidad y las misas no han sido nunca gravadas; porque cada cual, en cuanto que ha podido, ha separado la cultura del trabajo campesino, por el cual hemos nacido, pero que hemos convertido en el más ignominioso entre todos los oficios.
Otra causa de nuestra pobreza está en nuestra necesidad de vivir para los lujos y la cerveza. Hay que pagar a los comerciantes cientos de millones por una mercancía y doscientos más por otra, para destrozarnos el cerebro con unas sustancias que nos vienen de Norteamérica y Europa; la cerveza, el vodka, las drogas de laboratorio y las sintéticas nos cuestan miles de millones de renta. Todo esto no se conocía en tiempos del General Rojas Pinilla; o bueno, sí se conocía, pero casi no se consumía. Tomamos cien veces más cerveza, e importamos más de la mitad de la comida del extranjero, porque nosotros despreciamos a la tierra y a su obrero. Se ve ahora cien veces más de oro en las manos, en las orejas y en los cuellos de nuestros ciudadanos, del que se creía que existía bajo todo El Dorado.
Observe, sobre todo, que pagamos miles de millones al año por concepto de préstamos foráneos, y que nadie, entre tantos pésimos administradores que nos han gobernado, ha podido aligerar siquiera algo de este peso a nuestros Estados. Considere que nuestra corrupción ha agotado todas las riquezas que había debajo y encima de nuestra tierra, y que, con nuestras eternas disputas internas, nos hemos quedado sin educación, sin dinero, sin industria y sin buenas empresas.
Estas son, en parte, las causas de nuestra pobreza. La esconderemos con bailes y bromas provinciales: somos pobres alegres y amantes de los malos festivales. Existen banqueros, empresarios y narcotraficantes muy ricos; lo son también sus mujeres y sus hijos. Pero, en general, el país es miserable.

El razonamiento de este hombre, equivocado o acertado, me causó una profunda impresión, pues mis libros antiguos, de los que siempre he sido muy amigo, me enseñaron un poco de historia universal, por lo cual me he aficionado a pensar, cosa que es bastante rara en mi patria natal.

II. Destierro de Monsieur Tamalè

Estaría muy contento de tener una tierra que me sirviese para pasar mi vejez, si no fuera porque en mi país existe un ministerio de hacienda.

Aparecieron diversos decretos de hombres que, sin nada mejor en qué ocupar el tiempo, se dedican a ponerle impuestos a lo poco que por su trabajo recibe el obrero. El preámbulo de todos esos decretos dice que el poder del gobierno nace del derecho a quedarse con todo cuanto produce mi suelo, y que yo le debo, por lo menos, las tres cuartas partes de lo que en él devengo. Las dimensiones de la avaricia legislativa y ejecutiva me obligaron a empezar a temer por mi comida. ¡Qué sería si esta avaricia que preside la conducta de toda la clase política tomara lo poco que me ha dejado para ganarme la vida!

El ministerio decía, además, que no solo se tenían que tasar las tierras, sino también a las personas que dependían de ellas. Uno de sus funcionarios vino un día a mi casa a hablarme de la guerra; me pidió una cuota de tres cargas de café y siete bultos de panela que, en total, representaban casi todo lo que producía mi tierra, para sostener a nuestras fuerzas armadas en una guerra de la que yo ni sabía por qué era que se peleaba, y de la que en realidad pensaba que era más la miseria que sembraba que la seguridad que nos proporcionaba. Como en ese momento yo no tenía café, ni panela, ni el poco dinero que me pagaron por venderlos, me quitaron el título de mi predio, y costearon la guerra como mejor pudieron.

Cuando salí del terreno del que sacaba todo mi sustento, sin tener más alimento que la lluvia y el viento, encontré al hombre por el que había votado en las anteriores elecciones al congreso; tenía nueve guardaespaldas repartidos en tres carros nuevos, a los que supuse que mi trabajo también les ayudaba a pagar el sueldo. Su amante, a quien también ayudaba yo a pagarle las joyas y el maquillaje, iba un par de pasos más adelante; la conocía de tiempo antes, cuando iba a mi casa con su querido a extorsionarme. Fue ella quien me dijo, quizá para consolarme, que mi tierra quedaba en manos absolutamente confiables, y que podía estar seguro de que con ella ayudaría a ganarle la guerra a los bandidos y criminales.

–Bueno, al menos le dio algo al Estado para sostener esta larga guerra que tanto le ha costado.

–¡Contribuir yo a las guerras del Estado! No me haga reír, paisano; mi tierra, con la que según usted ayudé al Estado, todavía se la debo a un banco; ahora no poseo de ella ni un solo palmo, pero aun así he de pagársela en su totalidad a ese banco, que debería cobrarle la deuda al Estado; o al congresista y a la mujer que con ella se quedaron. ¿No ve, por otra parte, que si el ministerio me exige que le pague es porque también quiere robarme? Pues si no tengo tierra tampoco debería estar obligado a tributarle, tanto más cuanto que ellos mismos se quedaron con mi café, mis panelas, mis ahuyamas y mis platanales, y a cambio suyo no me dieron más que un permiso para empezar a traficar tamales. Comprenda que sería injusto volverme a pedir dinero por el derecho a usar algo que ya no tengo. ¡Qué horror! Que pague, amigo mío, quien me privó de una tierra cultivable y me puso a vender tamales en la calle.

III. Aventura con un semi cura.

Me encontraba frente a un monasterio magnífico. Estaba que me moría de hambre, pues el ministerio se había dado mañas para arrebatarme lo poco que había ganado con los tamales; pero cuando me di cuenta de que el monasterio era de los hermanos franciscanos, concebí la idea y la esperanza de que estaba salvado.

–Puesto que estos santos -me dije- son tan humildes que no se preocupan ni por su calzado, serán también caritativos y ayudarán a los necesitados.

Llamé a la puerta y salió uno magníficamente ataviado y maquillado:

–¿Qué quieres, hijo del diablo?

–Algo de comer, reverendo hermano. Un ministro y un senador me han atracado.

–Acá recibimos limosna, no la damos.

–¡Cómo! Su maestro les ordenó socorrer a sus hermanos, ¿y le niegan la comida a quien de ella está más necesitado?

–Es verdad que nuestro maestro nos ordenó socorrer a nuestros hermanos, lo que ya de por sí constituye un enorme gasto; pero nadie nos ordenó socorrer a los hijos del diablo, y si acaso alguien nos lo ordenara, renunciaríamos a nuestros votos de inmediato.

–¡Ah! ¿Me dejan morir de hambre, mientras viven con semejante lujo y magnificencia? Ojalá el ministro venga pronto a saldarles cuentas.

–Dios nos guarde de estar obligados a pagarle. Sólo el producto de la tierra trabajada por el campesino, bañada con sus lágrimas y endurecida con sus quejidos, debe pagarle tributo a la ambición del señor ministro. Las limosnas que nos dan las viejas nos han permitido edificar nuestros conventos y nuestras iglesias, pero como esas limosnas no provienen directamente de ellas, sino de los frutos producidos por la tierra, no deben pagar de nuevo una vez aquí se quedan: han santificado a los creyentes, que se han empobrecido para levantar estas paredes, y por eso nosotros continuamos bendiciéndoles y pidiéndoles, para santificarlos aún más y hacerlos todavía más fieles.

Habiendo dicho esto, cerró la puerta y me volvió a condenar al infierno.

Luego pasé ante un grupo de jóvenes anarquistas; les conté mi aventura con el semi cura: me dieron de comer y me reunieron una pequeña suma. Uno propuso quemar el convento y moler a palos al monje, pero otro más prudente le demostró que la anarquía contaba ya con una fuerza suficiente para quemar monasterios, pero no para golpear monjes, y le rogó esperar a que llegara el momento para dar ese golpe.

IV. Audiencia con el alcalde.

Iba yo con mi olla de tamales, a presentarme ante el señor alcalde, que ese día hacía una de sus asambleas comunales. Su oficina, no obstante, estaba llena de gente de todas las clases. Había, sobre todo, caras más risueñas, panzas más repletas y miradas más estrechas que las de las personas que se habían quedado afuera, y que no habían madrugado lo suficiente como para que el señor alcalde las recibiera en audiencia. No osaba acercarme, por temor a ensuciarles sus ropas con el sudor de mis tamales.

Un reconocido narco, extorsionador debidamente carnetizado, iba a quejarse de los comerciantes honrados, porque no le pagaban dentro de los plazos por él estipulados. Él tenía ya más capital que aquellos de los que se pretendía quejar y, además, cuando quisiera los podía matar. Pero pretendía que sus víctimas, aun estando al día en todas las cuotas que por el derecho a trabajar les exigía, le debían por dejarlas seguir con vida, así para ellas -y para él mismo- constituyera la misma ruina.

–Como su vida -decía- sigue estando en mis manos, pido que por ella me paguen todos estos bellacos.

El alcalde le dijo:

–Puedo dar fe del progreso que le ha traído su oficio a este pueblo.

Un comerciante, muy inteligente y muy tonto para arriesgarse a reclamarle, le contestó entonces:

–Ilustrísimo alcalde, los comerciantes de este pueblo no podemos pagar lo que tan justamente nos está exigiendo el señor traqueto porque, habiéndonos hecho pagar este año más de la mitad de lo que nos ha dejado nuestro comercio, y habiéndonos condenado a quedarnos casi sin ingresos, la verdad es que ya nos da lo mismo que nos cuente entre sus vivos o entre sus muertos. He hecho vender hasta los muebles de mi casa para pagarle, y aun así hoy le debo más que antes. Me opongo pues a las pretensiones del reverendo traqueto.

–Tiene razón en quejarse – dijo el alcalde- pero no por ello debe dejar de pagarle a este buen traficante. En verdad, es él quien le da a este pueblo seguridad, y lo que pide no es nada si se sopesa con el hecho de que gracias a eso podemos trabajar con absoluta tranquilidad.

Un tercero, dueño y señor de varios predios, de los que venturosamente se había convertido en heredero, aun sin haber tenido trato alguno con el muerto, esperaba que se le reconociera como legítimo poseedor de los bienes de un humilde jornalero, el cual, sin saberlo, había firmado un documento en que desheredaba a su familia en beneficio del que nombraba su testaferro tanto en la tierra como en el cielo.

El alcalde encontró las demandas del testaferro tan justas y ajustadas al derecho como las del traqueto.

Un cuarto, que era notario, presentó un nuevo reclamo, en el cual se justificaba por haber reducido a la indigencia a uno de sus hermanos. Ambos habían heredado un pequeño terreno que sus padres les habían dejado, pero aún tenían que pagar lo que valía el registro notarial del traspaso. El notario le había probado generosamente a su hermano que nunca apreció lo que sus padres le habían asignado, que no apareció el día que él mismo fijó para el traspaso y que, por tanto, su parte había ido a parar a la beneficencia del Estado, que luego la subastó y por fortuna quedó en sus manos. El hermano, juzgándose robado, lo amenazó y por ello fue encarcelado, y así dejó de mendigar el pan diario para pasar a recibirlo sin gastarse un solo centavo.

El alcalde, luego de reflexionar un rato, dijo en voz baja a uno de sus lacayos:

–Tendríamos que quitarles la herencia a ambos, pero nos quedaríamos sin notario; y no es todavía el momento de dejar al pueblo sin notarios y abogados, que sin sus cuidados no tendría cómo vivir en este mundo de malvados.

Unos hombres de ciencia le propusieron crear un impuesto sobre la inteligencia:

–Todos -decían- pagarán, nadie querrá que lo llamen ignorante.

–Los declaro -les dijo el alcalde- exentos de ese impuesto de acá en adelante.

Otro propuso crear un impuesto sobre la risa y el baile, atendiendo a que la nación era la más feliz del mundo y a que sus bailes la consolaban de todos sus males; pero el alcalde observó que, con tal de no pagar el impuesto, el pueblo no volvería a bailar y se volvería demasiado serio.

Un sabio ofreció educar mejor al pueblo, haciéndole pagar al Estado tres veces menos. El alcalde mandó que lo llevaran preso.

Por último, llegó un funcionario que representaba a la autoridad ejecutiva de nuestras tierras, es decir, al ministerio de hacienda, a llevarse lo que horas atrás nos habían cobrado por no permitirnos hablar en la audiencia. En él reconocí al hombre que me había quitado el título de mis pastizales, el que me arrojó a la calle a vender tamales. Me arrojé pues a los pies del señor alcalde y le rogué que me devolvieran mis pertenencias; me escuchó con suma cortesía, se desternilló de risa y dijo que hiciera algo productivo con mi vida. Ordenó a sus secuaces, no obstante, que me compraran algunos tamales y me libró de la multa que según él debería cobrarme por venderlos en la calle. Le dije:

–Señor alcalde, Dios lo bendiga y le pague.


Texto © Anderson Benavides Prado
Fotografía © Phoenix Han