por Egberto Almenas
Maxfield Parrish
Old White Birch, 1937.
Óleo sobre panel, 30” x 24”
1. Renace el fénix
A la hora de partir en el más sumido de sus sueños volvía a erguirse para caer de nuevo el fénix estadounidense de la ilustración gráfica cuyos impresos engalanaron hasta las paredes más íntimas y pobretonas de su tierra: Moría de veras Maxfield Parrish (1870-1966). Larga y holgada vida le había dado su encantorio de fama intrusa, colegial e intermitente. Y tal fue su astucia para así lucrarse de reojo hacia las pundonorosas Bellas Artes, que tras cierta mezcla de envidia y aplauso pronto le motejarían sus detractores de no ser más que un buen “empresario con el pincel”. Pero este “Rembrandt del hombre común” que en una de las pocas entrevistas dadas se definió como un bricoleur aburridamente ordinario y alérgico a los melindres arcanos del arte, trajina según parece una importancia mayor a la otorgada antes. Vencido en su torno el coleccionismo del dólar avaro, y a la merced del cual permanecían en arresto muchas de sus piezas originales más veneradas, Parrish renace otra vez de sus cenizas en la contemplación de nuevos admiradores.
“La gente encerrada en sí necesita salidas para su imaginación”, abogaba al abandonar para siempre a sus “chicas en las rocas”. Aquellas primas carnales con las de Rossetti que durante lustros posó en ámbitos alucinantes afianzaron su gloria y fortuna mundanal. Promediaban los años de 1930, y a sus sesenta y tantos abriles Parrish se las arreglaba a despecho de sus hermosas y todavía altamente solicitadas criaturas para dedicarse de lleno al paisajismo—una antigua afición familiar, y en verdad, su irrecusable fuerte. Con todo, verdad más fuerte debió de haber sido el llamado de la morusa, pues si bien nunca anduvo corto de fórmulas mágicas para hechizar a su público, más pudo su olfato para adelantarse y enriquecerse conforme a las nuevas direcciones del mercado.
Maxfield Parrish
Stars, 1926.
Óleo sobre panel, 35 1/8” x 21 ¾”
Fue el gran ilustrador, en efecto, una mañuela para el dinero (quick with a quid, decían sus amigos). Aun cuando deploró repetirse ad nauseam a instancias de sus clientócratas (Scribner, Harper, Collier, Hearst, General Electric, Life…), sus partos temperamentales en el taller obedecieron siempre al contante y sonante de sus comisiones. Así previó que la radio, la televisión y el cine después de la Primera Guerra Mundial menguarían la demanda por las revistas, el medio con cuyo auge en Estados Unidos desde el último tercio decimonónico se había alzado a la cumbre de su género. Un acelerado urbanismo maquinal en desatino privaba entonces al vulgo de los bálsamos que la ruralía despoblada obsequia. Las nuevas escenas de Parrish, ahora destinadas a calendarios que a manera de vales distribuían grandes firmas autorizadas, las colmarían viviendas con establos, con graneros o molinos entre praderas y charcas que espejean cielos verdes, ocres, o el de esos cobaltos nocturnos que aún hoy muchos refieren como el “azul de Parrish”. Sus robles de cortezas heladas o próximas a encenderse en candela viva fueron su renovado signo y obsesión. “Sólo Dios sabe crear un árbol”, dicen que rezongaba, absorto, frente al caballete: “¡Por supuesto, salvo que me gustaría verlo pintar uno!”, remataba enseguida.
Maxfield Parrish
The Country Schoolhouse, 1937
Óleo sobre lienzo, 24” x 30”
Maxfield Parrish
Hill Top Farm, Winter, 1949.
Óleo sobre mansonita, 13 ½” x 15 ½”
2. Oros castos
No extraña que durante las peores rachas de la Gran Depresión sus estampas corrieran en volúmenes sólo a la zaga de Van Gogh y Cézanne, significativo parangón con dómines asentados del arte moderno al cual habría que embutirle otra menos manida salvedad: el hiperestésico de la oreja cortada se sopló un plomo en el esófago sin jamás haber vendido un solo cuadro; el otro, provinciano perdido, parasitaba hasta el final de sus días la herencia de su padre. Parrish, por el contrario, regateó y cobró hasta el último céntimo por cada una de sus entregas a lo largo de sus setenta años de contrataciones sucesivas. Con algunas de sus piezas del difícil periodo llegó incluso a quintuplicar sus ganancias (encargo del original, derechos de reproducción, regalía por cada número de la tirada, arrendamiento y venta posterior del original por separado). “Es una cuestión elemental de aritmética”, guiñó, ya inmune en su país a los concurrentes años de radicalización y exilio.
Maxfield Parrish
Mill Pond, 1945
Óleo sobre papel, 22 ½” x 18”
Pero justo es reconocer que también cuajan oros castos de la paleta parrishiana. Sin obviar la devaluación que entraña la copia de un original, los motivos del controvertible desdén a sus trabajos podrían escudriñarse en la aquiescencia tuna de sus pactos, en la voluntad confesa de ser puramente accesoria su imaginativa, o de haberse rendido a la decoración, con frecuencia caricaturesca, y en lugares tan impertinentes al “arte culto” como el cartel de publicidad, el libro para menores, el naipe de juego, el menú del restaurante, la tarjeta postal, el enlatado de levadura, el vestíbulo del hotel, la revista de frivolidades y, entre otros, hasta el tablón de perchas para las jarras del club cervecero.
Durante casi treinta años el ya acaudalado Parrish pudo colar sus paisajes “serios”, logrando a su vez que de ellos se repartieran sobre veinte millones de ejemplares con creces desmedidas a su favor. Todavía hoy hasta los grabados de limitada circulación que por aquellos días potenciaban su calibre entre los escoliastas de algún mérito, asaltan sobre una y otra baratija de uso cotidiano. Desde su juventud se había aprovechado de los añiles sedantes del modernismo. En las cosechas de su más reposada edad continúa exudándolos.
Maxfield Parrish
At Close of Day, 1941.
Óleo sobre panel, 15” x 13”
Maxfield Parrish
Little Sugar River at Noon, ca. 1922-1924
Óleo sobre panel, 15 ½” x 19 3/4”
Aparte de su “sentido común para el negocio”, Parrish retiene en sus últimos paisajes esa misma fiebre atildada de los modernistas por las vivencias orientales y del medievo, por la fábula y el folclor, y por los desplazamientos cogitabundos hacia lejanos paraderos exóticos desde lo auténticamente nativo, llano y actual. Aunque sosiegue en ellos aquel aticismo que tanto habían alentado los autores del triunfante “índigo surreal”, todavía impera en el entramado de sus composiciones un ordenamiento afín. Tal el de la simetría dinámica (armonización con ligeras variaciones en cada plano de un parigual).También mejora en adelante la metódica estratificación del color y del barnizado con que solía impartirle, según las prácticas de Asia asumidas por el Renacimiento, sensación de esmalte naturalmente veteado a la superficie de sus obras. Cada figura no deja de ser en sus manos sugestión del lujo material que soñaron los modernistas: gemas, filigranas, manaderos, plumajes, jardines, alumbrados tenues. Para lograr semejante aforo, Parrish consultaba a menudo la fotografía que él mismo tomaba y luego recomponía mezclando preceptos grecolatinos con los románticos y los modernos. Cuando las circunstancias inmediatas dejaban de estimularlo, armaba en el estudio maquetas suplentes que pudieran seguir guiándole, como decía Goya, “el capricho y la invención”.
Maxfield Parrish
Winter Sunrise, 1949
Óleo sobre panel, 13” x 15”
Así sistematizaba en placas y transparencias de cristal un meticuloso archivo reciclable de documentaciones. Siempre pragmático y sagaz (concebía sus trabajos sólo en función de sus posibilidades en la imprenta), extendió a sus paisajes venturos ese compendio prosaicamente versallesco que le confería singularidad al modernismo americano. Nadie como él en Estados Unidos pudo apaniguar tan bien ese azul que por su misteriosa recurrencia en la vida onírica, la parapsicología y la narcosis, vino a asociarse con el nuevo arte en extremo “decadente” a la luz del descriptivismo a secas.
Es cierto, desde que en la Francia fin de siècle un insomne incurable comparó sus impresiones bajo los efectos de la morfina con una levitación a voluntad sobre un campo de blandas amenidades absurdas y como vistas a través de una mica azul, los creadores del momento hallaron en esa coloración garza del paciente un resquicio para escapar a otras latitudes inexploradas de la psiquis. Había que promover así, en ansiosa vigilia quimérica, el “individualismo”, la “libre manifestación de las ideas”, y el “vuelo poético sin trabas” ante un cuartelazo utilitarista que a todos resultaba degollante, decía de su parte Rubén Darío. Contra el “rey burgués” había que abanderar a toda costa el “azul napolitano”.
3. Apetencias paralelas
Parrish debió lidiar con aquellos tiempos que corrían, pero fruto al fin sazonado de cuáqueros terratenientes y artífices (su padre fue un reconocido acuafortista), evadió con villana ambivalencia el desplume de alas en manos de una industrialización apática. Pintores notables de la época sustentaron su ingreso en el museo gracias a la alternancia de sus musas con el diseño comercial. Dos grandes amores en pugna concesionaria más llevadera mantuvo Parrish: el oro del mejor ánimo modernista y el del brillo que envilece.
Maxfield Parrish
Daybreak, 1922
Óleo sobre panel, 26 ½” × 45”
La conciliación le costó el confinamiento por largas temporadas en el sótano de la plástica “pura”. De tal olvido padeció en galerías y museos que varias veces se le creyó difunto. En tanto, desde su mansión en los paradisíacos campos de Cornish, New Hampshire, el vivo engrosaba sus arcas con la nieve bajo el claro de la luna, la hoja ambarina en el albor de otoño, las cascadas al crepúsculo boreal, o la caliza ardiente tras las brumas.
¡Artesanía sensiblera!, denuncian. No tan así. La equivalencia de Parrish con el modernismo radica en cómo se aviene a una ensoñación de arraigos implacables a través de un realismo sentido que es al fin más real y convincente que el hecho. Él mismo hablaba del realismo de la impresión, “el estado anímico del momento, sí, pero no el realismo de las cosas. Para eso está la fotografía en colores, que capta eso mejor”. De estirpe victoriana y en plena era del Art Nouveau, con su enaltecimiento de las vocaciones aplicadas, el magnate de la ilustración yanqui debió adecuar sus complacencias a una recién nacida religión de obrajes laicos cuyos balbuceos resultaban, por su mera autoctonía, aún más fehacientes que el descoco de los vanguardismos al uso. Cuando con sus lolitas en tafetanes revoloteados por la brisa tiró demasiado del atrevimiento, lo aguardó la todavía ávida guillotina de la censura puritana. Cuando poco antes de morir a la edad de 95 años reverdecía su popularidad como precursor del Pop-Art, se burló de lo retardado ––y lo irremunerado–– del encomio. Sólo lo salvó su don para anisar a tiempo sus ilustraciones, para venderlas a granel, y de paso inducir a quienes les urgía soñar, siquiera de un tumbo, con los ojos vueltos hacia la lámina gratuita tachonada del seto.
Maxfield Parrish
White Birches: Winter
Óleo sobre masonita, 21½” x 18½”
Muchos fueron los alicortados, los delirantes tránsfugos que debieron batirse en retirada o sucumbir en la exclusividad de sus soles. Apetencias paralelas satisfizo en cambio el canalla de Cornish ––los oros soñados del modernismo––, y entre las premuras de su bolsillo y los vuelos de su alma, dejó el metálico “menudo”, “artesanal” y “perecedero” de sus azules. “La gente”, había dicho, “necesita ventanas para sus mentes, y los artistas se las proveemos” —sí, claro, por un jugoso precio advenedizo en consorcio, pero a la hora del desvelo para todos los demás, sean con elfos aniñados o con la memoria onírica de fugas campestres, eso también vale.
Maxfield Parrish
Sheltering Oaks, 1956
“Oleo sobre panel, 23” x 18½”
Texto © Egberto Almenas 2014
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