Entre dos de las más populosas y marginales localidades de Bogotá, límites entre Ciudad Kennedy y Ciudad Bolívar, en un modesto pero para la época fastuoso auditorio que preparó la alcaldía local que auspició un recital del Festival de Poesía de la ciudad, aquí en la Colombia que vaya uno a saber por qué lo deslumbró –él tan cosmopolita y tan madrileño- vi una tarde de viernes soleada a hombres curtidos, mujeres recelosas y niños incontenibles, quedar absortos, deslumbrados con la enérgica y juguetona voz de Luis Miguel Madrid, con sus escritos, con su poesía.
Nos habló, les habló, de cosas que en sus vidas habían escuchado (pero que les sonaban).
Es suave la tarde
Encerrada en una caja de zapatos
Y ellos, que estaban usualmente encerrados en sus vidas complejas, que un día acudieron a la suave tarde, supieron que alguien de los suyos les hablaba.
Mientras balanceaba Luis Miguel su humanidad de atrás para adelante y de adelante para atrás, entre miradas absortas a esas personas que de ninguna manera le eran ajenas, a quienes ofrecía una dedicación fija por segundos, cuando no dirigía su ojos con una suerte de escapismo al horizonte, mientras casi vociferaba sus poemas de desamor, más bien de un amor no comprensible en estos meridianos poco acostumbrados a los cuerpos rebosantes de frutas y dulzuras, este poeta español sedujo a ese centenar de personas que sin conocerlo fueron a escucharlo, pero que muchos años después seguían preguntándolo y que al saber de su muerte, se dolieron de ella, gracias al segundo inmortal que los hizo hermanos para esta vida y las otras.
De días antes a ese recital, por sus cálidas maneras y por la inteligencia que de forma silvestre derrochaba, supe que estaba ante un hombre de las mayores calidades humanas y poéticas, que la fortuna de experimentar su vida era excepcional y que por ello iba a repetir ese fenómeno en reiteradas ocasiones, desde recitales similares hasta simples conversaciones con inusitados y a veces fronterizos personajes de otra ley, de otra ética, de muy diferentes estéticas, que sin embargo nunca lo estremecieron adversamente, todo lo contrario.
Contrariando su decir, de este viaje, del mejor viaje, sí quedaron fotografías: las que Luismi imprimió en el alma de todos y las que ninguno dejará de ver cada mañana en el álbum de la vida. Por eso, a pesar de su inesperada muerte, como inesperados son todos estos acontecimientos que nos arrastran, es fácil decir que nada es tan gris como aparenta, nada querido Luismi, tal como nos lo enseñaste a vivir mientras vivir sea esto que padecemos y disfrutamos como la vida misma.
Texto © Jairo Bernal, 2020
Fotografía © Eva Contreras
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