por Abraham Gragera
Buenas tardes a todos.
Para mí es un placer presentar hoy aquí, en su debut como narrador, a uno de los poetas en lengua española que más estimo, tanto por su obra, innovadora, enormemente rica en registros, como por su actitud hacia ella, de una discreción y una lucidez inusuales en nuestro gremio.
Si por algo se caracteriza la escritura de Mariano Peyrou es por su compromiso con el lenguaje; no importa cuáles sean los asuntos que aborde, el lenguaje, la capacidad o incapacidad de éste para oponerse a su instrumentalización, para mediar entre mundos artificialmente divididos, para desactivar lugares comunes y convertirse en un lugar común, un lugar de encuentro, es el motivo principal de su obra. Por eso, en La tristeza de las fiestas no encontraréis únicamente una “crítica del amor”, tal como se afirma en la contracubierta del libro, sino una lucha, más desesperada a veces de lo que el autor estaría, supongo, dispuesto a admitir, contra la insignificancia, la esclerosis de nuestros hábitos sentimentales, la inconsistencia de nuestras “moralidades legendarias”.
Con una precisión de cirujano, con el instinto de un niño que descubre el poder de los huecos para articular las cosas, Peyrou cose y descose, construye y deconstruye, entre los elementos que conforman la realidad de sus relatos, puentes, pasos a nivel, túneles, posibles vías de comunicación que, como en los sueños, a veces no son más que trampantojos y, como los sueños, nos abruman después con un poso de insondable, oceánica melancolía. Así, en el texto que da título al libro, “La tristeza de las fiestas”, la atmósfera de sueño carnavalesco, el humor de estirpe psicoanalítica, revelan la pobreza, la fantasmagoría de lo que solemos llamar identidad, al tiempo que satirizan nuestras aspiraciones a la diferencia a través de los convencionalismos de la cultura democratizada: en una casa, en una fiesta se reúnen, como en falansterios, distintos colectivos agrupados según su etiqueta artística o intelectual (están los lingüistas, los músicos, los cineastas…); el narrador pasa de un falansterio a otro sacando a relucir las imposturas, formulando aporías sobre el amor y otros afectos, señalando fisuras en el lenguaje, es decir, en la realidad, una realidad, en este caso, ridícula y conmovedora al mismo tiempo, porque es humana.
Como todo gran melancólico, Peyrou es también un gran satírico, un maestro de la ironía, de la paradoja liberadora, poseedor de una capacidad de observación privilegiada, de una mente proteica, siempre consciente de la precariedad de nuestras convicciones, de nuestras cómicas autoafirmaciones, de nuestros previsibles pasos en falso. A veces, leyéndole, uno tiene la impresión de encontrarse ante un Ambrose Bierce menos cínico, más trágico; como si, una vez llegado al punto más descreído y descarnado de la observación, no pudiera permanecer ahí, puesto que incurriría en una falacia tan patética como la patética misma, la de la lucidez, y diese un paso más, o un paso menos, el movimiento justo capaz de dar pie a la empatía, como una maldición, si se quiere, que nos salva.
La escritura es al lenguaje lo que el lenguaje es a la soledad, el lugar donde ésta adquiere conciencia de sí, de la terrible violencia, los ambivalentes vínculos que constituyen las relaciones entre los prójimos. Y éste es, dicho de otro modo, el tema de los relatos que componen La tristeza de las fiestas: una gran soledad que se postula como una posibilidad acogedora, el hueco para que dos sensibilidades se encuentren, se adentren la una en la otra y establezcan las normas que puedan dar lugar a un nuevo juego, una nueva fantasía compartida, menos pobre, menos triste, menos opresiva que aquellas ante las que con frecuencia nos resignamos.
Sin embargo, el planteamiento de esta posibilidad por parte del escritor elude cualquier concesión al idealismo, con el mismo rigor con que evita sucumbir a los dictados de los toscos realismos autobiográficos que tanto proliferan hoy en día. Mariano Peyrou es tan elegante como exigente, y no se permite muchas indulgencias; sospecho que, más que a una simple voluntad de estilo, o al exceso de importancia que la literatura de nuestra época concede a los problemas del yo, su elegancia y su exigencia nacen de una suerte de tesoro deliberadamente oculto, astutamente velado por la solvencia de su escritura: una suerte de fragilidad donde se reconoce otro, donde reconoce a los otros, una aguda percepción de su propia vulnerabilidad en la vulnerabilidad de todo lo que existe. Y esto es lo que le permite atacar tan sutil como eficazmente nuestra ilusión de autonomía, heredada del romanticismo, y revertir sus tendencias solipsistas para contemplar y registrar las evoluciones de los otros: “Cada vez que nos imaginamos cómo nos ve otro, cada vez que jugamos a ser otra cosa, cada vez que salimos de la propia identidad a través de los ojos ajenos estamos dando un paso hacia dentro”.
Esta extraordinaria capacidad negativa es la fuente que mantiene “siempre reciennaciendo”, en la obra de Peyrou, el conflicto entre el ensimismamiento (la renuncia) y la fascinación por el mundo (el deseo).
Basta con hacer el ejercicio de leer los cuentos que conforman La tristeza de las fiestas holísticamente, como si el libro hubiera sido organizado en orden cronológico, al modo de una novela de formación, en la que cada texto no es más que un episodio engañosamente autónomo, para encontrarse con una educación sentimental en toda regla: la evolución de una sensibilidad que comienza siendo una simple observadora, intenta después salir, participar, para acabar confirmándose a sí misma que lo que llamamos realidad, lo que llamamos amor, no le interesan sino como trazos, como excusas para imaginar. Una sensibilidad que se burla de lo que se espera que suceda entre las personas, y exige que lo real sea tratado como lo que es, un mero intermediario. Por eso no soporta que a un encuentro sexual entre un hombre y una mujer, por ejemplo, se le otorgue una trascendencia como hecho en sí, y aún menos que esa trascendencia se asimile a un supuesto amor entre lo más real de ambos: para él es solamente una puerta, es lo que la realidad brinda para que las imaginaciones se acuerden. Pero una puerta que, al cabo, y ahí es donde esta sensibilidad muestra su naturaleza trágica, sirve tan sólo como un indicador de la distancia, tal como afirma uno de los personajes del libro: “El amor es una búsqueda de distancia -corrigió Mariel-. Te vas acercando más y más mientras pisas un terreno común, pero en el fondo parece que buscas un motivo, que siempre aparece, para poder alejarte. Vistas desde el final, las relaciones son siempre así. Diríamos que todo ha ocurrido para que se manifestara esa distancia, esa diferencia que definitivamente te separa del otro”.
Esa distancia y esa diferencia “definitivas” se encarnan en el lenguaje a modo de carencia, de ausencia física, de tara que el propio lenguaje compensa violentando la sintaxis, multiplicando su fuerza poética, reconociendo en su propio cuerpo su incapacidad para la desesperanza: “Comprender esta degradación del pensamiento y del lenguaje decididamente te amo, y pretendes con más ímpetu que dirección ensamblar los fragmentos que empiezan a amontonarse en torno a la guillo; ha de haber algún modo de evitar esta sustracción de un pedazo de vida, alguna solución para esta cojera de la experiencia”.
Una vez que uno ha atravesado los hitos de esta educación sentimental, y acepta cuanto de sí hay en ellos, comprende que su apariencia desapegada y su, por así decirlo, poética cruel, velan en realidad una vieja alianza, una amistad antigua como el lenguaje mismo, la de la inteligencia y la ternura, dos dones que, afortunadamente para los que lo conocemos y lo tratamos, Mariano Peyrou posee en grado sumo y comparte con generosidad y excelencia.
Texto , Copyright © 2015 Abraham Gragera
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