Homenaje a Luis Miguel Madrid

EN UN PANDORA MUY CERCANO

Luismi en Los Ilusos

Esta noche no puedo dormir pensando en ti, querido Luismi, y créeme que muy pocas personas han logrado alterar mi sueño en esta vida. En estos días de confinamiento en los que el nombre de tu bar se parece más que nunca a evocar un planeta lejano, en estos días y en esta madrugada te escribo, te pienso, recuerdo aquella primera vez, y veo una parte de mi vida entera pasar entre tantos cientos de atardeceres, noches y madrugadas contigo allí. 

Es triste y emocionante verlo así ahora, pero algunos detalles e imágenes reconfortan; también recordar que fue la poesía la que me llevó a tu Pandora la primera vez. Calculo unos quince años ahora mismo porque aún no había llegado la anterior crisis mundial –debía de ser otra de las mías…–. Vivía de nuevo en la Quinta de Goya y no había cumplido aún los veinticinco. Empezaba a independizarme de algunas personas y cosas, a fabricar mi propio mundo a base de nuevas amistades y lugares –y me doy cuenta ahora, mientras te escribo y te pienso, que escribirte y pensarte es también una forma de tomar conciencia de mí mismo; de dejar de dar cierta vida por descontada…–. Iba a quedar con Mariano Peyrou y creo que era la primera vez que lo hacíamos sin otros amigos comunes de por medio. Fue él quien me propuso encontrarnos en el Pandora. Me dijo que era un sitio especial o algo así, y siendo Mariano puede ser que dijera que era un sitio que molaba, porque él es de los que aún utiliza esa expresión. Me dijo que en realidad no pillaba muy lejos de mi casa: sólo tenía que caminar la calle Segovia hacia arriba y llegar hasta al Viaducto, luego subir las escaleras que lo bordean, o coger la cuesta de los ciegos un poco antes y subir en zig-zag hasta Las Vistillas. No creo que supiera darme una dirección concreta porque entonces los móviles no localizaban los lugares como ahora y porque siempre ha habido que dar algunas explicaciones de más para llegar hasta allí. Ahora no recuerdo si me costó encontrarlo más de la cuenta, pero sí recuerdo bien que nada más entrar en ese lugar por primera vez ya estaba pensando en volver. 

Empecé a frecuentarlo mucho, al principio de manera íntima y casi secreta: iba y venía de mi casa al Pandora, del Pandora a mi casa: era un trayecto hermoso, un nuevo pacto con la vida y pronto ya una segunda casa, mi segunda residencia. Empecé a llevar también a nuevos amigos y amigas; me gustaba dar cita en ese lugar o que me encontrasen por allí. Supongo que ya entonces empezaba a intuir las películas en el Pandora: las pensaba desde allí y las imaginaba allí también. Pero mi primera tentativa fue una obra de teatro. Había leído las cartas de amor de Josep Pla y Lilian Hirsch y me recuerdo una noche en la cama diciéndome que esas mismas cartas debían ser leídas en voz alta en aquel lugar. La voz de ella la imaginaba con el bello acento extranjero de Isabelle Stoffel, una nueva amiga de entonces, una suiza que se había instalado en Madrid hacía no mucho –y a la que había conocido en un cumpleaños de Sigfrid Monleón, también recién llegado a la ciudad, que había conocido a Isabelle la misma noche que yo, en su propia fiesta…–. La otra voz sería la de Oriol Vila, un actor catalán al que apenas conocía pero que tenía un aire de Josep Pla de joven. Recuerdo que la primera vez que junté a Isabelle y Oriol les di cita en tu querido bar: les dije que no tenía nada claro lo que nos íbamos a hacer: si sería una verdadera obra de teatro, una simple lectura dramatizada o, más bien, una soberana pérdida de tiempo; pero fuese lo que fuese, debía suceder en este lugar en el que nos encontrábamos. Pero en ese momento ni siquiera te conocía… Era un cliente habitual y me veía ya haciéndome con el espacio, pero entre candelabros, velas y libros que no sabía bien si podía leer o comprar, entre fotos de bautizos y comuniones que llenaban las paredes y todo tipo de objetos y detalles estrafalarios, y a falta de conocer personalmente al responsable de todo aquello, aquel lugar me seguía infundiendo respeto y desde luego no las tenía todas conmigo. 

Oriol Vila, Luismi, Isabelle Stoffel, Javier Lafuente y Jonás Trueba

Aún te veo sentándote frente a mí la primera vez, la impresión que me causó tu rostro y tus ademanes de marinero extraviado. Recuerdo cómo me escuchabas balbucear algunas frases sobre lo que pretendía hacer en tus dominios, con tu ceño fruncido tan característico y un poco atemorizante, con breves y sincopados movimientos de cabeza, hombros y brazos, como si ya me estuvieras haciendo uno de esos escáneres tuyos de los que al final siempre salía un retrato de nuestro alma en forma de epigrama. Es posible que Mariano tuviera que poner su mano en el fuego por mí, o sobre la llama de la vela de nuestra mesa, pero lo cierto es que me concediste la oportunidad. Me explicaste que en el Pandora se habían hecho ya muchas cosas antes, y que ese pequeño escenario del fondo, donde suele tropezar la gente de tan inadvertido que pasa, era un espacio que ya habían hecho suyo muchos otros artistas y amigos a los que admirabas y respetabas. La estantería de viejos libros daba cuenta de toda esa época anterior, igual que algunas fotografías y objetos de sus primeros pobladores: poetas, filósofos, músicos, periodistas, cabareteros, filólogos y gentes variadas de la ciudad y del barrio de Las Vistillas, algunos de los cuales seguían y siguen acudiendo allí con verdadera fidelidad. A ellos te debías, además de a tu propio gusto y criterio personal. 

Me da mucho pudor recordar lo que debió ser aquella primera puesta en escena en el Pandora, y lo que podríamos pensar de ella ahora; pero me sigue gustando recordar la reacción que tuviste inmediatamente después, cómo se te desbordaba la alegría sincera por nosotros, consciente del mérito de Oriol e Isabelle sosteniendo todo aquello sin apenas nada más que las palabras. Durante más de un hora sólo se escuchaba el crujir del hielo en las neveras, puntuando los pocos silencios que nos habíamos marcado. Al final sonaba una sonata de Mozart y la luz de las Vistillas hacían el resto. Estabas orgulloso de que aquello hubiera tenido lugar en el Pandora y estuviste encantado de que se hiciera más veces. Imprimiste una hoja con un aviso de “Aforo completo” que nos sirvió para todos aquellos días y aún la tienes enmarcada por ahí, porque no teníamos póster ni cartel, y esa simple hoja con dos palabras negro sobre blanco es lo más parecido al sello de nuestra hermandad pandoril. 

Un año y pico después estábamos de nuevo allí filmando algunas de las secuencias más importantes de Todas las canciones… mi primera película como director. De hecho, la película empieza en el Pandora y se cierra de nuevo ahí. Ya sabes que desde entonces, siempre que nos disponemos a filmar una nueva película, solemos darnos cita en el Pandora los actores y técnicos el día antes de empezar el rodaje, y brindamos con algún cava o champán que nos sacas para la ocasión. Y cuando los rodajes terminan, volvemos allí para dar cuenta de nuestra suerte. No sé si te lo he dicho alguna vez, pero creo que es la única superstición que he tenido en mi vida. El Pandora se convirtió en el epicentro de nuestra poética ilusa desde la primera película que hicimos: un lugar al que siempre se vuelve y que siempre nos acoge. En realidad seguimos volviendo invariablemente para celebrar cualquier cosa, ya sean nuestros cumpleaños o la Nochevieja, otra suerte de tradición que muchos amigos y conocidos hemos ido incorporando a nuestras agendas y a nuestro imaginario. Cuando eran noches eternas y todos éramos más jóvenes, vimos volar las velas alrededor de los cuerpos desnudos de algunos amigos; otros bailaron y cantaron encima de la barra como si no hubiera un mañana; unos se enamoraron y otros rompieron; algunos ambas cosas en una misma noche –y hubo quien aprovechó para hacer todo tipo de propuestas indecentes–. Tú siempre has participado y celebrado cada una de las ocurrencias, chascarrillos y ñapas de este grupo de amigos y conocidos cada vez más numeroso y del que sólo tú podrías trazar ahora un árbol genealógico. 

A algunos nos has convertido en personajes de tus libros y poemas: en marigalgas, ilusos, optimistas entrañables y ridículos; y nosotros te la hemos devuelto lo mejor que hemos podido, metiéndote en cada de una de las películas que hemos ido haciendo después, en apariciones fugaces o testimoniales, en La reconquista o La virgen de agosto, pero también en la piel de un personaje sin duda alejado de ti pero que tú supiste hacer tuyo: nuestro hombre de la filmoteca en Los ilusos…. Aún se me escapa la carcajada al recordar tu primer y único día de ensayo antes de rodar. En realidad fue una comida a la que te emplacé para que conocieras a Francesco y Vito, los dos actores que iban a ser tus compañeros de escena. Aprovechamos la comida para que os conocierais y ya en los postres saqué unos diálogos que había escrito y os propuse leerlos… Entonces tú agarraste una cuchara con fuerza, como si eso te ayudara a mantener la concentración en el texto; en realidad era tu forma de contener los nervios y la inseguridad, y en un momento la cuchara salió propulsada de tu mano y se estampó con fuerza en el techo, rebotando en las paredes y el suelo del restaurante. Por suerte no había nadie más que nosotros, porque la cuchara volvió a salir volando de tus manos una vez más, y otra más… Francesco y Vito te miraban atónitos, no daban crédito, pero acabamos tronchados de la risa y se convirtieron en los mejores consejeros para tu debut cinematográfico. El primer día de rodaje estuviste bien acompañado por ellos y por Eva, que te traía cervezas entre toma y toma para aplacar tus temblores y hacerte recuperar el tono y la voz que casi no te salía. Nadie hubiera podido hacerlo mejor que tú, y ese día pasaste a formar parte de la familia ilusa con todos los honores posibles. 

A veces me dejo caer por el Pandora sin haber quedado con nadie allí. Espero a que vengas a sentarte conmigo y en un momento, como quien no quiere la cosa, empiezo a contarte la siguiente película que me ronda por la cabeza. Como aquella primera vez que te vine con las cartas de Josep Pla y Lilian Hirsch, sé que me vas a escuchar pero no me lo vas a poner fácil. Me animas sin dejar de exigirme, de la misma forma que te exiges a ti mismo con cada poema, con cada libro que vas escribiendo en los ratos que te dejamos los demás… Muchas veces me has dejado caer que estabas escribiendo una novela, pero quitándole importancia al mismo tiempo. Siempre me pregunto cómo serán los ratos que sacas para escribir. Releo tus poemas estos días y reencuentro en ellos tu humor contagioso a prueba de bombas y contra los peores pronósticos, tu particular sabiduría de vida. Pero también asoman en ellos un misterio solo tuyo, junto a la certeza de que ahí donde nos reímos hay motivos por los que llorar. Más allá de tu campechanía cotidiana, la que le muestras a casi todo el mundo cuando entra en el Pandora, he visto o intuido muchas veces en ti un fondo mucho más complejo, contradictorio y denso. Sé que no debe de ser fácil convivir con ese fondo y su superficie. A veces te permites que afloren los dos la vez y me ha parecido que tus ojos brillan con una sutileza casi fraccionada, con una cualidad de cristal esmerilado. Sé que has estado cansado últimamente. Lo dejabas ver, ya no podías ni querías disimular ciertas cosas. Escribiste que “a veces uno está desconcertado, descolocado, desanimado o con ganas de ser enterrado con la vida a medias”…, y lo pusiste casi el final de uno de tus libros más descacharrantes, Moscas tres, el que quizá me parece más tuyo de todos, entre otras cosas porque tiene tu gorra en la portada y una frase de tu padre a modo de epígrafe. En los poemas que cierran el libro especulas de nuevo con el final de la vida: “Finalmente” es otro poema sobre la muerte, y lo cifras así: “es cuando uno llega al sitio de costumbre y se ve de sobra”. Lo habías insinuado también en El cine de las sábanas blancas, en un poema que titulaste “Cara de galgo” y que colocas también al final del libro: es la cara que se les queda “a los que en algún momento hemos tenido unas palabras con la muerte”. No deja de ser irónico pensarlo así ahora, porque así nos veías tú un poco a todos: con cara de galgos, como humildes perdedores en una carrera sin demasiado sentido, en una ruleta rusa o en un monopoly, metiéndonos goles a nosotros mismos. 

En los días de confinamiento, confieso que uno de mis pocos verdaderos anhelos es regresar al Pandora durante un rato: bastaría con cruzar mi calle y tomar la travesía de Las Vistillas, andar unos pocos metros más y estaría junto a ti, como tantas otras veces, junto a unos pocos buenos amigos. En un instante recuperaríamos el tiempo perdido, y en un momento me pondría a hablarte de la película que queremos hacer sobre nuestra ciudad, que empieza siempre contigo, ahí mismo, en el Pandora, con tu gorra de marinero y un vaso de whisky, explicando historias más o menos creíbles sobre Madrid y sobre los que nos precedieron a este lado y al otro del río Magerit. 


Texto © Jonás Trueba
Fotografías © Eva Contreras
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