Literatura Narrativa

Ascensor a Teruel

A André Malraux

La hoz y el martillo de Teruel son, antes que símbolos del comunismo, nociones geográficas y geológicas del sistema ibérico, su lucha y su fuerza. Los ríos derrumban las arcillas de cerros y mesetas calizas y forman paredes verticales, cuñas, gargantas profundas que se llaman hoces, como en Cuenca. Abajo quedan los ríos en vergeles de huertas y arboledas, arriba, rocosas, las pequeñas y hermosas ciudades de provincias asentadas sobre la “muela”, la mole de roca primigenia. Su poblamiento tiene casi siempre orígenes celtíberos o íberos, aunque en España, carentes de chovinismo, se enaltece solo desde el tiempo de los romanos. Godos, moros, almohades, conversos, fueron duques todos, poco después. Queda al tiempo la ciudad amurallada presa de conventos, o cuadras de reconstrucción. A principios del siglo XX, la escasa burguesía de Teruel traza un viaducto nuevo y se ensancha a la otra colina, estableciendo una zona de chalecitos o ciudad jardín surcada por los primeros automóviles, que si no fuera por la moda arquitectónica española de entonces, el estilo neomudéjar, nos permitiría ver salir de una mansión de columnas estriadas al Gran Gatsby. Se han quedado fuera del progreso y del correr de los toros, las barriadas o arrabales como el de San Julián al sur, al ras de la rambla de río Alfambra, junto al asilo de San José, bajo el puente.

Ese barrio ve Teruel amurallado en las alturas y es mirado en su depresión, modesto, desde allí. Subir y bajar esos desniveles no se hace todos los días porque cansa. Hasta que en el año 2011 el alcalde Blasco inaugura el ascensor Atalaya de la empresa Otis que salva el desnivel de 40 metros que separa la ciudad vieja del arrabal. ¿Por qué hemos ido allí abajo?

Porque en España es todo al revés. Lo verde, lo alpino, está en el fondo bañado por los ríos y los cadáveres valientes del Ejército Republicano, y lo que parecen las alturas, es en realidad un llano inmenso, seco, sin las escamas de la vega, sin entrañas. Entonces este ascensor flamante, no tan gallardo como los campanarios de las torres mudéjares, es una caricia que le hace lo bajo a lo alto, diciéndole “yo soy el rascacielos más profundo”. Y así es desde 2011, cuando también floreció en lo más bajo de la ciudad, el Museo al Aire Libre, una iniciativa de los grafiteros y muralistas de la ciudad en la que participó también alguna estrella internacional del arte callejero, como el mexicano Beiruz. Pero los más logrados son los de Hugo Casanova, gran artista local, que ha realizado para la intervención de grafiti su “Homenaje a los Mayores”. Son caras arrugadas por la lucha y el esfuerzo de sobrevivir durante años a mil lances de una vida dura y a veces cruel. Son caras de la dignidad de los pobres. Y de entre  ellos, los que han sobrevivido.

¿Por qué nos gustaba mirar más lo bello que lo duro? Porque hay un contenido blanco en lo bello, como el río Guadalaviar que viene sordo desde Albarracín y tampoco dice nada. Las torres mudéjares serán patrimonio de la Unesco, sus adornos cerámicos verdes, los arcos ciegos que son un primor de culturas fusionadas y lo que se quiera, pero la incultura y el toro están abajo. Duramente. Todavía. Para paliarlo, este ascensor que cogen miles de personas a diario. Y suben a lo alto, al “cielo” de la ciudad histórica. Allí en verano corren vaquillas junto a la columna que preside el “torico” pequeño de hierro, y donde mueren toros y toreros porque luchar es duro.

Nosotros íbamos paseando Teruel sin mirar la cogida mortal de Víctor Barrio, sin mirar las casas aún con huellas de los tiroteos encarnizados de la Guerra Civil. En Teruel se desarrolló la más cruenta batalla de las dos Españas, que existir existen todavía, es nuestra brujería. En Teruel perdimos la guerra, pero no la palabra, como dijo “Cipriano Mera”. 100.000 soldados del Ejército Popular tardaron meses en desalojar a la guarnición fascista de 4000 hombres casa por casa. Estos usaban a la población como escudos humanos y resistían por orden de Franco hasta la llegada de refuerzos que no llegaron. La ciudad fue ganada por el general comunista Líster que luego dejó escrito en sus memorias, acerca de Teruel, que allí quedó enterrado lo mejor de España.

Llegó la intensa nevada de Navidad, y la tregua a 20 grados bajo cero. Y llegó febrero y la contraofensiva del ejército rebelde, los raids de los aviones nazis e italianos. Teruel fue recuperado por el fascismo y fue el preámbulo de la derrota monumental de la República. Quedó una ciudad derruida por las bombas, cañonazos, fuego de ametralladoras y mortero, y casi 100.000 muertos que sembraron el río Turia de escamas como en los versos de Miguel Hernández dedicados a Líster. “Aquel cadáver defendió su escudo/su muladar, su herrumbre, su leyenda; /pero la vida prevalece y pudo.”

Y la vida renace y puede con esta juventud sin futuro que ha logrado subir de abajo arriba desde el arrabal, vestir a un árbol con lanas de colores, y hacer murales elocuentes en su calles irregulares y sencillas. No son palabras lo que prevalece, ni son grafitis que salen de los ríos, en el asilo abandonado, que tal vez no duren eternamente a la intemperie, pero que han coloreado la pobreza como los cadáveres al río. 

Es Teruel el corazón fantasma de una España que se muere y otra que ya no bosteza porque tiene un ascensor monumental, con el que salva desniveles y que nunca será Disneyland por más que se empeñaron entonces y se empeñen hoy.

Pero lo importante no es lo que hagamos siempre nosotros. Soledad de soledades, vamos de uno en uno pensando lo que  hacemos y escribimos. Somos uno solo realmente y tenemos impresiones que ni las palabras ni las imágenes cambian fácilmente. ¿Cuántos impactos de bala tiene la pared? Vas y los cuentas y escribes en azulejos versos de Labordeta y de Ángel Petisme, los poetas aragoneses que no zanjan el problema de las nubes pobres. Cancioneros populares que llaman cobarde al que recula en la plaza llena, pero en la plaza está la procesión todavía de Santa Emerenciana, y las fuerzas vivas disfrazadas de joteras. Algunas majas son bellas, algunos gañanes gallardos, por delante va el obispo de rojo bermellón. Y yo, que casi siempre soy tú, también en Teruel, me doy cuenta de que este país valiente es imposible.

¿Por qué se jugó la vida el torero y lo mató el toro? ¿Acaso era un loco? Antes de ser torero fue albañil en paro. Salió de la miseria, se hizo millonario por un toro que estuvo a punto de matarlo mil veces, hasta que lo mató. La plaza es pequeña, neomudéjar también, está hundida, disimulada entre las casas de la carretera de Valencia,  junto a la casa con huellas de los tiroteos de Teruel en 1938, dominando la entrada al viaducto nuevo, está encima de los grafitis de la juventud sin futuro. Es absurdo que los pobres renieguen de los toros. Los toros también son un grafiti y los toros son su único ascensor al cadalso. Entre una España enferma y otra que no llega nunca al cielo.


Texto y fotos © César Cortijo
Julio 2017, Castillejo, Cuenca, España
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