Literatura Narrativa

Esperando en el sofá, por Juan Carlos Vásquez

Esperando en el sofá, por Juan Carlos Vásquez

Se recostó a esperar, desde la ventana podrá ver todos los atardeceres, no le importan las mañanas ni las noches, solo los atardeceres. Callado, sabe que los pagos que le adeuda el estado están por llegar. Revisa la cuenta bancaria los últimos días de cada mes, la mirada fija en la línea de números, si una vez finalizado el treinta no comprueba el ingreso suele alterarse. Al principio tenía fe, ahora empieza a perderla, uno, dos, tres, cuatro meses empiezan a ser demasiado. Pasa largo rato sentado, imaginándose su propia suerte en la oscuridad de la noche. Completamente excitado, con dinero en los bolsillos, lo primero que haría sería comprar cigarros. Sentado, acostado, sentándose. Varía en sus posiciones por cansancio. Reposa en el más enojoso y humillante olvido. Contribuye a su irresistible ascensión a la comedia con un espejo que le muestra la exagerada delgadez de su cuerpo.

La rutina le produce hastío, dormir, despertarse, las ducha, la radio, ver tele, volver al sofá entre intervalos. El sofá hundiéndose y de tanto hundirse rompiéndose… está incómodo. Le gustaría salir, dar una vuelta, comprar algo, pero no tiene dinero. De repente, escucha un sonido de chirrido o crujido en el interior del sofá cuando se gira hacia un área determinada. Ese es el sonido de los resortes que se desplazan contra otros resortes metálicos. Mira el techo sin casi moverse, blanco, con algunas grietas y humedades. Está cansado de pensar, de tener esperanza, de escuchar que todo saldrá bien, porque no tiene la certeza, porque todo podría salir mal. No hay un número telefónico, no hay una dirección de correo, nadie puede informarle al respecto.

Y un resorte se rompe y no tarda en sobresalir hacia arriba de la superficie perforándole la espalda. Se alza para verse al espejo, una pequeña línea de sangre desciende, busca cojines y almohadas para cubrir el desperfecto y vuelve a acostarse… Está de lado, con un brazo bajo la cabeza, se estira, se contrae, tiene ganas de tener suerte. Hace un recordatorio incisivo y para ¿cuánto tiempo más? Ve la cuenta y no han depositado. Ya es lo suficientemente absurdo como para usar lo que no le hubiese gustado haber usado. Abre el armario, busca en el cajón y saca el Valium, diez miligramos para empezar. La atenuación de los sonidos es inmediata, ya no relaciona cada ruido con las ventanas y la puerta. Café para despertar, Valium para dormirse y relajarse… y seis meses suman al vencerse otro plazo. Cierra el ordenador, se dedica a recordar cincuenta y tantos años de episodios. Hace tanto que no escucha su voz, que nadie lo llama y que él no llama a nadie. Viaja por la casa, observa las sillas, la cama, una mesita, el armario y el sofá bajo una nueva luz y redescubre cualidades en los objetos. Admira la elegancia de la confección, rememora las horas que pasó recostado. Aprecia el complejo elemento del mobiliario, se enorgullece de las sabanas que lo han cubierto. Muchos le dirían que saliera, pero le aterra la calle después de haber estado tanto en la calle. Vuelve a revisar el estado de su cuenta bancaria y nada. No hay trenes, no hay taxis, solo un autobús en la mañana, demasiado temprano para ir a ninguna parte desde esa parte desconocida del valle.

Vuelve a escuchar a su otra parte machacando en su cerebro con ese: «Ten calma, ten calma» y, «cerrando la primavera llega el verano, el calor supremo». Nada que hacer, va y viene por el pequeño pasillo desde el salón a la habitación del sofá y tirándose de forma brusca se acuesta, otro extremo de resorte atraviesa la cubierta, por lo que retira la tela que cubre el apoyo para arrancar las grapas sin dañar el tejido. Así podrás reutilizar la tela. Intenta reemplazarlos, encajarlos; encuentra uno de los resortes dañados, sí, está suelto. Aprieta el clip de sujeción a la base con un taladro. Le falta el aire por la sofocación y se desnuda para bañarse. Se frota con el cepillo más duro de pies a cabeza, se ralentiza en sus acciones y casi se duerme sintiendo algo especial por lo antiguo, al sofá viejo, a lo auténtico, al objeto «de estilo», a lo rústico, a lo artesanal, a lo hecho a mano. ¿De dónde viene esa suerte de fenómeno de aculturación?

Coloca una cubierta en el sofá con una pistola de grapas después de meter un relleno, el hundimiento debe desaparecer pero al acostarse escucha la fricción multiplicarse hasta romper simultáneamente los círculos que amortiguan su peso y se disparan hacia arriba. Una vez más hacer para nada, pensarlo todo, esperar, hasta verse atrapado por un amasijo de alambres, a través de la barriga, de un brazo, en ambas piernas. No puede despegarse de lo que en pocos minutos se convirtió en una trampa. Sangra a borbotones, mientras más se mueve más se enzarza en una disputa perdida, mientras la mancha húmeda de su saliva baja por las mejillas, intenta avisar pero no le salen las palabras. La habitación estaba a oscuras, pero el espejo del lavabo reflejaba el resplandor de la luna de la ventana. El espejo estaba decorado con azulejos de color gris y azul cobalto que formaban intrincados dibujos. Treinta y cuatro años de trabajo, el calendario, la edad, la más larga de las esperas. Notó una sensación de ardor por debajo de la cintura. Levantó la cabeza para ver el día y comprobar si el dinero había llegado, una vez más, otra vez, descabelladamente repetitivo, y el esfuerzo le hizo sentir un fuerte pinchazo en la ingle… un calambre en las piernas, mientras pasaban las horas, las largas horas, y desangrándose murió.

Un mes después llegó el pago, retroactivo, una cantidad significativa. El estado de inmediato embargó la parte correspondiente a la deuda del crematorio, impuestos, impagos del pasado. Tuvo días esperanzadores, tuvo sueños y ganas de volver a empezar. El primer instante en que asimiló el dolor de los hierros transcurría el cuarto mes. El dolor era una señal que aprendió a soportar, abría los ojos… Demasiado sobre el sofá, día tras día, semana tras semana, mes tras mes, pensando, boca arriba, boca abajo, del lado izquierdo o derecho. Dopado para no sucumbir ante el histerismo mientras se iba hundiendo. Todo lo probable pasó por su cabeza y se agotó al entregarse a los sucesivos cortes propios de un resorte roto y filoso, que se elevó abriéndose paso mientras iba cercenando entre circunferencias.

 

Juan Carlos VasquezJuan Carlos Vásquez nació en Valencia, Venezuela. Se trasladó a la Florida en 1999. Desde entonces ha vivido en Tampa Bay, San Francisco, Nueva York, y en otras ciudades de España. Ha publicado el libro de relatos Pedazos de familia (Ediciones Estival, 2000). Textos suyos han aparecido en diversos volúmenes colectivos y antologías. Obtuvo distinciones en el Concurso de Poesía Pro lingüístico y Multimedia Premio Nosside (Calabria, Italia) Edición 2006 y 2007. Finalista del concurso de Microrrelatos Guka (Buenos Aires, 2018). Formó parte del grupo cultural «Spanic Attack», fundado en El Bronx en 2004. Actualmente reside en Barcelona.

Texto © Juan Carlos Vásquez
Fotografía © Andrew Neel en Unsplash


 

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