Literatura Narrativa Serie - Hablemos de ellas

Las trotamundas decimonónicas (parte I): Isabel Bird.

Isabel Bird

Aún recuerdo la primera imagen que tuve de ella: bajaba por la trampilla del barco que había atracado en Hakodate con un vestido largo, azul oscuro y de tweed, perfecto para resguardarse tanto del frío como del calor. En ese verano de 1878, ella era nuestra nueva atracción y yo un niño más de todos los que esperaban su llegada.

Isabel Bird había estado viajando por todo Japón durante meses. Había llegado en primer lugar a Tokio y a través del ferrocarril a Yokohama, una vez que se despidió de esta ciudad del sur, marchó hacia Nikko. Años después descubrí que ese lugar se convirtió en uno de sus favoritos de todos los que visitó en su larga vida, lo calificó como un paraíso; aunque tampoco le pasó desapercibido nuestra costa al norte del archipiélago Nipón, junto a las montañas del Yezo.

Una vez en tierra, Isabel Bird miró a todos lados, esperaba que alguien le ayudara con su equipaje. Fui yo, un chaval entonces de tan solo doce años —con pantalones bombachos, camisa raída y estropeada por el uso diario— el único que se atrevió a acercarse; la presencia de una mujer occidental por nuestra tierra no era algo común, de ahí que todos los presentes estuviéramos expectante por ver a esa dama. Me miró sobrecogida y me señaló con simpatía todo lo que llevaba a cuestas. Yo apenas sabía lo que era la mitad de las cosas: una almohada hinchable, una mosquitera, una bañera de goma, una silla de montar y sobre todo, muchos libros y cuadernos para escribir y dibujar. Sabíamos que la señora Bird estaba allí para continuar con sus diarios de viaje, era escritora además de exploradora.

Ese día yo había salido a pescar de madrugada con mi padre pero me sentía con la suficiente energía para acompañar a la recién llegada y cargar con todas sus pertenencias para llevárselas a la residencia en la que se instalaría durante su breve visita. En cambio, ella, después de haber navegado durante catorce horas mostraba una voz cansada y apagada, además de un constante movimiento de la mano hacia el pecho; más adelante supe que Isabel Bird siempre había sido una persona frágil de salud tanto física como mental y parecía que lo único que conseguía hacerle sentir mejor era viajar. Aun así una breve sonrisa se dibujó en sus labios cuando me despedí de ella en su idioma y salí de aquel lugar como la persona más feliz del mundo. Sabía que cuando les contara a los vecinos lo que había pasado esa tarde se morirían de envidia.

A partir de entonces todos los ciudadanos íbamos a la puerta de la residencia por si podíamos servirle de ayuda a la mujer inglesa, pero sus ojos siempre se fijaban en mí para pedirme a continuación que la acompañara a visitar las zonas más cercanas. Esa semana pedí a padre que no me llevara a trabajar en la barca y aceptó, aunque de mala gana. A lo largo de esos cortos días descubrí que Isabel siempre llevaba debajo de sus amplios vestidos largos unos pantalones que le pudieran ayudar mejor a realizar sus caminatas y sus paseos a caballo, si eso fuera necesario. Me percaté entonces de que nuestra región era todavía desconocida por los europeos en general, casi ningún extranjero la había explorado, de ahí que la señorita Bird quisiera informar a toda la humanidad de nuestra riqueza territorial mediante sus libros. Ella buscaba conocer la realidad local, así que gracias a su condición femenina podía acceder al ámbito doméstico de los poblados sin preocupación, aprendiendo de la auténtica cultura japonesa y admirándola desde la fascinación.

El día de la despedida, cargué de nuevo con todo su equipaje más algunos objetos que muchos de los japoneses le habían entregado con gratitud.

Su adiós fue breve pero tierno. Yo, que había aprendido algunas expresiones en inglés durante su estancia, me lancé a agradecerle su compañía, pero ella me paró en seco y me entregó un dibujo donde aparecía la bahía de Hakodate y una única persona sentada esperando un barco, era yo. En él, yo vestía con mi ropa de siempre, además en las manos tenía un libro y en la cabeza una especie de nube que representaba todo lo que habíamos visto juntos en nuestras excursiones. Supe al instante que debía aprender inglés, puesto que si en sus obras había dibujos tan bonitos como aquel, era mi obligación leerlas.

—Prometo que algún día leeré su libro —le dije en mi idioma. Ella sin entender me lanzó su última sonrisa.

Tras ello subió al vapor que le llevaría a la siguiente ciudad y ya nunca más la vi. Solo supe que años después volvió a visitar Japón y tras su vuelta a Inglaterra la admitieron en la Real Sociedad Geográfica de Londres, convirtiéndose así en la primera mujer en formar parte de ella.

Hoy es 1 de septiembre de 1910 y me encuentro en Dean Cementery frente a la tumba de Isabel Bird. Hace seis años que ha muerto pero no había podido llegar antes hasta allí. Tengo tantas cosas que agradecerle a esta mujer que me siento un pasmarote aquí de pie únicamente mirando su tumba y sin saber qué decir.

Por supuesto, después de muchos años, pude leerme su libro Japón inexplorado donde habló de mi país, de su idolatría a la naturaleza pero también fue sincera en hablar de la suciedad que lo envolvía. Describía nuestra zona como un sitio misterioso, lleno de secretos que ni siquiera los propios japoneses conocíamos en profundidad. Se explayó contando las principales características de la cultura de los ainus. Una tribu con unas costumbres muy diferentes a las del resto de los japoneses pero que maravillaron a la señora Bird, empezando por sus chozas construidas a base de cañas, hasta la vestimenta tradicional de hombres y mujeres. Fui yo precisamente el que la llevé hasta allí.

Con su partida, la señora Bird se convirtió en alguien muy importante en mi vida, no solo porque figuré como uno de los personajes en su libro sino por su siempre incansable interés por los más desfavorecidos. Todos los beneficios que obtuvo con sus libros los dispuso para ayudar a los que más lo necesitaban, como fue en el caso de mi familia, que aprovechó lo que la señora inglesa nos ofrecía para costear mi estancia en un país de occidente. Desde que había conocido a Isabel, mi sueño había sido estudiar literatura y así lo hice en una de las universidades inglesas más prestigiosas, de manera que pude comenzar una nueva vida. Ahora tengo una familia, un buen sueldo, una buena ropa y soy feliz. Y todo gracias a esta mujer única, independiente, valiente, capaz de viajar sola a países tan lejanos y nada menos que durante el siglo XIX.


Texto © Mayte Salmerón Almela
Fotografía tomada de la web


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