Literatura Narrativa Porvenires Serie - Hablemos de ellas

QUERIDA KITTY

Ana Frank

A todos los héroes de esta situación.
A todos los que ya no están.
A todos los que supieron quedarse en casa.

“Querida Kitty:

Y llegó el día. Siento miedo, han sido muchos días encerrada y no sé cómo se comportará la gente. Todavía debemos mantener las distancias, ¡y no podemos estar más tiempo de lo que está dictaminado! (esta última palabra la aprendí el otro día cuando se la oí decir a alguno de esos políticos que salen todos los días en la tele a informarnos de la situación, y tenía ganas de usarla yo también). Creo que debería quedarme más tiempo en casa, sí, eso haré, aunque sé que mamá me mirará con cara de preocupación. Opina que me estoy metiendo mucho en mi papel de niña de guerra, porque…¿es o no esta situación nuestra particular guerra? Sin bombas ni armas pero sí con muchas muertes…”

Han pasado ya muchos años desde aquel día, el día en el que se puso fin a aquel periodo de tiempo y pudimos salir por fin de casa. Ahora me encuentro sentada en mi terraza y con un buen café en las manos mientras leo, con una leve sonrisa, esa hoja de mi diario de niña, aquel que me encontré hace unas semanas en la casa de mis padres. No puedo evitar que me venga a la memoria esos largos días en los que me dediqué a escribir en él al más puro estilo “Ana Frank” porque así era como me sentía, una verdadera Ana en potencia. Al igual que ella, a mí también me regalaron un diario cuando cumplí los trece años, aunque desgraciadamente ese cumpleaños coincidió con nuestro confinamiento por el Covid-19 en el año 2020; junto con aquel diario me regalaron una novela, escrita durante la II Guerra Mundial y cuya autora, Ana Frank, se convertiría en mi mayor ídolo de adolescencia, pues a medida que la iba leyendo me sentía más y más identificada con ella, convirtiéndose en mi libro favorito. 

Las dos teníamos trece años cuando nos vimos encerradas en casa, al menos yo estaba en la mía, ella tuvo que trasladarse a la “Casa de atrás” para evitar ser pillada por los nazis. La “Casa de atrás”, que era como ella la llamaba, estaba en la parte trasera de una fábrica de Amsterdam que pertenecía a su padre, y su acceso estaba cubierto por una estantería que pasaba desapercibida para todos los empleados que trabajaban horas allí. 

Al menos yo podía jugar, ver la televisión, ¡incluso hacer videollamadas con mi abuela y amigos! Ana no podía moverse ni hablar durante el día, tampoco asomarse por la ventana, ¡y ni siquiera podía ir al baño! Solo por la noche se le permitía tener una vida, más o menos, normal. Cuando salían de su escondite, se ponían la radio para conocer las nuevas noticias de los aliados y poder poner todas sus esperanzas en los avances de estos. 

Mientras que yo me tenía que mantener enclaustrada por una pandemia, ella lo hacía por el simple hecho de ser judía. Por primera vez en mi vida, leí en esa novela la palabra “campo de concentración”. Recuerdo preguntar a mis padres sobre ello, ya que teníamos tiempo de sobra para charlar y comentarlo. Escuché atentamente sobre todas las atrocidades que sufrieron aquellas personas por pertenecer a una determinada religión: cuando los nazis subieron al poder, los judíos ya no podían ir a los mismos sitios de esparcimiento que el resto de la gente; además debían llevar una gran estrella de David en el hombro para ser identificados. Descubrí también que tenían que entregar sus empresas a los nazis perdiendo así todas sus ganancias; y su documento de identidad debía llevar un J, de judío. ¡Y eso no era todo! Los que los ayudaban a esconderse también eran castigados, fueran o no de otra o de la misma religión. El odio era inmenso hacia ese pueblo. 

El día en el que Ana tuvo que cambiarse de casa, sus padres ya lo tenían todo preparado. El gobierno había ido en busca de su hermana un día antes y exigía su presencia, pero antes de que ella tuviera que presentarse ante el canciller, y temiendo que la pudieran enviar a uno de esos campos de internamiento, ellos ya habían huido con sus pocas pertenencias. Para no llamar la atención por la calle con maletas y demás bultos, los Frank tuvieron que ponerse capas y capas de ropa y en las mochilas meter sus libros en donde Ana incluyó su querido diario, convirtiéndose en su gran amigo y verdadero aliado durante sus casi dos años de encierro. Lo llamó Kitty y yo también quise entonces ponerle el mismo nombre al mío.

Paso las hojas de mi diario y llego a una de esas páginas en las que empiezo a hablar de mis disputas con mamá, como Ana yo tampoco me llevaba muy bien con mi madre. Me río de todas las tonterías que escribía, y cómo me había guiado por mi amiga, la señorita Frank, para escribir aquello. Detallaba mis experiencias como si de un pequeño cuento se tratara lo que denota que al igual que Ana, yo también quería ser una gran escritora. Ella, de una forma inesperada, al menos lo consiguió; yo todavía no he terminado ni mi primer manuscrito. Sigo dejándome llevar por mi viejo diario y leo mi primera desilusión amorosa. Recuerdo cómo Ana había relatado que se había medio enamorado de uno de los inquilinos de la “Casa de atrás”, fue un amor rápido, igual que el mío con aquel compañero del colegio con el que, durante esos días de confinamiento, nos llamábamos continuamente para pasar así alguna hora entretenida.

Me termino el café y sigo pasando divertida y con algo de añoranza las páginas de aquel viejo cuaderno. Me encuentro con mis primeros pensamientos profundos sobre mí misma, sobre el sentido de la vida, pensamientos abstractos en los que me hacía preguntas de la misma forma que Ana Frank se las hacía. La conclusión a la que llego es que esos días de reclusión nos hizo a las dos más sabias y nos ayudó a madurar, aunque ambas hubiéramos vivido en épocas históricas diferentes. Aprendimos a darle importancia a esos momentos anodinos que antes hacíamos como verdaderos autómatas. Creo que empezamos a ser conscientes del valor de esos pequeños gestos que antes simplemente los catalogábamos como rutinarios. La vida nos dio una lección de lo que era realmente importante.

Y aunque con trece años, mientras leía “El diario de Ana Frank”, veía más y más similitudes entre las dos, no las hubo en absoluto en la última parte de nuestro encierro. Al igual que cualquier heroína de un cómic suponía que todo acabaría bien, pero aquello era una historia real, con unos personajes no ficticios y yo me había dejado llevar por el arte de la literatura en donde todo suele acabar bien, por lo que no me esperaba el trágico final de la protagonista. Lloré toda la noche cuando supe que toda la familia Frank y los demás huéspedes de la “Casa de atrás” fueron pillados y llevados a uno de esos dichosos campos de concentración en donde ella no pudo aguantar con vida hasta el final de la guerra. Murió con solo quince años. Mientras que yo a los pocos meses de empezar aquella pandemia, nuestra particular guerra, pude salir al aire libre y vivir feliz. 

Ya anochece y sigo enfrascada en mi diario del pasado sin ser consciente de que el tiempo pasa rápidamente. No me doy cuenta de que marcan las ocho cuando oigo el ya conocido sonido de los aplausos que me sacan de mi ensimismamiento. Me levanto para también asomarme a la calle y aplaudir. Son pocas las cosas buenas que una guerra puede dejarnos como herencia, en nuestro caso unos aplausos de eterno agradecimiento, en el de Ana Frank una maravillosa novela.


Texto © Mayte Salmerón
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