Es tarde, muy tarde. Si no llego en 5 minutos, Lucía me va a matar.
Entré al elevador y éste cerró sus puertas. Miré el reloj, luego hacia arriba.10:50. Y después a la derecha, y allí estabas tú. Fue fácil asumir que no te habías percatado de mi presencia, ni en ese momento ni en ningún otro. Llevabas una falda ajustada en las caderas y tu blusa era tan transparente que permitía apreciar tus pequeños pechos sin sostén. Evitabas mirarme, era como si nos separara algo más que medio metro, una barrera invisible. Mi mente hacía un esfuerzo casi sobrehumano para encontrar entre todos los nombres el tuyo o uno similar y gritarlo; aproximarme y preguntarte sobre tu día, pero mi lengua se negaba a responder cualquier impulso que le indicara vibrar.
No habíamos llegado siquiera al siguiente nivel cuando un estruendo sacudió el elevador. Las luces tiritaron hasta que finalmente permanecieron tenues. No más movimiento. Mi pecho se agitó desenfrenado y el sudor corría por mi frente. Alcé mis manos frías y éstas comenzaron a temblar sin que percibieras todavía mi presencia a tu costado. Al verte imperturbable, con la cabeza agachada y los rizos cubriendo la mitad de tus ojos, fijos en el suelo, sentí la necesidad de gritar. Tú permanecías así, quieta, ajena al caos que se avecinaba.
Mi atracción hacia ti era innegable: recordé tu silueta deambulando por los pasillos del edificio, el taconeo de tu caminar y ese perfume tuyo al que ya me he acostumbrado con gusto. En ese momento su aroma incrementaba hasta anular el oxígeno del pequeño elevador que nos contenía, al punto de ahogarme con él dentro.
De a poco te convertiste en el centro de todo. Inmensa. Mientras que yo, como trastocada por tu aura, situé la imagen de tu rostro en un contexto ajeno a todos los ya conocidos. Te vi caminando a casa; soltarte el cabello; asoleando tus brazos en la playa.
Entonces llegó a mí el impetuoso deseo de aproximarme y pedirte que me acompañaras al parque de diversiones. Subirnos a la montaña rusa más alta, dejarnos morir y ver cómo los demás lo hacen sobre sus asientos. De a poco deshacernos de los tacones y el saco del trabajo. Tocar con nuestras lenguas las nubes para describirnos mutuamente su sabor. Olvidar los zapatos en la taquilla. Me beses el cuello y susurres en voz baja todos los nombres que me he inventado para ti. Entonces dirías que quieres palomitas, encenderemos todos los cigarros de mi cajetilla para fumarlos al mismo tiempo. Esperaré a que te aburras del ruido, de las risas, de los niños, del algodón de azúcar, para llevarte al estacionamiento, sentirme como tu hija, me beses la frente y digas que es de noche, que me vaya a dormir o te haga el amor. Yo haría ambas al mismo tiempo para retrasar tu partida.
Nadie me escuchó gritar, ni siquiera tú — ¡Sáquennos de aquí! — dije aún más fuerte mientras golpeaba con los puños las puertas del elevador, provocando que brotara sangre de mis nudillos, y de la sangre se formaron tantos insectos que no me alcanzaron los dedos para contarlos. Fue imposible evitar que escalaran por mi sudoroso cuerpo: corrían por mis brazos y piernas. Buscaban alojarse en mis oídos todos juntos.
Nuestras miradas se conectaron por un instante, tus labios rojos exhalaban palabras fuera de mi entendimiento, pero tu aire sabía a Chanel No. 5. Todo empezó a dar vueltas. Caí al suelo. No me cabe tu aliento en las manos, no me cabes en el pecho. Eres tan grande que no entras entera en el elevador, tan grande que una manzana de caramelo no te basta y yo soy tan pequeña que me multiplico para cubrirte con mi cuerpo, para que me digas que todo está bien. Me beses la lengua y regresemos al estacionamiento o vayamos a mi cuarto antes de que en el quirófano o en el cielo nos separen.
En el borde de mi delirio, insistí en levantarme y presionar el botón rojo de emergencia. Estaba desesperada. —¡Estamos atrapadas, maldita sea! —Caí por segunda vez. Mi sangre corría por las paredes y las venas de mis brazos se hinchaban por la angustia del exilio. Mi garganta se cerraba. Los insectos no perdonan.
Miré el techo de nuevo. Por más que gritara, era imposible salir del maldito elevador. Había olvidado mi nombre y el de mis padres. A qué sabe la noche, a qué huelen tus ojos. Ahogaba mi llanto con ambas manos. Los insectos seguían alojados en mi carne, y de mi carne brotaba la sangre más tibia para avisarme que estaba muriendo. Voces ajenas a mi boca aturdieron las paredes diciendo: pobre, que dios la tenga en su gloria. Pero dios no me tenía en ningún lugar, salvo en este cuerpo desangrado.
Silencio.
Las puertas se abrieron. La mujer a mi lado acomodó el escote de su blusa antes de salir y perderla entre la gente, ni siquiera pensé en pedirle su número.
Texto © Cristina Meza, 2020
Fotografía: Bruno Kelzer en Unsplash
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