Homenaje a Luis Miguel Madrid

EL REY DE LOS MARES DEL SUR

Luis Miguel Madrid en Bilbao

El primer lugar que sentí como casa cuando me vine a Madrid fue el Pandora, que llamamos así para acortar, pero que en realidad tiene un nombre mucho más enigmático y señorial: Champañería María Pandora. Cuando uno llega a una ciudad nueva, da igual lo adulto que sea, tener un sitio al que ir cuando se siente solo o aburrido o un poco triste sin motivo o tiene ganas de hablar con alguien es fundamental. Ese sitio fue para mí el Pandora. Y nunca dejó de serlo: ni siquiera cuando la llegada de los hijos me hizo retirarme de la vida social. Cada vez que cruzaba la puerta del bar me sentía no solo en casa, me sentía yo misma. En parte, era la mirada de Luismi la que me restituía mi ser, como si él me viera como era, no como madre, tampoco antes me veía como aspirante a novelista deslenguada. Siempre me preguntaba por mis hijos y me quitaba la culpa que me había caído con la maternidad de un plumazo. Me veía de verdad, nos veía de verdad a todos. Por eso volvíamos a su bar, a corretear entre sus camisas y bajo su gorra. Además de por la mezcla exquisita de golosinas, cacahuetes y sandía que acompañaban a las copas. Además de por las vistas y la luz, además de por la decoración, además de por el sofá del fondo, las fotografías de las paredes. Además de porque desde allí se ve el atardecer más bonito del mundo. Es fácil hacer de un bar tu casa cuando te sientes tan cómodo en él. El Pandora era el lugar de encuentro, pero también de celebración y el lugar en el que sabías que podrías llevar a cabo los planes más disparatados: durante unos meses, cada martes, leí fragmentos de mi libro sobre Sergio Algora alternados con canciones suyas, y al final sonaba una de Battiato mientras se proyectaba un vídeo de Algora comiendo fuego. El único lugar posible para llevar eso a cabo era el Pandora. Luismi no solo me abrió las puertas de su bar, me dio el título con que lo anunciaríamos –Hablar con los muertos– después de adivinar que estaba embarazada por tercera vez sin mirarme la tripa. Pero mira el pelo y esa luz en la cara, le dijo a Eva como sin darle importancia. No ha venido mucha gente, pero al menos no se ha ido nadie que estuviera ya, era lo que siempre estaba a punto de decirle al acabar la lectura. El autodesprecio no funcionaba con él: puede que fuera lo único que no tolerara. Sabía de qué hablaba: era escritor y en sus libros había humor, pero no ligereza, era como un filósofo excéntrico sin impostación. 

Me acuerdo del último día que se programó la lectura. Último martes de noviembre y primera gran lluvia en Madrid. No fue nadie. Y encima en el bar había una gotera que requería una reparación inmediata. Me quedé ahí un rato mientras el fontanero y Luismi trataban de averiguar el origen de esa molesta gotera. En el momento, me sentí un poco fracasada por no haber llevado a nadie. Mira cómo llueve, me dijo una amiga al teléfono para excusarse a ella y a todos los demás. Ahora en cambio, pienso en ese momento de intimidad y me gusta que sucediera. Apenas un mes y dos semanas después volví a la zona. Mi tripa de nueve meses cumplidos era la razón de que estuviéramos allí mi hermana y yo bajando y subiendo las escaleras de las Vistillas. El bar estaba cerrado. También la noche antes de mi primer parto estuve ahí. Es como una especie de tradición, le dije a mi hermana, con el segundo no vine y tuvieron que provocarme el parto. No sé si el aura chamánica de Luismi tuvo algo que ver, pero al día siguiente me puse de parto. Me gusta pensar en él como el rey de los mares del Sur, el padre pirata de Pippi Calzaslargas, capaz de cuidar de todo incluso sin estar. 


Poemas © Carmen Larrinaga, 2019
Fotografía © Eva Contreras
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