Una cosa que me encantaba de Luismi era su manera de ser discreto. Nunca me contó nada que yo no quisiera oír, ni me preguntó nada que yo no quisiera contar. En ese sentido, combinaba una informalidad absoluta con una elegancia inaudita.
En los últimos años, he pensado que la muerte de la gente que queremos nos afecta, en cierta medida, en función de cómo nos parece que le afecta al que se muere. Yo no sé si esto es verdad, y tampoco sé cómo le afectaría a Luismi la idea de que se iba a morir, pero creo que en algún momento de la conversación sobre el tema se habría encogido de hombros y se habría reído un poco, quizá tratando de no incomodar a nadie, de no hacer drama, de rechazar cualquier atisbo de solemnidad. Luego habría matizado esa risa poniendo cara de susto, cara de serio. Creo que se podría hablar mucho de Luismi sólo a partir de sus distintas formas de reírse. Yo recuerdo ahora una carcajada medio cómplice y medio amarga, que representa para mí su actitud ante la adversidad; una risa que sonaba como sonaría un encogerse de hombros. Una especie de resignación, de “tú ya sabes cómo es esto”, de “no te lo voy a contar”. Compartía muchas cosas que sentía sin necesidad de contarlas, eso es lo que quiero decir. Estaba siempre cerca. Recuerdo también otra risa que en algunos momentos parecía no encajar del todo con la imagen general que yo me hacía de él: algo que era un poco infantil, distinto de lo infantil que sí desplegaba generosamente. Ahí también, una vez más, me parecía que me estaba invitando a algo.
Otra cosa que estoy pensando es que hay un tipo de generosidad orientada al otro, es decir, una manera de dar algo o de hacer un esfuerzo por los demás que tiene que ver con nuestra percepción de sus necesidades, y hay otro tipo de generosidad que me gustaría llamar “egoísta”, que surge más del propio placer de dar. Por supuesto, ésta me parece mucho mejor; por supuesto, ésta es la que caracterizaba a Luismi.
Si hablo de generosidad es porque Luismi me acogió un montón de veces en todos sus espacios. En 2003 y 2004 estuve más de un año tocando todos los viernes en el sótano del Madragoa, un bar que abrió en la calle Pez, 2. Todas las semanas iba yo con algún amigo contrabajista, guitarrista o pianista y tocábamos ahí un par de horas, de diez y pico a doce y pico, si no recuerdo mal. A veces estaba lleno y a veces no había nadie. A veces empezábamos con la sala vacía y luego iba llegando la gente. Me encantaba tener ese plan fijo, el sitio sonaba de maravilla y la experiencia fue buenísima en todos los sentidos. Cobrábamos en función de lo que consumiera el público. A veces cobrábamos bien y otras mal. No importaba. Era una actividad que no tenía nada que ver con el dinero, ni para mí, ni para los músicos que me acompañaban ni para Luismi. Anunciaba las actuaciones con unos carteles que decían “Porcierto en Madragoa”. Ésa era la discreción que comentaba antes: un intento por no presionar a los demás nunca, en ningún sentido.

Un par de años después organicé con unos amigos un ciclo mensual de lecturas de poesía en el Pandora. Me parece que fue en 2005, y debió de extenderse durante un año y algo. Pasaron por ahí algunos de mis poetas españoles y latinoamericanos favoritos: Olvido García Valdés, Miguel Casado, Ada Salas, Abraham Gragera, Marcos Canteli, Daniel Samoilovich… Hace un tiempo empecé a pensar de vez en cuando en que me gustaría retomar esa idea y volver a organizar lecturas en el Pandora. Hace apenas unos meses presenté ahí un libro acompañado por Itsaso Arana y Luz Arcas, una novela que transcurre en buena parte en el Pandora. Esa noche, ellas terminaron su intervención mostrando que la ficción y la realidad, o los sueños y los actos, casi siempre están mezclados (quizá sería mejor decir que de vez en cuando los separamos artificialmente). El Pandora, en cierto modo, era un lugar donde todo aparecía en su natural mezcolanza, sin ese orden artificial. Lo contrario del confinamiento.
En la Navidad de 2004 hice un viaje a Lisboa y peregriné a la Rúa das Janelas Verdes, una calle que da título a uno de los libros de poemas de Luismi, situada en el barrio de Madragoa. Me pareció que la calle no tenía nada de particular y me gustó eso: habría sido muy decepcionante que fuera una calle preciosa o especial.
Otro de los espacios en los que me acogió Luismi fue esta revista, Babab.com. En el año 2000 ya me pidió que le enviara unos poemas de mi primer libro para sacarlos aquí, y escribió un breve texto que no me atrevo a consultar ahora, pero sé que era muy generoso y entusiasta. A veces podía parecer que su generosidad con ciertos elogios era ligera, pero siempre venía acompañada de argumentos sólidos (o sea, todo lo escasamente sólidos que pueden ser los argumentos) y mucha reflexión e interés.
Una vez Luismi me contó que en un pasado lejano, tal vez cuando empezaba con el Pandora, solía dejar el bar funcionando con los camareros, se iba a su casa y volvía a las dos o tres de la mañana para cerrar. Tenía que pasar con el coche por debajo del viaducto, que en esa época era el mejor lugar de Madrid para suicidarse. Me contó que una vez un suicida había caído sobre un coche, o justo delante, y que el conductor había muerto, y dijo que deberían poner en el viaducto un semáforo para los suicidas. Me parece, ahora, un comentario que dice mucho de Luismi, de la manera en que me imagino que entendía la vida y la muerte, de la forma en que creo que dosificaba el sufrimiento y la ironía. No importa el nivel de la tragedia que uno esté viviendo. Relativicemos y respetemos a los demás. Ahora toca, ahora no.
El Pandora es, para mí y para algunos amigos (pienso sobre todo en Jonás Trueba y en toda la gente que él llevó allí), un sitio que tiene todo lo bueno de un hogar sin tener nada de lo malo. Para mí, ante todo, es un templo donde tuve increíbles conversaciones con mi amiga Luz. Algún verano que pasé en Madrid -esos veranos como el que aparece en La virgen de Agosto-, cuando vivía fuera, estuvimos yendo al Pandora cuatro o cinco veces por semana, de diez de la noche a cuatro de la mañana o hasta que nos echaran, durante dos meses y medio. Decíamos que la camarera que había entonces era la sacerdotisa del templo. Acuñamos un neologismo, “pandoril”: las charlas pandoriles, los cacahuetes y conquitos pandoriles, etc. Esos cacahuetes y conguitos eran la hostia. No sé si hay algún lugar en el mundo en el que haya estado tan a gusto.
Esto no es mérito exclusivo de Luismi, desde luego, pero si uno tiene un bar así, un montón de recuerdos extraordinariamente conmovedores de un montón de gente quedan asociados a él. Hay muchos bares maravillosos de diversas clases, pero el Pandora tiene algo que tienen muy pocos sitios. Itsaso se reiría de mí por decir que es un bar que está metido para dentro, dentro de sí mismo, que nos ofrece discretamente su intimidad por medio de la música (no canciones, sino discos enteros), de las fotos y todos los objetos que lo adornan y desnudan, de la iluminación, del color de las paredes. Y al ofrecer intimidad, fomenta la intimidad.
El Pandora está lleno de libros, pero también está en nuestros libros y películas y canciones, y lo habitamos como habitamos las canciones, las películas y los libros. Los habitamos por dentro, en nuestro interior; en realidad son ellos los que nos habitan.
El Pandora es el bar más bonito del mundo, y Luismi es quien nos lo ha regalado.
Texto © Mariano Peyrou, 2020
Fotografías © Eva Contreras
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