RAÚL LARA MOLINA
El tranvía me había dejado en Porta Nuova. Era uno de los primeros días calurosos del año en la capital y los turineses empezaban a frecuentar los jardines y fuentes del centro de la ciudad. El clima de Turín durante la primavera es algo particular, o loco más bien, y no lo digo por el calor, ni por los primeros escotes del año, sino por la imprevisibilidad del mismo. Puede caer sobre la ciudad un manto de calor insoportable hasta el punto de que el asfalto queme (lo juro por mis chanclas de plástico de veraneante sureño) y que cinco minutos después o a la vez te caiga una granizada de mil demonios capaz de matarte; o que llueva, y que las gotas que caen de arriba se mezclen con las tuyas de sudor que vienen frente abajo, y que al final de todo no sepas qué gota pertenece a quién, si estás sudado o empapado. En resumen, simpáticos caprichos atmosféricos que hacen que los turineses durante dos meses al año se enfrenten a la lluvia y al frío en pantalones cortos y chanclas, y al calor con paraguas y bufandas. Es muy curiosa la vestimenta de algunos.
Regresaba de la feria del libro. Por esa época aún iba a la universidad, y alternaba con el estudio trabajos de mierda de semanas de duración. En realidad no estudiaba. Nunca llegué a estudiar. Y lo que hacía en la universidad era vagar de un lado para otro y fijarme en la gente. Estudiarlos. Y de vez en cuando intentar follar.
Durante ese tiempo trabajé de relaciones públicas de discotecas, de camarero, en librerías, inmobiliarias y en tiendas de ropa; algunas veces trabajaba las vacaciones de un tercero, otras colaboraba en negocios de conocidos y otras trabajaba un mes o una semana. Así me pagaba el alquiler del piso. Los libros y el alcohol corrían por pura cuenta del azar, buenos tiempos, o tiempos peores. La comida llegaba, aunque importaba menos. En los peores días llegué a no comer durante treinta cinco o cuarenta horas. Pese al hambre siempre me sentí fuerte y sano.
Esa semana estuve en la feria del libro, trabajando de voluntario. Tal cual. Pertenecí a una campaña de jóvenes voluntarios de fuerte conciencia social: el trabajo consistía en estar quieto y sonriente en un stand que teníamos montado en una esquina y en pasearme por el recinto ferial con la camisa oficial del voluntariado. En realidad consistía en apoyar alguna campaña política o algo por el estilo, aunque nunca lo supe con certeza. Esa semana trabajé también de noche, en una discoteca, y durante las primeras horas de las mañanas en la feria me costaba bastante mantenerme en pie, así que solía quitarme de en medio y esconderme en un rincón del pabellón, en una sala tipo anfiteatro que estaba justo detrás de nuestro puesto voluntario, para descansar y dormir unas horas. La sala se llamaba “Lingua Madre”, se realizaba un programa de conferencias diarias donde invitaban a poetas de todo el mundo que tras breves entrevistas recitaban sus poemas. Fueron esas siestas mi primera toma de contacto con los recitales de poesía, y fueron en vascos y en la voz de Itziar los primeros versos que oí recitar. Fue lo mejor de la feria. Durante el recital de Itziar no conseguí dormir. Cuando terminó tuve la intención de ir a saludarla, a felicitarla ¡de poeta a poeta!; pero al instante desapareció de mi cabeza tal pensamiento al ver en mi pecho una gran V verde y la palabra “Voluntario”. Así que me giré hacia un lado y finalmente conseguí dormir.
Recuerdo que diariamente los periodistas nos hacían fotos y vídeos junto a políticos, paralíticos, alcaldes, militares y grupos de mujeres en contra del aborto, todos nos utilizaban para lavar un poco su imagen y publicitar su idea. Todos sonrientes entre flashes.
En lo que a mí respecta siempre bajaba del tranvía en Porta Nuova contento y satisfecho, el trabajo de voluntario estaba realmente bien pagado.
Ese día crucé la carretera por el paso de peatones y me encaminé por Via Roma, solemne vía repleta de negocios de grandes cristaleras, suelos de mármol y enormes columnas. Andaba distraído mirando los artículos de los negocios de la vía: relojes, zapatos, bolsos, etc. Todo costaba muchísimo más que su utilidad, posicionamiento por precio exclusivo creo que lo llaman. Si tienes claro que no vas a comprar nada, que no necesitas nada, o dicho de otra forma, que no tienes dinero para esa calle, pasear por allí es realmente divertido. Debe ser parecido a pasear por el paraíso o el infierno, o China.
A la altura de Piazza San Carlo decidí abandonar la vía romana y acortar camino hacia mi casa, estaba realmente cansado, y bajé por Via Cavour hasta llegar a un parque del cual no recuerdo su nombre. El parque es una explanada de cemento con dos laderas de césped a los lados. En el centro del parque hay una casa de madera, que sirvió como residencia a los canadienses en los Olimpiadas de invierno celebradas en la capital, se llama Casa Canada. En la ladera izquierda se encuentra un club de jazz, Jazz Club. La ladera derecha es solo hierba y personas que leen y toman el sol. Al parque lo completan pivotes, jóvenes en monopatín y bancos de cemento situados a los pies de ambos montículos.
En una de las esquinas del parque está la Cámara de Comercio del Piamonte. Un edificio opaco de cristaleras y despachos alineados sin muros, al más puro estilo del capitalismo setentero. Cuando pasé por allí, en sus escaleras de entrada me encontré un vagabundo que siempre había visto en los alrededores de mi casa. Siempre iba encorvado y callado, nunca pedía limosna y nunca estaba sentado como los demás vagabundos. Era un vagabundo atípico pero típico en su vestimenta y posesiones. La gente se reía de él debido al grado de encorvamiento que con los años había alcanzado a la vez que andaba. Era un cáncamo.
Al llegar a su altura y verlo sentado, con todos sus bártulos tirados por el suelo cual niño rebelde, dormido, cansado, y a mi modo de ver, derrotado, una pena tremenda como nunca había experimentado brotó en mi pecho, y cuando caminando, pues no me paré, el vagabundo desapareció de mi campo de visión, comencé a ahogarme, y la pena que había brotado en mí la podía palpar, oler, e incluso tocar. (Ahora ando más atento, desde que sé que la muerte tiene cuerpo y cara, pues la pena lo tiene). No podía respirar, y sentí al pasar de largo que si no volvía, una parte de mi vida la dejaría atrás sin haberla vivido. Y no es que me aflija ver vagabundos. No es que sienta una lástima desmedida por ellos. Siento los dos segundos de lástima que todos sentimos cuando pasamos cerca. Hablando de vagabundos no animalizados claro está, es decir, aquellos que no poseen animal o compañía. Por el vagabundo animalizado nadie siente pena, la siente por su perro.
Bueno, ni me paré ni me volví y ya pasado el pellizco en el alma conseguí llegar a la calle que daba a la plaza donde vivo. Torino está edificada en líneas rectas. De esta forma, puede ser que te encuentres en la calle que te lleva a tu casa, e incluso que veas, como yo, la plaza donde vives, y aún te quede un kilómetro para llegar. Seguía pensando en el vagabundo. ¿Por qué sentía que aquella situación nos pertenecía a ambos? El vagabundo estaba ahí para mí, esperándome, y yo debería haber acudido a la cita, por y para el vagabundo. ¿Qué había sido esa sensación que había experimentado tan próxima a la pena? ¿Pero a mi pena? ¿Había experimentado la pena del vagabundo quizás? ¿Como si hubiese mirado la vida a través de sus ojos?
Aprovechándome del asfalto restante dejé de hacerme preguntas y queriendo sin querer, como sucede en estos casos cuando tengo problemas de conciencia, apelé a mi memoria estúpida y tarareando una canción que resultó ser como mi memoria, estúpida (suele pasar si la tarareas demasiadas veces, como todo), esperé a que todo el mal trago se me pasara y olvidara. No sería la primera vez que no acudía a una cita, así que seguí calle abajo por Via Les artistes hasta llegar a la plaza.
Dos metros antes de llegar a la plaza me encontré de nuevo con el vagabundo:
Un viejo abrigo marrón con botones enormes estaba posado en una barandilla. El abrigo estaba claramente abandonado, como el viejo. La señal entonces no podía ser más clara, debía reunir el abrigo con el viejo, y así, el vagabundo tendría una prenda más para resguardarse del próximo invierno de Turín, el abrigo tendría a quien resguardar del frío y se sentiría abrigo, no despojo, y yo apaciguaría esta pena de buen samaritano que había brotado de mí incomprensiblemente, o al menos, tendría algo para escribir ese día. Ese abrigo posado en la barandilla fue la señal que acabó con el letargo y sacudió mi conciencia. Había llegado el momento.
Realmente no sé cuantos pasos o metros hay desde la esquina de la plaza hasta mi casa, pocos, pero tardé un eternidad en atravesar media plaza. La pena que anteriormente había brotado en mi pecho seguía con la misma fuerza e intensidad, pero se había transformado en algarabía una vez tomada la decisión de reunirme de nuevo con el vagabundo, mas seguía ahogándome, pero ahora solo por el júbilo de imaginar la buena acción que yo, saliendo de la sociedad un momento, iba a realizar. Andaba realmente emocionado y contenido a la vez, con paso lento.
Subí a mi casa con las directrices bien marcadas. Abrí la puerta, me dirigí al cuarto y empecé a buscar en mi armario cosas necesarias para un vagabundo, es decir, cosas innecesarias para mí. Al final del asalto al armario tenía el botín en las manos: una toalla amarilla de mano y dos juegos de calcetines de lana marrones que aún no me había puesto. Estas dos prendas, junto al abrigo, harían que el viejo vagabundo saltara de alegría. Estaba dando los primeros pasos para salvar la vida del vagabundo. El segundo: comida. Me dirigí a la cocina y sobre la mesa puse tres latas de atún, un plátano y un paquete de galletas. También cogí un paquete de Chesterfield y lo puse junto a los demás víveres (por esta época había dejado de fumar y el tabaco que nos llegaba de importación carecía de valor). ¡Cuánto afortunado eres amigo viejo! Solo faltaba una cosa, y la duda me rondaba. ¿Los vagabundos leen? Y si leen, ¿es positivo o negativo para ellos el leer? Desde un punto de vista social, por medio de la lectura, el vagabundo podría olvidar su asquerosa vida y ser transportado hacia mundos que no podría ni ver, ni imaginar, experimentar sensaciones que aun experimentándolas cualquier lector, desde la condición vagabunda podrían tener sino más valor, más efectividad. Actuaría el libro como aislante, como calmante. Pero desde un punto de vista asocial, ¿y si el viejo había vuelto la espalda a la condición humana? ¿Y si despechado por su vida no querría saber nada sobre la civilización? ¿Para qué entonces iba a leer estúpidas historias escritas por tipos que creían saber cómo era la vida sentados en sus escritorios al calor de la chimenea? Todavía dudando sobre si debía contener la mochila voluntaria un libro o no, ya tenía entre mis manos el elegido: “Lluvia”; de una escritora japonesa. Aún no era consciente cuanto importante y acertado había sido el razonamiento y estúpida la decisión. Días después descubrí que el libro que elegí para el vagabundo fue el primer regalo que le había hecho a Carlotta. A día de hoy sigue siendo toda una anécdota.
Comida, ropa, vicio y ocio. ¿Qué más podría desear un vagabundo? Solo faltaba una cosa, sí, una cosa, la mochila vagabunda. Una asociación que trabaja con estudiantes extranjeros y con la que yo colaboraba asiduamente todos los años a principios de curso, obsequiaba a los estudiantes de intercambio con una mochila roja muy útil; contenía mapas de la ciudad, horarios de autobuses, y folletines de información sobre alojamiento y sobre dónde hacer la compra. Yo tenía varias, se llamaban “Kit Erasmus”. Cogí una de las mochilas y vacié todo su contenido menos el mapa de la ciudad, después metí todas las cosas que formarían el ” Kit Vagabundo”. Opté por no hacerme preguntas sobre la utilidad, primero, de un mapa para un vagabundo, y segundo, sobre el concepto orientación para el mismo.
Hombre y destino, así me sentía, no existían calles, semáforos ni otras personas que no fuésemos él o yo. Bajé las escaleras y me reuní en la esquina con el abrigo que continuaba posado en la barandilla, completé el kit, y calle arriba experimenté dar los pasos más firmes que había dado en mi vida. Cargados de miedo, era un soldado mirando al horizonte.
Durante el camino pensé en este instante, el momento mismo que escribiría el triunfante relato de como yo esquivé por un momento la estupidez de la condición humana y tendí un brazo desinteresado por un igual en apuros, escribiría cómo el vagabundo agradecido y extrañado, con lágrimas corriéndoles por las mejillas me agradecería el gesto tan inhumano que acababa de realizar, y sí, en ese instante, volvería a fumar, y de su paquete, el vagabundo me ofrecería un cigarrillo tremendamente satisfecho de poder ofrecer algo a alguien, y juntos fumaríamos sentados dando la espalda a la Cámara de Comercio. Eso haríamos, dar la espalda a la sociedad y unir nuestras experiencias a través del cigarro, y el viejo me contaría lo miserable que había sido la vida con él, me contaría su historia, y yo le contaría la mía, y así pasarían las horas y llegarían las sombras. Él me agradecería el poder conversar con alguien y nacería una amistad pura, una amistad fuerte en la debilidad de nuestra condición, seríamos amigos, el viejo vagabundo y el joven escritor.
Justo antes de doblar la esquina para encontrarme con mi amigo me vino a la cabeza otra idea, qué curioso, realizaría aquella acción desinteresada una hora después de haber trabajado como voluntario. En la feria una vieja amargada y mal follada me dijo que no se puede decir trabajar si el trabajo mismo consiste en ser voluntario. Yo tengo otro concepto de la palabra trabajo. ¿Y si finalmente el haber trabajado como voluntario y ver lo equivocado de los valores incrustados en la sociedad, se paga la voluntad voluntaria, había encendido la bombilla? ¿Había sido la pena brotada en mí delante del vagabundo ese destello? ¿La oportunidad de, verdaderamente, realizar la acción voluntaria? Demasiadas dudas, estaba delante de mi amigo y tenía miedo. La suerte estaba echada sobre mí y pesaba…
Había llegado el momento, era él, mi amigo, aquel que dentro de poco me contaría su vida y lloraría de emoción. Pero había un problema, miedo. Me costaba representar aquel papel, romper hielos, yo era antisocial en sociedad, no me gustaba hablar con desconocidos, no me gustaba entablar nuevas amistades, ni mucho menos pararme y saludar a gente por la calle, evitaba a la gente, ¿igual que él? Y olía mal, esto solo él, olía realmente mal, no me pude acercar más, el olor me habría hecho vomitar si daba un paso más; me quedé a un metro de las escaleras, y desde allí, le arrojé el saludo.
-ey, amigo.
Ni me miró (en realidad, esas palabras nunca fueron dirigidas a él). Yo pensé que seguramente mi amigo creería que una vez más su mente le había vuelto a discutir. También imaginé que era difícil escuchar algo con toda la mierda que tendría en las orejas. El miedo seguía apoderándose cada vez más de mí y una especie de temblor fue subiendo por la pierna. Estaba nervioso. ¿Qué estaba pasando? El “Kit” de mi amigo pesaba en mi espalda. Me di cuenta de que no quería estar allí. Ahora sabía que no iba a ser tan fácil volver a fumar. Y en ese instante, donde la determinación, la voluntad, el miedo y el nerviosismo paralizaban mi cuerpo, la incertidumbre de mi estupidez me guió una vez más. (Si hubiese estado cerca de una ventana me hubiera arrojado al vacío sin dudar, era el primer soldado de infantería de la primera línea de ataque del frente de batalla del ejército perdedor). Cargado de valentía olfativa me acerqué más a él…
Y aquel hombre encorvado, nauseabundo, triste y derrotado vagabundo ondeó su bandera; fue un golpe de garganta desgarrado y desesperado, próximo a la muerte, tan verdadero:
—¡NOOOO…!
Un no a la vida. Y yo era la representación de esta. Sus ojos, que cuando llegué estaban como fuera de órbita, acompañaron en todo momento al monosílabo y tornaron normales en el instante que calló. Yo, al haber sido víctima de un grito tan rotundo me sentí violentado. ¿Por qué me chillaba el viejo?; solo pretendía ayudarle.
—te traigo comida, ropa y cigarros —dije.
No menté el libro. Él me miró desde su trono, despechado (su posición elevada en los escalones fue un error estratégico). Estábamos en su reino. Y nuestras miradas finalmente se encontraron, cosa que me puso aún más nervioso. Y finalmente el viejo se dirigió a mí:
—no quiero nada, todo son estrategias políticas… —susurró.
Yo quedé petrificado, ¿estrategias políticas?
—venga, que soy tu amigo —dije. Y comencé a subir las escaleras.
Y en ese momento el viejo volvió a ondear su bandera con otro grito aún más fuerte que me frenó en seco:
—¡NOOOOOOOO…! —. Luego sus ojos volvieron a su órbita infinita y allí quedaron.
Ahora sí. ¿Qué coño hacía allí?, sufriendo una peste inhumana, sí, quería ayudar al vagabundo ese. Quería ofrecerle un poco de felicidad. Comida. Tabaco. El libro que se lo metiera por el culo. Pero no iba a aguantar tal humillación. Los transeúntes que oyeron los gritos del viejo me miraban extrañados. Los coches curiosos desaceleraban. Odio ser el centro de algo. Y encima que quería ayudar, ¡el viejo la emprendía a gritos conmigo! Ahora comprendía por qué había llegado a esa situación tan animal…
Tomé una decisión: le daría una última oportunidad. Pero sería la voluntad del vagabundo, y no yo, quien lo alimentara. Yo no pasaría más vergüenza.
Crucé a la acera de enfrente (me sentí mejor) y junto a un banco de cemento situado a la vista del reino vagabundo le hice una señal al rey peste, y le mostré en alto la mochila. Luego saqué el tabaco y se lo mostré. Después saqué algo de comida y también se la mostré. Luego dejé todo en el banco y me fui. Durante el resto del día, sin otra cosa mejor que hacer vagabundeé por la ciudad, y una melena rubia, un escaparate con mapas antiguos y unas bonitas piernas ocuparon toda mi atención.
Texto © Raúl Lara Molina 2014
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