Siempre me ha fascinado el desierto. Especialmente esos paisajes secos del oeste americano, lugares que nunca he pisado pero que me atrapan desde las primeras películas de vaqueros que vi en televisión. Terrenos inmensos y alucinantes que se extienden hasta el infinito llenando la pantalla, salpicados por rocas ancestrales de aspecto marciano y misterioso. Colores ocres, amarillos, naranjas. Calor. Luz. Y la sensación de que allí todo es posible.
Una de las imágenes emblemáticas del desierto es la gran llanura surcada por una carretera. Una línea recta interminable como la que fotografió Robert Frank, ese suizo que recorrió en los años 50 Estados Unidos para plasmar en imágenes el espíritu de la sociedad americana y que terminó produciendo uno de los libros más importantes de la historia de la fotografía, Los Americanos. Carreteras solitarias por las que de vez en cuando un coche circula atravesando la inmensidad de un paisaje impresionante, quizás para huir, como Thelma y Louise (Ridley Scott, 1991), hacia un final triunfal.
Precisamente un viaje por una de estas carreteras da comienzo a Bagdad Café (Percy Adlon, 1987). Aquí el desierto de Mojave sirve de fondo omnipresente a la historia de una mujer, Jasmin, que encuentra la felicidad al llegar a un local solitario e inverosímil en esa esquina del mundo. En París Texas (Wim Wenders, 1984) la amplitud del desierto junto a la frontera mexicana evoca el vacío que hay en la mente de Travis al principio de la película. Padece de amnesia y deambula hasta desplomarse. Sólo cuando salga de allí comenzará la recuperación de su vida.
En España también hay desiertos, y caminos que atraviesan paisajes áridos que llegan hasta el mar. Lucía y el sexo (Julio Medem, 2001) nos invita a alquilar una moto en Formentera y perdernos por la planicie como Paz Vega. Y como ella pensar, replantearnos todo. El paisaje amarillo, vacío y lleno de luz se convierte en un personaje más que hace reflexionar, que está presente en un momento crucial de cambio.
Según el diccionario un desierto es un lugar despoblado e inhabitado. Pero el cine nos muestra que es mucho más. El desierto tiene una cualidad estética que atrapa la mirada, es un lugar irreal repleto de luz y de nada, el escenario perfecto para encontrarnos a nosotros mismos, reflexionar sin distracciones y quizás dirigirnos hacia donde antes ni siquiera nos habíamos atrevido a imaginar.
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