Sanando de un verano con tintes traumáticos, viendo las cosas con distancia y desde una nave absolutamente imperfecta, al habla la Capitana Yohana Recio.
He atrapado los rayos de la luna el primer día del otoño, grité al mar pidiendo que la sal me curara las heridas y supliqué a las estrellas, desde un punto muy alto, que las personas dejaran de consumirse.
Y todo esto lo hice en la Tierra: mi hogar. Dejé la nave aparcada cerca de un riachuelo para poder encontrarla a la vuelta.
Así es. He estado en la Tierra un tiempo, a pesar de las catástrofes que la asolan estos días. Suelo ir de visita. En esta ocasión, la visita ha sido para intentar hilvanar los restos de mi misma que se habían quedado suspendidos en el espacio. Como si un torpedo emocional gigante hubiese atravesado las capas más finas de mi ser por dentro y estas hubiesen estallado en mil pedazos de recuerdos y dolor.
Sí, doctor, hay que operar.
Normalmente cuando te estalla una bomba no lo notas mucho, solo que algo está pasando y bueno, sobrevives porque estás preparado biológicamente para ello, pero… ¿qué viene después?
Después viene el vacío. La nada intentando volver a una realidad perdida y que la vida continúa como si no te hubiesen arrancado un pedazo de ti, o al menos, un pedazo de lo que solías ser tú hasta hacía unos segundos.
Unos segundos que se han quedado estancados en algún punto de una red eléctrica muy sabia que recorre el interior de tu esencia. Es justo ahí donde duele. Después de la explosión, miles de seres diminutos, con nombres muy bonitos, hacen la función de querubines milenarios: protegerte.
Gracias a eso sigues respirando, sigues viviendo y trabajando, quedas con amigos y sonríes. Evitas hablar de esos segundos porque ya se te están olvidando.
«Ya pasó, cariño. Ya pasó».
En un momento dado, más adelante en el tiempo, los querubines empiezan a resquebrajarse. A ver, es normal, no se puede esconder una mentira para siempre. Y entonces te duele aquí y allí y te cansas, y suspiras. El corazón va rápido y un dolor agudo en el pecho y en la boca del estómago te acecha en unas noches muy largas, llenas de pesadillas relacionadas con unos segundos que se quedaron estancados y que ya no sabes ni dónde los has puesto.
Y ahora, en mitad de una madrugada estrellada, con una luna embarazada y con las olas del mar meciéndote en la vigilia, puedes preguntarte: ¿qué ha pasado?
Ahora duele todo por fuera, porque por dentro ya no se puede chillar más. Los querubines siguen intentando esconder esos segundos de dolor para proteger tu alma, pero las sombras… ¡ay, las sombras! La noche siempre viene tras el día y trae una bandeja rebosante de verdades rellenas de dolor que nadie quiere mirar.
Pero si no te asomas te quedas bloqueado.
El bloqueo puede durar eternamente. El tiempo no, fijaros. El tiempo pasa y ya está. Sin más. El bloqueo puede atravesar generaciones enteras detonando almas por dentro, almas inocentes que nacen heridas con la sangre de sus antepasados.
Y nos seguimos preguntando: «¿existe el mal? ¿Son las sombras? ¿Qué hago para que no me siga doliendo…? Que desaparezca por favor, que se vaya. No lo soporto».
Y es entonces cuando atrapas los rayos de la luna el primer día del otoño, gritas al mar pidiendo que la sal te cure las heridas y suplicas a las estrellas, desde un punto muy alto, que las personas dejen de abandonar(se)te. Y entonces ocurre otra explosión. La ira se escapa por un resquicio donde el querubín más pequeño se quedó dormido y te enfadas.
Y el postoperatorio puede comenzar su fiesta de la sanación. Las noches se convierten en retos más largos, pero son al menos conscientes. Estás en tu hogar, estás a salvo. Sigues aquí y tú eliges el equilibrio idóneo entre los querubines y las sombras. Entre el dolor y la verdad. El día y la noche. La muerte y la vida.
«Para un alma bien organizada, la muerte no es más que la siguiente gran aventura» dijo Albus Dumblendore (Siglo XXI. Personaje de ficción (o no). Harry Potter y las reliquias de la muerte. J.K. Rowling).
Y es así como me gustaría que fuese.
Quizás mi tono solemne está a juego con las calles pintadas del marrón de las hojas que han pasado a mejor vida. Las cubre un manto de atardecer anaranjado con aires fríos que arrastran un aroma a castañas asadas dignas del otoño: la estación en donde la naturaleza muere.
Las personas, protegidas por fuera y rotas algunas por dentro tras la catástrofe, intentan seguir haciendo esa vida de la que tienen recuerdos dorados del verano que las marcó para toda una era.
Ahora vuelvo a casa llena de nuevas cicatrices para mostrarlas sólo a aquellas personas que llegan nuevas y que algún día se irán, mientras que las que se quedan nos sujetan.
Es entonces cuando estás preparado para hacerte amigo u amiga de La Muerte. La Muerte es segura. Llegará. «Lo que tenga que llegar, llegará. Ya habrá tiempo de plantarle cara» como dijo el bueno de Rubeus Hagrid (Siglo XXI. Personaje de ficción (o no). Harry Potter y la piedra filosofal. J.K. Rowling).
Mi madre me dijo una vez que los muertos ya no existían, que ya se habían ido, que lo que hay que tenerle miedo es a los vivos. ¿Y si eres tú ese vivo?
En fin, solo reflexiona cómo hemos llegado hasta aquí, qué te llevas y ponte la tacita de chocolate caliente sobre el corazón a media tarde mientras tus amigos, padres y/o pareja te abrazan. Los que estén, los que queden. Sonreíos, amaos y, sobre todo, respetaos.
Ahora toca prepararse para el invierno sabiendo que el amor siempre será lo más valioso que nos queda.
Texto © Yohana Recio
Fotografía © Mat Reding en Unsplash