El 24 de octubre de 2013 Santiago Montobbio impartió una conferencia en Amics de la UNESCO de Barcelona dentro del ciclo “Altaveu de les cultures”, en el que ya participó el año pasado y que en esta ocasión estaba dedicado al hombre y la muerte. En esta conferencia y a través de un particular recorrido y lectura de los poemas de su último libro, Los soles por las noches esparcidos, publicado en la colección El Bardo, Santiago Montobbio refiere cómo aparecen en ellos algunos aspectos afirmativos –como el amor o la infancia o el carácter santo del arte-, pero también cómo están presentes y se entrelazan como constantes el final, el tiempo, la espera, la nada y muy especialmente la muerte. Esta conferencia es un modo de constatar y acercarnos a la presencia y maneras en que puede aparecer la muerte en la poesía. Termina con una referencia y reflexión sobre Salvador Espriu, quien afirmaba que su poesía era una meditación obsesiva sobre la muerte, con motivo del año de su centenario.
Por Santiago Montobbio
“Mal escrito. Falta vida” es un verso de Jorge Guillén que me llamó la atención cuando lo leí por primera vez en la adolescencia, y porque sentí que era un verso que encerraba una verdad. Una verdad sobre la poesía, tal y como yo la sentía y empezaba a sentirla, con la compañía y bajo la lumbre de sus poemas y del fuego de las palabras que empezaba de mi propia mano su camino. Una verdad y una cifra sobre la poesía, una máxima de cómo ha de ser y de qué ha de nutrirse, de la vida, y que me ha acompañado y siempre he recordado, y ya desde ese primer momento en que lo leí sentí que era la única poética verdaderamente posible, o al menos la única que yo quería y sentía. Y así, desde este primer recuerdo lo dije, cuando en junio de 1990 respondí en el pliego de poesía de El Ciervo a una pregunta que se nos hacía a varios poetas y era ¿cómo se hace un poema?, una pregunta imposible a no ser que la respondamos como yo lo hice, con este verso de Guillén, es decir, con la vida, y nada más. Exactamente decía en ese escrito de respuesta a la pregunta, titulado “Escribir siempre es ciego”: “También por lo mismo, cuando me dieron la oportunidad de publicar (cosa que no había imaginado) pensé que debía dar a conocer algunas de las cosas que había hecho con más vida. Un criterio, claro, que a muchos puede parecer más que erróneo. Mas me acordé de Guillén –“Mal escrito. Falta vida”- y pensé que había muchas poéticas utilizables, defendibles y aun plausibles, pero que esa era la de una honestidad más clara”. Puede sorprender este amor y prelidección por Guillén en mí, y que sea tan primero, o habría a quien le sorprenda, al entender que su poesía es una celebración del ser y la existencia –como lo vio Dámaso Alonso- y la mía a veces o con mucha frecuencia se hunde en sus sombras y sus tristezas. En efecto, su poesía es una celebración de la vida, y su capital primer libro, Cántico, tiene este subtítulo: Fe de vida. Es por ello que Octavio Paz dice que Guillén es una gloriosa excepción en el mundo del arte. Y mi amor por este cantor de la vida, este amor por parte de un cantor de sombras –como vio y tituló con ello un poema José Agustín Goytisolo a Luis Cernuda- puede sorprender, pero quizá no sea en el fondo para sorprenderse tanto. La verdad es que Guillén aflora y está presente en mis poemas recientes, así lo creo y también que podría mostrarse, aparte, y más aún pienso también que esta convicción y creencia de que la poesía ha de estar enraizada en la vida, nutrirse y partir de ella, y sólo entonces tener sentido escribirla, puede convivir con un ahondamiento en las tristezas y zonas sombrías de ésta, de la vida. La vida es también las sombras o el dolor o la pena, la noche y el silencio, las fieras sobre el adentro y los zarpazos del tiempo sobre él, sobre nosotros. La soledad del hombre y su final, que también es soledad. También esto es la vida, y por esto creo que puede compartirse este sentir que expresa y afirma el verso de Guillén con este ahondamiento en las zonas oscuras del ser. Pero es cierto que esta celebración de la existencia que es la poesía de Guillén hace de él una gloriosa excepción en el mundo del arte, como recordaba que decía Octavio Paz, y que más común es en él, en el arte, la navegación y el buceo en las sombras y las tristezas, quizá porque en momentos de soledad y angustia se hace más acuciante la necesidad de expresión, y la creación surge con más frecuencia en momentos de este tipo que de contemplación serena del mundo, cuando se siente –lo dijo Guillén, y tanto por esto se le ha condenado- que el mundo está bien hecho. Pero es una tendencia que podríamos decir general en el mundo del arte, y a la que podemos buscar esta razón, y que hace de Guillén una gloriosa excepción en él. El cuentista peruano Julio Ramón Ribeyro, un gran escritor triste, lo dice así: “Se reprocha a los escritores su inclinación a tratar temas sombríos, tristes, dramáticos, sórdidos y nunca o casi nunca temas felices. No creo que ello sea fruto de una preferencia, sino imposibilidad de sortear un escollo. Ocurre que la felicidad es indescriptible, no se puede declinar la felicidad. Es por ello que los cuentos populares y los cuentos para niños –e incluso los filmes norteamericanos happy end– terminan siempre con una fórmula de este género: “Se casaron y fueron muy felices”. Allí el narrador se detiene, pues ya no tiene nada que decir. Donde empieza la felicidad, empieza el silencio”.
He recordado el verso de Guillén, que hace de la vida la fuente y sustancia de la poesía, y que ésta sea válida, precisamente porque he de acercarme desde la poesía a la muerte, hablar de la muerte desde la poesía o mi poesía, quizá desde mi último libro, y esto es algo que en principio no te agrada. Porque la poesía es la vida. Pero también es la muerte, precisamente porque es la vida, y pienso, tras este recuerdo del verso de Guillén y este primer sentimiento de sorpresa o de rechazo o desagrado, que seguro que la muerte está presente en mis poemas, y está entreverada en ellos con la vida, y que podría rastrear este presencia y maneras en que aparece en mi último libro, Los soles por las noches esparcidos. La muerte y aspectos sombríos de la existencia a los que ya me he referido, y que distinguen y son propios de mi poesía y a la vez resulta tan común, como hemos visto, que en ellos el arte ahonde, sobre ellos escriban los escritores, como nos recordaba Ribeyro. Pero que lo hagamos no implica que nos guste, o que a mí me guste, si he de hablar en primera persona, como me temo que debo. Escribes lo que sientes que has de escribir, y esto no quiere decir que te guste lo que escribes, o sobre lo que escribes, o sentir la necesidad de tener que escribir esto. Pero la sientes, y por esto esto escribes, sin pensar en si te gusta lo que escribes. Porque no te lo puedes permitir. Porque escribir es una necesidad y se te impone. Es un deber, y no cuenta que te guste. Y así la poesía y lo que escribe refleja lo que eres, y no lo que te gusta, como cantó Seferis que hacía el papel en blanco en uno de sus Tres poemas secretos: “El papel en blanco rígido espejo/ sólo devuelve lo que eres.// El papel en blanco habla con tu voz,/ tu propia voz/ no con la que te agrada;/ tu música es la vida/ esa que has derrochado”. Lo que eres, y cómo es la vida, y por esto aparecen y están tan presentes estos aspectos sombríos, el dolor o la soledad o la muerte. Que no elegirías, o no te gustan, pero están, porque son la vida, están en ella. También en este sentido recordaba el verso de Guillén en que me fijé en mi adolescencia –“Mal escrito. Falta vida”-, porque la vida son también estos aspectos sombríos y no sólo el gozo mismo de existir que él celebraba. Quiero decir que esta sentencia de Guillén es precisa y puede predicarse también de un quehacer lírico que ahonde en los aspectos sombríos de la existencia, y aun en los más terribles, y que ahonde en ellos desde la vida, y que sean éstos en ella, en esta poesía, como una pulsión de la vida. Porque ellos también son la vida, y desde ella pueden desentrañarse y cantarse. Porque la vida son también las sombras, y el arte que en ellas ahonda. La vida es la muerte, o está en ella. La muerte, que a la fuerza hemos de encontrar en mis poemas, y también –si queremos ceñirnos a él- en los de mi último libro, y encontrarla entre la vida. Desde la que se hace la poesía. Que la precisa. Así lo siento y este sentimiento está en el motivo y el primer verso de un poema de este libro que tiene un particular significado, o lo ha cobrado. Voy a leerlo:
DOS POEMAS. LA VIDA CABE EN DOS POEMAS.
En uno está la luz y en el otro la sombra.
Sobre ellos el tiempo se extiende, pero no me da suficientes momentos
para componerlos. Estos poemas nunca termino
de escribirlos o acabarlos. Son dos,
pero a ellos del todo nunca llego.
Nunca se cierra la tierra del adentro.
Abiertas están y siguen las palabras
mientras cruzan por ellas, y la delinean.
Este poema, sí, ha cobrado un especial sentido, porque habla de dos poemas, y que son estos poemas en los que transcurre y se da la vida –como quería y decía en su verso que quería que pasara Guillén, y también yo lo quiero- y son dos poemas, precisamente, los que están repetidos en este libro, dos poemas que están en el libro anterior –La poesía es un fondo de agua marina- y he querido que estuvieran también en éste, por sentirlos necesarios y que así debía ser, deberían estar también en éste. Son los poemas en los que se encuentran los dos títulos de estos dos libros, que son uno, o una obra en dos libros que se completan y complementan, uno en el que en un verso se halla el título del volumen anterior, y el otro el que tiene el título de este libro último y se encuentra en el otro, en el otro libro. Pasa en mi obra el que el poema en que está el título de un libro se encuentre en otro –así el poema “Absurdos principios verdaderos”, a la vez título de libro, se encuentra en El anarquista de las bengalas– y se me ha preguntado sobre ello. Diré entre paréntesis que este título encuentra su razón en un verso que está en unos poemas más allá, en uno de los 500 que continúan a los publicados en estos dos volúmenes de El Bardo y que afirma: El poeta vive de contrarios. Pasa en mi obra y se me ha preguntado por este trasvase de títulos de un libro a otro, y he respondido que quiere subrayar, para quien se fije en ello, la unidad de la obra, su coherencia y trabazón íntima, que viene en gran parte de haber sido escritos seguidos, en un lapso reducido de tiempo. Estos dos libros de mi poesía de juventud y a cuyos títulos me refería, en el año 87. Aquí, en estos dos últimos, en unos días. Aquí repito los poemas, no lo hacía allí y aquí sí, y lo hago para subrayar aún más esta unidad, el hecho –más que ello- que es una misma obra, y con una misma estructura y forma de organizarse, punto sobre el que también habría algo que decir y define el poema que da el título al libro anterior, ya que en él se encuentra la clave de su estructura. Estructura sin estructura, la escritura en su mismo darse y sucederse, en su fluir. Como el tiempo o el río. Hay poemas en el otro libro que de ello hablan.
Así lo dice también el poema que da título al libro anterior, La poesía es un fondo de agua marina, como muchos otros de él y de éste, y da la clave de ello, que es la aproximación de esta poesía a la música, el modo en que como música vuelven estos poemas y se entretejen en su fluir. He recordado a veces que se ha observado la ceguera que tuvo Ortega con la obra de Proust, ya que dijo que era una obra sin estructura, y que no supo ver que no es que no la tuviera sino que ésta era más sutil y refinada y se aproximaba a la música, y así los motivos vuelven, se entretejen y reanudan siguiendo algo que sería semejante a los patrones musicales. He recordado esta ceguera de Ortega, o esta incapacidad de apreciación o esta ignorancia. Y he observado que demuestra una muy semejante o casi exacta también otro faro de la cultura de ese tiempo –esta vez catalana en vez de española- como es Eugeni D’Ors, ya que la glosa que dedica a Proust es antológica, pero para mal. Dice prácticamente lo mismo que Ortega, y califica su obra de caótica e informe, carente de estructura. He reflexionado, al mismo tiempo, sobre el juicio de D’Ors sobre Montaigne que me gusta y por esto a veces cito, sobre él y el acierto que implica. D’Ors dijo en otra glosa que Montaigne escribía al compás de la vida. Y está muy bien dicho. Expresa perfectamente la aportación de Montaigne al ensayo y a la escritura, que implica el nacimiento precisamente de este género, al ser una escritura de estas características: Montaigne es el inicio de una tradición, que es fiel al yo que en el célebre prólogo se afirma como tema del libro, y es el escribir desde la subjetividad y como las cosas van sucediendo y se le van ocurriendo, en una escritura que está próxima a la libertad y espontaneidad, la frescura y la ligereza de la conversación, que en algún momento define como uno de los más fecundos ejercicios del espíritu. Lo supo ver D’Ors del ensayo, de la aportación de este tenor que a él hacía Montaigne, y no de Proust. Porque también Proust escribe en su novela al compás de la vida, y por esto su escritura se acerca a la música, y les parecía informe y que carecía de estructura, y no es así sino que es una estructura en que los motivos vuelven y se anudan en un arte próximo a la música. Y en el que se da la vida. Es un escribir muy apropiado para desplegar en él la vida, y que se despliegue como lo hace. Es escribir al compás de la vida y traducirlo, como supo ver D’Ors de Montaigne y no de Proust pero pese a ello el novelista francés también así escribe. Exactamente así. Y esta sensación nos dan sus páginas. Lo ha dicho muy bien Octavio Paz en un escrito de juventud sobre él: “Su novela, de manera semejante a lo que ocurre en la poesía, se despliega como un desarrollo, como un devenir; recorre sus páginas una tensa sensación de vida que se está realizando, luchando contra la muerte y el olvido, como nosotros luchamos con el dolor y el tiempo”. Y creo que es la música, la proximidad a la música la que permite y da esta sensación de vida. Como la dice Paz de la novela de Proust, o este poema de este libro decía que cabía en dos poemas, y dos los que he juzgado por ello necesario que se repitieran en él. Uno de ellos, el que da título al libro anterior, habla de esta proximidad entre música y poesía, o, más aún, de cómo esta poesía sucede y se da como una música. Encontraríamos muchas y muy diversas afirmaciones semejantes en poemas de este último libro: “La poesía, lo dije, es vendaval y es estampida. En ella caballos salvajes se desbocan y atraviesan los montes y caminos, arrasan los campos. Sólo la música lleva sus bridas” (179), “Porque las palabras se entrelazan y se anudan/ con el rigor más preciso: con finísima exactitud/ se enlazan, en su música/ libres y decididas fluyen” (180), “Y el alma es puerta que se abre, también/ puerta cerrada, llave que a nadie jamás confía,/ sólo acaso a una música que en el arte la busca” (191), “La música/ siempre es un buen camino. La música/ es alma y es poesía” (201). Y al presentar el libro anterior insistí en la unión entre agua, tiempo y música. De modo parecido podría hacerse con éste, y es natural, porque es el mismo. Así en él y así la música y la poesía, la música que es también agua, como en el libro anterior y termina con este verso un poema: Agua hecha música sea el poema. Agua, tiempo, música. Pero podría también destacar algunos aspectos o matices nuevos con que en él aparece a veces la presencia de la música. También es natural, porque es el mismo. Y en éste se hacen aún más evidentes algunos motivos que ya estaban en el otro. Que ya estaban, pero aquí se matizan o completan o aparecen de un modo distinto o nuevo.
Recordaba el juicio o las palabras de Ribeyro junto al verso de Guillén, porque las encontraba también ciertas y decía además que no me parecían incompatibles con él. Porque la tristeza también es la vida, y desde ella, con un sentimiento de vida, de penetrarla en ella, puede hacerse y estar en el arte y decirse en los poemas. Consciente de esta realidad, y que puede constatarse en mis poemas, y a la vez que estos poemas no son como nos gustarían o elegiríamos que fueran, porque no se trata sencillamente de esto, sino que sean como sentimos que deben ser, tenía, podía tener el temor de que al hacer una selección de estos 438 poemas para formar el primer libro en que se han dado a conocer, La poesía es un fondo de agua marina, hubiera elegido los más positivos, porque nos gusta la vida, y que este segundo libro reuniera poemas más desgarrados o tristes, o íntimos. Tenía o podía tener este temor, porque de hecho así a veces me ha pasado, y han quedado para darse a conocer después los poemas de este tipo. Así, con este cierto temor, abrí el libro para leerlo ya impreso, ya en libro, de cara a tenerlo presente en su presentación el 19 de junio en el Ateneu Barcelonès. Y vi que este temor era infundado, y que se disipaba al leer los poemas, porque hay muchos de ellos que contienen aspectos afirmativos, y también de un distinto y particular modo. Desde una óptica propia y que singulariza el libro, tanto por el ángulo de visión y de sentir con que están enfocados estos motivos, como por su presencia misma, que es mayor además de distinta. En efecto, en este segundo libro, está en primer lugar el amor, que recorre y vertebra toda mi obra, y está presente siempre, también en mi poesía de juventud, como una fuerza ineludible y que es eje de la vida, o la misma vida. Así, se decía en el libro anterior: “lumbre/ del amor, lumbre, luz o eje único/ que hace soportable el mundo”, y aquí podríamos encontrar afirmaciones parecidas en diversos poemas y que lo reafirman como fuerza indispensable que da sentido a la vida o la hace soportable, le da luz. Así y de manera algo aleatoria diré uno de los versos que esparcidos en algunos poemas podemos encontrar: “Sólo el amor es una llama,/ y atraviesa la oscuridad, como una lanza./ Y así es cierto. Aunque sea en breves momentos, o en historias que al final acaban en nada,/ la vida del hombre a veces también es una danza”. Está el amor, y, junto a lo que él implica, la vida como don y como regalo, el goce mismo de vivir, que restalla y se hace presente en estas fuerzas o pasiones luminosas y en algunos aspectos, como digo, afirmativos, y que están en este libro de un particular modo. Porque en él se hacen presentes, pero de un modo más acusado y con más y distintos perfiles, o más profundidad, y por tanto más reales y vibrantes en el modo en que están encarnados en los poemas. Junto al amor, luz del mundo, la infancia. Como la música, decía, pero también la infancia, o la vida como regalo. Y así un poema acaba: La vida siempre es un regalo, y otro sentencia que la infancia es sagrada. Como la poesía, digo yo ahora, o apunto, u otros poemas dicen y decía uno del otro libro: La poesía siempre es sagrada y no debemos vulnerarla. Pero aquí la infancia se une a la poesía, se hace necesaria, se contempla precisa para que nazca su música que a ella lleva y de ella se hace, pues a la música también se une, a la música como raíz, génesis y nacimiento de la poesía, como su primer impulso de la que viene, y también lo sabemos por otros poemas que lo dicen, su única conductora. Pero empecemos con la infancia, y veamos cómo dicen los poemas lo que señalo. “Algo de la niñez se conserva siempre en las palabras”, dice uno, de manera más general, y otro la enlaza con su nacimiento, la hace o contempla precisa para ello: “Sin la infancia/ como un arroyo de agua pura que transcurre por el fondo, /su susurro aún de algún modo escuchamos y quizá nos sostienen /no habría quizá impulso del que naciera algún poema,/ porque creo que este embrión cálido de música o primer latido/ del que nace la poesía y se conforma/ está muy cerca de la infancia, por ella traspasado,/ de ella lleno./ Además y con independencia de que quizá es un buen final, /no quería decir hoy nada más en esta página. /Para que a su vez sea poesía ha de estar por infancia traspasada. /Por infancia, como digo, por música, por alma, /aire, luz y sombra /de noche en la mañana, sobre las manos que la abrazan claras”.
La infancia, y la inocencia, y la pureza. Que el arte precisa. La infancia, y en estas dos fuerzas –como también el amor- unidas en el artista. Porque sino no hay arte. “Es siempre santa la inocencia”, dice un poema, y otro termina: “Y el arte siempre es santo”. Y dice este poema –o el siguiente- del artista: “Porque el artista/ es siempre niño y santo. Es una paloma que la lluvia/ cada día vuelve más blanca/ en la tierra del alma. Es espíritu trascendido./ Proviene de un tiempo sin olvido/ y al dictado de su arte y en él/ con pureza lo cifra”. El artista, el poeta, que necesita conservar algo de infancia, o la infancia como raíz, para poder serlo y hacer arte. Hacerlo desde ella, desde ese embrión cálido de música, desde la infancia y el amor y la inocencia y la pureza. Porque el arte siempre es santo. Y así se ve al artista en estos poemas, en los que se perfilan y quedan como más expresos y manifiestos algunos aspectos que ya estaban en los poemas del otro libro, pero que aquí están más presentes. Hay más poemas constituidos por ellos. Como hay más poemas de amor, o hay –creo- poemas de más tristeza, pero también hay poemas que señalan esa presencia y necesidad de la música y de la infancia, y también del amor, y el carácter santo del arte, la inocencia que precisa, la pureza que a la fuerza ha de tener el artista, que –lo hemos visto que lo dice un poema- es espíritu trascendido, “paloma que la lluvia cada día vuelve más blanca/ en la tierra del alma”, y por ello lo dicen los poemas, y ello es causa de su marginación o exclusión por las gentes establecidas, objeto de incomprensión, desprecio y burla. También lo dicen los poemas, que no esconden esta parte dolorosa que acompaña y tiene como consecuencia que el artista necesite esta infancia y esta inocencia y esta pureza. Hay dolor en estos poemas, porque hay verdad, y también por esto hay tristeza y está la nada y la soledad y el olvido y la sombra y la lluvia. La muerte. Hay verdad en estos poemas, y por esto dolor y oscuridad y tristeza en ellos, pero también está en ellos la luz de las palabras y el amor, y esta necesidad de infancia y de pureza. Con las consecuencias tristes que en la sociedad para el artista trae. Pero están con la cabeza alta, no sé si con orgullo pero sí, desde luego, asumidas como algo inevitable, como un deber. Porque un artista es y ha de ser así, el arte siempre es santo y esto tiene una consecuencia entre los hombres y esta tierra que él ya sabe. Él, el artista, el poeta, esa “paloma que la lluvia cada día vuelve más blanca/ en la tierra del alma”. Y todo esto está en estos poemas de este nuevo libro.
Me he referido a algunos detalles en que se concretan y son maneras en que aparecen aspectos afirmativos que hay en este libro y me ha agradado encontrar en él, pero como sabemos y también decía, el reproche que Julio Ramón Ribeyro dice que suele hacérsenos a los escritores de “tratar temas sombríos, tristes, dramáticos, sórdidos y nunca o casi nunca temas felices” es un reproche que también puede hacérseme a mí. Y este libro no es una excepción, ya que es un libro mío, y encontraremos al ir leyendo sus poemas aspectos de este cariz. Quien lea estos poemas encontrará –lo decía, pero lo digo de nuevo, y quizá lo matice o complete- la soledad o la lluvia, el silencio, el final y la nada, la conciencia de pérdida, el paso del tiempo y el olvido y con todo ello y también en todo ello la muerte. En la vida y detrás de estos aspectos, que la dicen y caracterizan, como final de la vida, y como algo que está también en ella desde el principio, y la acompaña. Y está en nosotros, la llevamos dentro. Pero me estoy adelantando. Porque nos encontramos con estas cuestiones y estos motivos a medida que nos adentramos en el libro y leemos sus poemas, y en ellos estos motivos vuelven y reaparecen, se reanudan y entretejen y cada vez que lo hacen, o muchas veces, aportan un matiz o distingo nuevo. Pero digo que me adelanto, porque podemos ir viéndolo con ellos, con los poemas, y mientras los leemos. Porque esta conferencia parte de una lectura del libro. Es una lectura compartida, una lectura que además de la aventura silenciosa e interior que es (porque así es como la sentimos y caracterizamos desde la época moderna según con belleza relató Proust), puede a través de estas palabras compartirse, ponerla como pan sobre la mesa, pan los poemas y mesa el libro en que leerlos y compartirlos, leerlos ahora juntos en estas palabras. Y en ellas, al leerlos, nos encontramos con estos motivos y presencias y con sus diversos matices y maneras de manifestarse, que van entrelazándose y conformando una imagen o sentir de los mismos que va completándose y enriqueciéndose poco a poco, haciéndose cabal o pleno en su misterio, a través de sus aristas o matices, de sus giros y circunvalaciones. Así, por tanto, leamos el libro, sus poemas, y estos motivos encontraremos y serán quizá también “llaves mágicas (que) nos abran en nuestro interior la puerta de estancias a las que no hubiéramos sabido llegar solos”, como según he indicado de la lectura decía que debía hacer Proust y la calificaba por ello de iniciadora. Leamos el libro, empecemos a leerlo y veamos estas apariciones y presencias y cómo se dan en él.
El poema 207 y el 208 tienen como motivo el olvido. Así empieza el primero de ellos: “El espejo del olvido/ refleja todos los sentidos./ Allí confluyen los caminos”. Pero más adelante nos refleja el verdadero y único sentido de este espejo del olvido, y que merece estos adjetivos porque es su sentido final: “En el espejo del olvido va marchándose la vida,/ mientras en él se mira y él no deja de mirarla./ Al final de este espejo está la soledad/ y también la muerte. Para reflejarnos/ una última vez en ese espejo hemos nacido./ Nadie escapa a este destino. Por última vez/ un día el hombre ha sido en él mirado,/ por la vida y sus días ha sido dicho”. Al final está la soledad y también la muerte, dice este poema, que estaría bien leer completo. Aparece la muerte, casi, con disimulo. Pero no se niega su carácter único y cierto, de certeza o verdad única. Para reflejarnos en este espejo por una última vez hemos nacido, nos dice, y esta última vez en que nos hemos allí mirado, o cuando la muerte allí nos mira y con ella nos encontramos, es cuando el hombre “por la vida y sus días ha sido dicho”. La vida se ha consumido, o nos ha consumido, o nosotros en ella, y hemos llegado al final, a esta última vez en que en el espejo del olvido nos miramos. Y es quizá por tanto una vida conducida por y hacia la muerte, encaminada a ella y llena de ella. Que quizá la muerte nutre. Y que al final encontramos. De allí no volveremos, o al menos no volveremos aquí. Así lo dice un breve poema, el 214:
De la verdad no se regresa.
Nadie vuelve de sus tierras.
Terrible es la verdad, y nos espera.
La vida siempre acaba en ella.
(No digáis el nombre de esa fiera).
Veamos que no se nombra a la muerte, aunque sepamos que de ella habla el poema. Es más, no sólo no se la nombra sino que se pide que su nombre no digamos, aunque se la califica de fiera. Y de verdad. De la verdad, así se refiere a ella y así empieza: “De la verdad no se regresa”. De ella no se vuelve. Y la verdad –la muerte- es terrible, y nos espera. La vida acaba en ella. Así que este breve poema no nombra, no quiere nombrar a la muerte, quizá para conjurarla y demorarla, pero la sabe terrible y cierta, quizá por inexorable y segura para el hombre –“la vida siempre acaba en ella”-, y la dice simplemente la verdad. La muerte es la verdad de la vida y del hombre, lo que al hombre espera y en lo que su vida acaba. El poema siguiente, aún más breve, un dístico de dos versos, sí da nombre a algo que también el hombre es, y es esperanza. Dice así:
Me destrozo y pierdo por el alba.
Sólo soy una forma de esperanza.
En el alba el hombre se destroza y pierde. Porque es una forma de esperanza, y es el destino que a la esperanza en esta vida espera o esta vida le depara, perderse y destrozarse en el alba, en ella. Porque, aunque el hombre o el poeta o la voz que canta diga que es una forma de esperanza, sabemos que, fuera de esta forma, es también una verdad, pero quizá más una aspiración, hay una verdad que es la verdad, sin más, de la que no se regresa y es la que de verdad nos espera, y es la muerte. Pero, como dice y termina el poema entre paréntesis: “(No digáis el nombre de esa fiera)”. Porque quizá el hombre tiene derecho y hasta debe perderse y destrozarse por el alba, ser una forma de esperanza.
La vida siempre acaba en ella, la sin nombre: así nos la dice en este desolador poema la poesía, que Aristóteles decía que era el género que no tiene nombre, y quizá no lo tiene o no lo encontramos del todo o no nos atrevemos a decirlo, como el de la muerte, porque al igual que ella es la verdad. Y desde la verdad en las palabras nos podemos acercar a la verdad de la vida y su final. Y así nos lo dice este poema que sin nombrarla dice como la verdad a la muerte: la vida siempre acaba en ella. ¿Y qué es ella? La muerte, sí, pero ¿cómo es o podemos entender esta muerte? ¿Puede ser o sentirse o decirse como algo más? ¿Qué es o qué hay o en qué consiste este final? ¿En qué acaba la vida, qué es esta muerte en la que acaba? De diversos modos lo dicen los poemas. Pero, en el siguiente nos encontramos en que aparecen estos motivos que la rondan y la dicen, el 251, y leemos: “Vivir acaba en nada”. De hecho, así acaba el poema, pero leerlo entero nos permitirá entender más qué hay detrás de esta sentencia que lo cierra, qué conciencia de la vida y del tiempo y de la pérdida sus versos expresan. Pero quedémonos, de momento, con esta sentencia final: Vivir acaba en nada. Y así aparece como final, en el acabamiento, la nada. Y de una soledad y un adiós definitivos habla otro poema que se encuentran para el hombre tras seguir el hilo de las palabras y los días, o “es el final que le espera a la vida y a sus días”. Es el poema 262, y el 263 vuelve a la nada, y es un poema que no sólo la menciona o la dice como final sino que la nada lo constituye, constituye el poema, y más aún, el poema dice que “a la vida le cerca la nada” y “la poesía bien puede intentar cifrarla”. Que esa nada que cerca la vida puede ser misión de la poesía decirla, y, por ser una fuerza o eje que constituye la vida, o la cerca, como aquí dice, necesitar una obra poética entera, más que un poema. La obra de un poeta requeriría esta nada para ser dicha, y esto es así porque esta nada cerca a la vida, o constituye ya la vida, pues sabemos que la misión y el deber de la poesía es decirla. Decir la vida. Pero que acaba en nada, nos decían los poemas, o en la muerte, pero esta nada, parece, puede actuar y estar de modo más activo en la vida, y cercarla y no sólo acabar en ella. Y el poema siguiente aún más nos lo aclara, y nos dice así que nos constituye y en ella somos (“en la nada soy”) y se da el canto (“me pulso”), y por esto, como sugería el poema anterior, requeriría una obra poética entera. Porque “Recorre como fuerza la vida,/ quizá como destino”. Así lo dice el poema 264. En él la nada aparece también como final (“pero esto siempre acaba”), pero no sólo está en él sino que advertimos aquí una presencia contínua en la vida: “Se encuentra al final de las mañanas y las esperanzas,/ de todo lo limpio que en el hombre alienta./ Porque esto siempre acaba. Vivir mancha./ Y la nada lo vertebra. Sólo la nada queda./ De ella siempre estoy muy cerca.” Y de momentos imprevistos habla el poema 270 (“La gente se encuentra y se dispersa/ en los bares y en las calles. Se encuentra en momentos imprevistos, bajo árboles/ que de pronto han nacido y allí/ nadie había visto”) y los refiere, pero también lo que hay tras ellos: “Todos somos gente que aun cuando se encuentra/ se pierde. La vida es una pérdida./ Huir de ella no se puede. La soledad/ con todo siempre acaba. Está al fondo/ del árbol, el vendaval o la tormenta/ que la vida por un momento nos regala,/ y al final también de sus fantasmas y sus miedos./ No sé cómo decirlo. La soledad es la única tierra/ a la que el hombre pertenece. En ella sólo hay verdad que muere”. También el poema 271 habla de los momentos en que se da la vida, y los concreta (“El cine en la tarde de los domingos,/ tomar algo después o cenar con los amigos/ y llenar de migas con nuestras palabras/ el mantel de alguna charla. Vivir es también/ este momento, este descanso o pequeña/ forma de la dicha. Vivir es esa tarde,/ ese domingo, esa charla con amigos./ Puede ser vivir calor y compañía”), pero al final de igual modo los aclara:
Pero vivir aún más es travesía
entre lo oscuro, canto que de ella nace,
agua que mana para la nada entre la sombra
y nos alcanza. Vivir es rasguño
sobre el alma. Por esto tiene
también estos momentos
que primero dije, como un sol
que se entreve y se alude, se tiene
por un momento entre las manos, como un calor
o como aliento o quizá engaño
que haga que persistamos en la vida,
que a la sombra soportemos, a la nada
volvamos, seamos esa agua que mana
y que se escapa. Al final de todo
está la nada.
Verdad y soledad nos dicen el primero de estos dos poemas, y la nada que está al final de todo el segundo. Y el tiempo, el modo en que gracias a estos momentos –que también son tiempo- soportamos la sombra y persistimos en la vida, que es una pérdida. La verdad, en aquel poema breve, y aún sin nombrarse, sabíamos que era la muerte. Aquí es la soledad, en una vida que es una pérdida, y una soledad que se nos nombra como la única tierra a la que el hombre pertenece, y en la que –se nos dice- sólo hay verdad que muere. La verdad, la muerte, en aquel poema, y aquí la soledad como única tierra del hombre, y en la que sólo hay verdad que muere. Es, vemos, semejante. Y también la conciencia y aparición del final: de la verdad no se regresa, decía aquel poema, por ser quizá la única cierta, la muerte, y tampoco parece que se vuelva o pueda escapar el hombre de esta tierra, que es también la única a la que pertenece, y en la que sólo hay verdad que muere. Verdad, muerte. Y el final, el final, con el que acaba el poema siguiente, y nos dice: “Al final de todo está la nada”. Al final del tiempo y de la espera, la soledad en la vida tras esos momentos que nos hacen soportarla pero son puntuales y por tanto tienen algo, en el fondo, de engaño o de sólo aparente, porque en el fondo sólo está la soledad, verdad y muerte. Aquí se ve en estos poemas, y el final y la muerte aparecen unidos en otros a la vida y las palabras, y así recuerdo un poema del libro anterior, La poesía es un fondo de agua marina, que empezaba: “Mana la fuente de las palabras/ y destilan mi sustancia. La vida es/ una araña. No sé porqué lo digo,/ porque la vida es sobre todo esa fuente,/ esas palabras. Pero en los versos aparecen/ cosas impensada”, y terminaba así: “La vida es esta araña que dije/ y que me pareció no tener mucho sentido./ Me teje silenciosa tras mis palabras/ y –no sé si lo digo bien- al final/ de la muerte está la espera”. La muerte tras la espera, la espera tras la muerte. La espera, la soledad, o la nada. El tiempo y la nada en que este tiempo hace que la vida acabe. Una vida que es una pérdida. La vida –como nos decía el poema anterior y muy hermano- es una pérdida. Y el poema siguiente, el 272, que podríamos sentir que con los dos anteriores podrían formar, por su entonación y sus motivos, una serie, insiste y da una vuelta más a estos motivos. Empieza así: “El calor de los amigos que perdimos/ o que no nos dio la vida, y así no tuvimos,/ palpita y se consume con los leños/ que arden en la chimenea. Es/ de una casa de campo, y allí estamos”. Y prosigue: “Vivimos entre lo perdido. Vivimos/ con lo que tenemos y detrás de nosotros está siempre/ lo que no tuvimos, esos amigos que perdimos,/ las puertas que no se nos abrieron/ cuando nos eran más precisas, los caminos/ a los que la ilusión nos guiaba pero fueron/ para nosotros pozos cegados”, para terminar: “Lo perdido también es un camino./ Sobre el corazón se pierde y está herido”. La vida –como nos decía el poema anterior y muy hermano- es una pérdida. Hemos de hablar de esto. Porque hemos –seguro- de volver a encontrárnoslo. Como al tiempo y a la conciencia del tiempo, o el sentimiento del tiempo, como lo decía Ungaretti y en estos poemas aparece y puede verse de modo muy intenso.
“Vivir acaba en nada”, leíamos en el poema 251, o “Sólo la nada queda./ De ella siempre estoy muy cerca”, decía el 264, y en el 274 aparece, en vez de la nada, la sombra, y de singular modo. Leemos: “La sombra es siempre una amenaza./ En ella la vida nos alcanza./ Sigo los pasos que la soledad/ da sobre su muro. Es balcón, es llamada,/ mano que desgarra y abismo que se abre/ bajo nuestros pies y en nuestra mirada./ La vida tiembla en su amenaza./ Podemos en ella consumirnos. A veces/ no hay salida. La amenaza de la sombra/ llega adentro y nos alcanza./ De nadie deja nada”. Y en el siguiente, en el 275, nos dice que una sombra en ella siempre acecha, en la vida, y que “Del vivir somos la presa”. Y figura al hombre en ella de este modo: “En sus fauces/ o sus heridas el hombre es una espera/ y también algo que brilla, algo que tiembla”. Y termina: “En el arte hay momentos para la siembra”. El hombre es una espera, y sólo nos espera la muerte, pero también algo que brilla, algo que tiembla, formulación que acto seguido nos lleva al arte: en el arte el hombre puede sembrar y decir, decirse, y decir la vida. Hay algo que brilla, algo que tiembla en el hombre, además de una espera y una sombra, en esta vida, y es el arte –el arte es arte de temblar, decía y quería Bergamín. Momentos para la siembra, y momentos todos que, salvo los que salve o consagre el arte, devorará el olvido. Así es la vida y lo ve el poema 281: “la vida que se anuda/ en sucesos mínimos y diminutas huellas/ que se precipitan sin cesar en el olvido”. Y el 284 será más definitivo sobre ese fondo de olvido sobre el que vivimos, y cómo “se aproxima/ en cada día, en cada paso,/ y al final no somos sino un telón/ que sobre ningún escenario cae”. Otra vez el olvido, sobre cuyo fondo vivimos, en el que van a parar todos nuestros momentos, los momentos de que se hace la vida. Los momentos y el tiempo, sobre el que cae como una lluvia un último telón, y tiene también, si Dios la trae y en él nos deja, una última edad, que es la vejez, que no siempre llega, porque la vida acaba a veces antes, pero en la que “estamos ya/ cerca de un puerto”, del que se nos dice: “No sabemos/ bien de cuál, sino tan sólo/ que es un puerto último y cierto”. Como vemos, este puerto del que estamos cerca en la vejez tiene los atributos de la muerte, porque, como ella, es último y cierto. El poema dice esto, y lo dice así, pero es un poema gozoso y de exaltación de la vida (aunque esté presente en él –como en ella- la muerte), de celebración de la vejez y del deseo de que Dios nos la conceda, y también que esté al final de este puerto: “Dios/ nos dé vida, nos dé vejez. Dios/ esté al final del puerto o nuestro aliento./ Una paloma vieja también en su soledad espera”. La vejez es vida, y deseamos que Dios nos la dé, y que Dios esté al final de este puerto o de la muerte. La muerte es vida entonces, y también la vida es muerte y de este modo se contempla, la vida y el tiempo y los momentos de que se hace, que veíamos devoraba el olvido pero que también pueden ser el infierno. Así termina el poema 292: “El infierno es estar aquí, es estar vivos/ del modo que lo estamos, es cada día”. Hay un poema de juventud, escrito en 1987, a mis veinte años, y cuya especial significación puede señalar el que diera título al libro que se publicó en París en 2008 con una antología de mi poesía de entonces, Le théologien dissident. Dice el poema “El teólogo disidente”:
No existe la muerte, no ha existido nunca.
Aunque bajo su amenaza haya vivido el hombre,
en su mentira, no existe la muerte, no existe,
y si adivináis tras la luna el exacto rostro
de la ausencia, si con olvido miráis
la pupila oscura de la espera
entenderéis que no existe, que de verdad no existe
y que cómo iba a existir ella y qué nombre
hubiéramos podido darle entonces a esta tierra.
Se me ha preguntado por este poema, claro, y se han escrito y dado interpretaciones sobre él. Podemos pensar o decir que este teólogo disidente sostiene que no hay muerte porque la vida ya es la muerte, la tenemos ya aquí, en la vida, y no otro nombre podemos dar a esta tierra. Dice a esta tierra muerte, como infierno el poema más reciente al modo de estar vivos del modo que lo estamos y al estar aquí. En esta tierra, infierno o muerte. El teólogo seguramente es un teólogo disidente, y él quien dice las palabras que hay en el poema, porque un teólogo ortodoxo cree y sostiene que está la vida y después la muerte, que también es vida, aunque otra (la otra vida), pero está después, y no –como cree el teólogo disidente, y por esto lo es- que esta vida ya es la muerte. Recuerdo que hay otro poema de juventud, “Enero”, que une en un verso vida y muerte, y dice como un enigma que seguramente no vamos a resolver: “y también acaso he pensado/ que quizá porque en sus posturas nos vaya exactamente la vida/ todo lo que podamos decir de la poesía jamás serán más/ que bienintencionadas tonterías, y quizá por esto/ ahora sólo se me ocurre decirte –y de sobras sé/ que no viene a cuento- que aunque no sabemos si la muerte/ puede llegar a ser como la vida, así de espesa,/ algún día sí que tendremos que saberlo”. No sabe el poeta ni nosotros si lo sabemos. Quizás tras la espera y el último puerto lo sepamos. Y quizá algún día sabremos cómo es la muerte, y que es como la vida, así de espesa.
Otros poemas de este libro, si los leemos, insistirían en diversas variaciones de los motivos que ya hemos visto. Motivos o presencias. Como la de la sombra, unida a la vida, en ella presente o que en ella acecha. Así dice y aparece en el poema 295:
LA VIDA OCULTA Y AMENAZA. LA VIDA ASOMBRA.
La vida es una sombra, esas niñas que en el patio
saltan a la cuerda o juegan a gomas. Acabo
de escribir un poema de similar motivo
y acaso es el mismo. La vida se esconde
y amenaza. En cualquier momento
puede romperse, o volverse daga,
y esto es así desde la infancia.
Hay que tener cuidado con la vida.
Puede de pronto derramarse, haberse
ya perdido, y estaba sólo empezada.
Hay que dejar que la vida vaya suelta por los caminos,
pero es sombra, y asombra, y es amenaza
que oculta en ellos nos acecha. Pero
no podemos hacer nada. Vivir es siempre
vivir en una espera. A veces de que en ella
sea la nada quien suceda.
La vida en cualquier momento puede romperse. Vivir es siempre vivir en una espera. La sombra, la que se esconde en la vida y la amenaza, y que puede romperla, esa vida que es espera, una espera a veces de que en ella sea la nada quien suceda. La espera, la vida, como sombra, y la nada en ella. La sombra en la vida, y ésta como espera, y en o tras ésta la nada. La nada, que espera y se da o sucede al final. “Es el final que le espera”, leíamos en el poema 262, y se refería –sabemos- a una soledad y adiós definitivos, y en el poema 319 aparece esta conciencia y significación del final: “Hay que cuidar donde acaban los papeles, las palabras./ El final es siempre la última patria, además de necesario./ Al papel y a las palabras el hombre tiene/ que procurarles el que se les deba”. Así se ve o dice aquí el final, como última patria, y necesario. La espera dice la vida, como la sombra o la nada, y quizá la vida y el poema y los días tienen por ello un color, que es el gris. Así lo vemos en el poema 331:
GRISES SON LOS PASOS QUE DA EL DÍA.
Gris empieza y se levanta. Gris
se extiende sobre el alma. Hoy
hay sólo este color. La tierra es gris,
como la vida, y el poema sólo este color
refleja. En tonos grises nos revela.
El artista tiene sólo un color para su voz,
a veces sólo un tono, y en sus manos el mundo
debe hacerse de otro modo. Pero el gris
no se destierra del día ni del alma.
De la paleta salen trazos que desgarran.
He de leer entero el poema 339, por la significación especial que tiene y el modo en que aparece en él la muerte:
UN COCHE FÚNEBRE ATRAVIESA EL CAMINO.
Va despacio, y hay solemnidad y hay tristeza,
aunque ya no vayan en coche de caballos
ni haya cortejos fúnebres llenos de levitas
y tampoco sea, como se exige, día de lluvia.
Pero la procesión de la muerte aparece en la vida
y todos sentimos que nos vamos un poco,
que nos estamos yendo de hecho cada día
y así al final y del todo nos iremos.
La muerte está en la vida, en una inesperada
esquina nos espera, está en el pan que nos alimenta
y el aire que respiro y el amor
que un día se acaba. La muerte está ya en el amor,
en la vida, como pálpito, como semilla,
y la recordamos mientras en la persona de otro
cruza la calle y se hace
más presente. Pero la muerte
está siempre adentro, como un niño
que crece, aunque sea extraño
así decirlo, la muerte es un niño
que acunamos y llevamos dentro
cada día y al final
nos sale al encuentro, reclama
para él la vida, la vida ya muerta
y cumplida en esa espera. La muerte
es un niño y es un puerto y un final
que no termina. Ser es haber sido,
ser es una fuga, un olvido; ser
es tan sólo haberse despedido.
La muerte no sólo está sino que es único camino.
Hacia él como viento y nada me dirijo.
La muerte en la vida y en cada momento y cada día, la muerte también en el amor y cómo tras la espera, como puerto y final que no termina. Este poema dice y revela estas especiales significaciones de la muerte y de cómo nos acompaña y se da en la vida, y lo apreciamos y sabemos verlo al ver la muerte de otro, quizá porque nos parece que son otros los que mueren, aunque en verdad –como decía Cernuda en relación al amor- somos nosotros mismos. Así lo ve este poema, pero lo sabe ver ante la contemplación del paso de la muerte de otro, y quizá si así no fuera no nos acercaría al corazón de esta verdad de un modo tan esclarecedor para sí mismo. Es un sentir la vida como ajena, porque también la vida la viven los otros, y el mundo es de los otros, y así puede hacerse notar que a veces pasa en mi poesía, y se ha comentado de este modo, como una poesía de la ajenidad o de la orfandad, como con acierto observó Chiara Bolognese y ahora recuerdo. La muerte, en este poema, va ligada al amor y a la vida, está en ellas. Y es el final. Pero, antes de que se dé y cumpla en este final, está en la vida y en nosotros cada día, y así lo dice el poema: “Pero la procesión de la muerte aparece en la vida,/ y todos sentimos que nos vamos un poco,/ que nos estamos yendo de hecho cada día”. Y la muerte puede estar –de hecho, está- también en el principio, al empezar el día. En la vida y las palabras, que dicen la vida, y también por ello la muerte. Mejor que con los rodeos o perífrasis que se me puedan ocurrir lo dice el poema siguiente, el 340:
EMPIEZA EL DÍA. TENGO ENTRE LAS MANOS UNA BARRA
de pan caliente y recién salido del horno.
Así siento a veces el alma en las palabras.
A veces tierna y blanca en ellas la vida se cifra,
se alcanza. A veces sólo noche retratan.
Pero siempre del vivir levantan acta.
Y en ellas y en el silencio la muerte se esconde,
avanza.
Los motivos vuelven e insisten, se entrecruzan y enredan en sí mismos. Acaba el poema siguiente: “La patria del hombre, el alma,/ acaba siempre en nada”. Conocemos la sustancia, o esencias o símbolos de los que habla este final de poema, la patria, la vida del hombre, que acaba en nada, y el alma, que aparece aquí como esa patria. Como tal había aparecido si recordamos la soledad. Y volverá a aparecer la patria del hombre. La soledad aparecía, sí, como tal –única patria-, pero también lo hacía, exactamente, como única tierra. La soledad, y el olvido, y el olvido y la nada. Todo es olvido en la tierra entera, dice otro poema, el 346, que resume también el sentir disperso en tantos otros, los símbolos e imágenes que encontramos tan a menudo, y en él están así:
HAY CALOR EN EL OLVIDO. HAY MÚSICA
y destino. Hay diminuta compañía, abrazos
de nadie y de nada, una estela que se aleja
y es de fuego y es de estrellas. En este café
la gente no se conoce y se aprieta, se acompaña.
Aquí todo es olvido. Y en la tierra,
la tierra entera, sus días que en la nada se engendran
y se suceden como agua que transcurre y que se olvida.
Porque todo es olvido. Por eso en él hay también
calor, música, destino. En esta tierra
mi naufragio anclo y quedo.
Me doy compañía a mí mismo,
como un huérfano. Desierto el tiempo.
“Desierto el tiempo”, acaba el poema. Acaba, pues, con el tiempo, sustancia o eje de todo, como se dice aquí del olvido. El tiempo, y la conciencia del tiempo, la vida hecha de momentos que devora el olvido y acaban en nada, y en el tiempo y en la vida la conciencia del final. Así está en el poema 350:
EL FINAL. PRESIENTO EL FINAL. ME ACERCO
al final. Aunque todo es un final.
El final de las palabras linda con la nada,
es la nada hueca y fiera, un desierto y un vacío
de sonidos que también lo es del alma.
No sé, la verdad, si estoy en el final.
Pero al hombre parece que un final
siempre le alcanza. Como una verdad.
Como una última sombra. El final en él está,
nunca se marcha. Y un día estalla.
El final en él está, nunca se marcha. Y un día estalla. Este final, como aquí aparece, diríase que se refiere a la muerte, la muerte que está en nosotros y nos acompaña, tal niño que crece. Y un día estalla. Porque el tiempo se ha cumplido y el final llega. Aquí aparece el final también como el final de las palabras, y se dice que éste linda con la nada, es “la nada hueca y fiera, un desierto y un vacío/ de sonidos que también lo es del alma”. Este final implica la negación del crear, y es por eso la nada, el verdadero final de silencio último e irreversible, el anegarse en una definitiva afonía, un vacío de sonidos que también lo es del alma. Lo dice bien el poema, porque para algo es un poema: así puedo pensarlo mientras a partir de él pienso en lo que quiero decir, y es decir lo que él dice, y es que liga la vida al arte y al crear, a las palabras, y que este final es ya su vacío y su final, y también por esto lo es del alma. Por esto –aquí vemos la razón, o una razón- nos decía el poema anterior que la patria del hombre, el alma, acaba en nada. Porque en el final ya no hay creación. No hay palabras.
Se alternarán y entrecruzarán en los siguientes poemas estos motivos, como hemos visto en éstos, y aparecerán en ellos nuevos matices, o nuevas verdades. La muerte o la verdad, la nada, la soledad y el alma se encontraban y daban la mano en ellos. La patria del hombre, el alma, acaba en nada, y esa nada puede darse al final, veíamos ahora, porque éste implica la negación del crear y las palabras, su vacío. Leemos en el poema 358:
LA SOLEDAD ME TRASPASA, ME ACOMPAÑA.
La soledad es una daga. Inunda el alma.
Luna rota que no se sabe lo que esconde
y nadie mira, y que sobre sí misma
en un pozo inexistente se inclina, la soledad
sale a nuestro encuentro en los caminos
y es abrigo viejo y soldado licenciado
que bebe en las tabernas
y vino tosco que aturde el cuerpo
y tiempo que se estira, que se estira
y no sabemos si es un gato o un violín
sobre esa alma que inunda.
La soledad es soldada olvidada.
La soledad nos alcanza, nos traspasa.
La soledad es daga. Luna rota en los caminos,
gato raro, pozo inexistente, violín, viejo soldado.
De la soledad no escapo. La soledad es verdad
o única mordaza, del hombre única patria.
En versos antiguos me vuelve y rasga.
La soledad aquí es, como la muerte, verdad o única mordaza, del hombre única patria. Otra vez patria, única patria, única quizá porque esta soledad, tal como está dicha y aparece, de un modo tan final, se puede emparejar a la muerte. Porque en la muerte se está solo, estamos solos, podemos pensar. Es la última soledad. Es el final, la verdad y por eso el final, la única patria. Con el temblor y el temor que ello pueda suscitarnos. Que suscita la soledad si la vemos de un modo último, y lo que en ella hacemos, y la soledad que está unida a la muerte. La vida es soledad y muerte, y en especial algunos de sus momentos. Recuerdo una observación que dice Bioy Casares en unas conversaciones: “Yo, después de haber pensado mis historias, las cuento a un amigo. Que le gusten me da ánimo. A veces sospecho que la gente a solas es loca y que deja de serlo en la conversación. La conversación impone un nivel de sensatez. Cuando van a leer el testamento de alguien, todos tiemblan, porque el testamento suele ser lo que resolvió alguien que estaba solo. Por eso hay libros tan absurdos, escritos por gente normal, quizás inteligente: diríase que en la soledad uno se atreve a cualquier estupidez. Al contar nuestras historias a un amigo, solemos descubrir deficiencias que no advertimos cuando estábamos solos, y quizá por respeto al criterio del interlocutor las corregimos. Debe uno estar dispuesto a aceptar las buenas sugerencias”.
El poema siguiente refleja y da constancia de esta conciencia del tiempo de un modo muy significativo, y en ella aparecemos como soledad o nada, y sobre todo, claro, como tiempo. Y en esta conciencia el aliento y presencia de la muerte o la última hora en todo momento, como aparecía de otro modo en el poema que la veía como un niño que crecía con nosotros y nos acompañaba en la vida. Así se dice ahora en este poema: “Somos la última hora, que en cada momento/ alienta”. Destaco estos versos, pero quiero leerlo entero, precisamente por esta conciencia del tiempo –y de que somos tiempo- que expresa:
NO TENEMOS FRONTERA: SOMOS FIERA
que la nada o la soledad devoran.
Somos los restos de esa soledad o esa nada
ya devoradas. Somos un espejo
sobre el que no se refleja nadie,
incluso cuando en él nos miramos.
Porque somos nadie, nada. Somos tiempo.
Somos polvo, somos abismo. Somos el tiempo
que corre y nos persigue y nos da rostro y forma
y usa de taller a nuestro cuerpo
para modelar sus surcos y dudosamente
artísticas ocurrencias. Somos la vejez
que nos espera, si es que llega.
Somos la última hora, que en cada momento
alienta. Somos el día final, la acabada noche
en que todo termina. Somos nadie, nada.
Ceniza que el tiempo para distraerse aventa
y observa cómo en el aire aletea un poco.
Somos tiempo, sólo tiempo, tiempo solo,
huérfano, de sí mismo herido. Tiempo
roto sobre un mundo perdido,
única forma del hombre, naturaleza extraña
que a sí misma se vacía y se consume.
La lluvia no cesa de repiquetear en los cristales.
Voy a leer también otro poema, porque vincula la vida a la creación y las palabras –algo que ya había insinuado otro, pero que éste dice de modo más taxativo, o el poema por entero, digamos, consiste en ello-, y sentencia en su final que más allá de sus tierras –que son últimas tierras- sólo la nada y el silencio habitan. Pero mejor leer el poema (377):
CIENTOS DE POEMAS DORMÍAN EN LA SOMBRA.
Había que seguir su travesía entre lo oscuro,
su aliento íntimo, su paso decidido y último
con el que al despertarse esta sombra cruzaban
para dar otra vez nombre a la vida, tierras
que la habitan y que llegan a extremos más últimos.
Los poemas son los lindes de la vida. La oscuridad
que detrás de ellos empieza es mejor no recorrerla.
Los poemas tocan los extremos del hombre,
tierra oscura, inhabitable y sin forma será
la que esté más allá del nombre.
Fuera del poema el ser es huérfano
y no encuentra aire en el que tomar aliento.
Las tierras del poema son las últimas tierras.
Más allá de ellas sólo la nada y el silencio habitan.
“Mi yo es barro disperso/ que el tiempo ha vuelto huérfano” termina el poema 387, y el 391 expresa también con singular intensidad la conciencia del tiempo y que es lo que somos, y como acaba éste al final, y de ahí también la conciencia del final. Conciencia del tiempo que muere en y con nosotros, y conciencia del final tras la presencia de la soledad y el dolor, que aparecen –como se da en otras ocasiones- tras unos elementos cotidianos que hacen más agradable y nos permiten soportar la vida. Dice el poema:
UN CINE DESPUÉS DEL TRABAJO, UN CONCIERTO,
un paseo, alguna compañía
que nos dé la mano
como agua y aire necesitamos
para amortiguar la soledad tan fiera
y que nos devora, nos deja sin cara,
sin fechas, hasta sin daño.
Porque en la soledad el dolor
duele tanto que al final
parece que no lo encontramos.
Y así es bueno acabar el día y sus trabajos
con algún calor y compañía amiga,
que el tiempo haga más dulce, leve
su paso, su sombrero, su sonrisa
con los que al encontrárnoslo en la calle
sobre nosotros inclina, como diciendo
que ya nos veremos después, que la vida
va muy en serio y al final de nuevo
nos lo encontraremos, ya acabado,
muerto, se dijo entre los brazos,
en todo caso es en nosotros, sin sonrisa
ni sombrero con el que inclinarse, solo,
roto y huérfano, como nosotros muerto,
consumido y sin destino, al final
de nosotros y también de sí mismo, porque con nosotros
muere el mundo, el tiempo se extingue,
ya verás cómo es muy cierto y la vida
va en serio, al final lo verás y en la muerte
nos encontraremos –el tiempo y yo,
solos, acabados, viejos, muertos,
sin ya caminos, sin ya versos.
Hay muchas afirmaciones en este poema, muchos misterios o verdades. Voy a detenerme en una. Dice el poema: Con nosotros muere el mundo. Podemos preguntarnos: ¿Es así? Y respondernos que quizá lo cierto es que el mundo muere para nosotros. Pero, al morir, este sentir tenemos, o podemos tener; lo expresa de modo parecido –ahora que pienso- el poema “El suicida” de Borges:
No quedará en la noche una estrella.
No quedará la noche.
Moriré y conmigo la suma
Del intolerable universo.
Borraré las pirámides, las medallas,
Los continentes y las caras.
Borraré la acumulación del pasado.
Haré polvo la historia, polvo el polvo.
Estoy mirando el último poniente.
Oigo el último pájaro.
Lego la nada a nadie.
Esa sensación o sentir tiene el suicida en el poema de Borges, y semejante se encuentra, como hemos visto, en mi poema, y así lo dice: porque con nosotros muere el mundo. Quiero leer también otro poema que podemos entrelazar o hermanar con él. Es el 398 y dice así:
LA MÚSICA ANDA CADA VEZ MÁS SUELTA
por caminos que encontró en medio
de su propia pérdida y a través de los cuales
traspasa las fronteras. Allí, en ellas
dice nuevo al hombre. Aunque el hombre
aún es el mismo, es idéntico siempre,
y la música tan sólo encuentra un nuevo modo de decirlo
y en ella y tras sus pasos conduce a la poesía y le muestra
una última tierra. Es todo lo que el hombre
lograr puede, sin entender del todo,
en medio del temblor del arte, tierra
siempre última si es verdadera, y tierra de misterio.
He leído este poema porque nos hace pensar que el hombre termina, quizá termina, pero el arte con que se ha dicho perdura. Lo completa y ahonda en su misterio, en la verdad que de él dice, o de ella –de esta tierra siempre última si es verdadera, y tierra de misterio, como decía su final verso- el poema siguiente, el número 399 y que quiero también leer ahora:
NO HE DE ECHAR A ANDAR ASÍ DE NUEVO A LOS CAMINOS,
sin planos ni brújulas ni relatos de hombres
que éstos cruzaron vivos. Siempre me lo digo.
Pero luego llega el arte o el poema, y me encuentro
en medio de los caminos a los que me lleva
y que para mí son un misterio, no conozco
ni preveo, sólo sigo, ando en ellos,
en las palabras camino, y sé que son el primer
y último camino que hacia mí me lleva
y de mí me libera, mi nombre cifra
en su misterio, en libertad sólo por la música
habitada, y yo allí me encuentro y sigo el paso,
la andadura de la poesía o de la música, instrumento
o soldado fiel de este combate, de esta oscuridad, de esta alegría
que da forma exacta al hombre y no termina.
El arte perdura. El arte con que se ha explorado y dicho y consagrado la vida, llegado a sus extremos. Queda, y en él sí que continúa, como le hacía sentir –si recordamos como lo afirmaba otro poema- la soledad o la lluvia, que podemos leer y veremos que así lo cuenta. Porque ese poema así canta o dice o figura a la lluvia. Es el 362, y dice:
EN LA SOLEDAD Y LA LLUVIA PARECE QUE EL HOMBRE CONTINÚA.
Parece que se cumple en ellas, y se encuentra con su destino,
un destino pobre y huérfano y que más exactamente
no es ninguno. Olvidado sobre cualquier camino,
el hombre en la soledad y la lluvia vuelve a sí mismo
y parece que en ellas continúa. El hombre sueña así
con que no termina. Ellas de este modo
le engañan o consuelan o abrigan
entre espinas. Olvidado en un camino,
perdido en mi destino, siento la soledad y la lluvia
y me parece, sí, que de algún extraño modo continúo. Que puedo ser aún
en algún horizonte, en alguna lejanía. Soledad y lluvia
al hombre enmascaran, salvan, lavan. Al hombre
con su dulce engaño crucifican. Porque el hombre
no se salva. Sólo en la soledad y la lluvia
parece que continúa. Pero le engañan.
El hombre tiene tierra, pero no tiene mañana.
En ellas, en la soledad o la lluvia, como dice el poema, el hombre no continúa, pero sí en el arte que hace y con que se cifra. Que queda, perdura y de este modo también se contempla en un poema anterior, sobre los papeles y poemas viejos, que son en él como un poco de antracita, en los que la vida quedó en ellos. Así se ven por el propio poeta, ya pasado el tiempo, un lapso de tiempo en su misma vida, y así lo refiere el poema 388:
LAS CARPETAS LLENAS DE PAPELES VIEJOS,
poemas antiguos y retratos de otro tiempo,
esos poemas, que en su verdad
y su calor perduran
como un poco de antracita,
mineral que se hizo el espíritu
en sus líneas. Carpetas antiguas,
papeles viejos, poemas en ellas encerrados
y que cifraron la vida. Sobre ella
otra vez yo me detenga, o, al revés,
nunca vuelva a ella, ni a ellos,
a sabiendas de que aún me guardan
y me alcanzan, pues en sus versos
me vacié entero, y la vida sigue
parecida
en su lamento
y en su abismo, en su noche
repetida
sobre el día lejano
en que nos quisimos, un lenguaje de labios y de abrazos
que no encuentro y en el que me pierdo,
tú en él encontrada y tú perdida,
conmigo en los poemas, en las trenzadas
palabras antiguas, allá, allá lejos.
Estamos llegando al final del libro, si es que hay final, como uno de sus poemas decía, o si es que todo no es final, y –pienso ahora- también principio. Así da la sensación que pasa en los poemas, que así se da en los motivos en los que el poeta insiste y que se enredan con múltiples variaciones entre ellos. Es poesía que es también música, o sigue sus pasos o se hace como ella, y tantos poemas hay que así lo dicen. Esta insistencia y la conciencia de ella lo dicen los mismos poemas. Lo dice el poema en algunos poemas del final del libro, como he dicho. Dicen así los poemas 400 y 401:
ME HE OLVIDADO EN EL CAMINO. ME HE OLVIDADO
de mí mismo. Acaso algún poema me encuentre
y me lleve de la mano hasta donde más
en verdad habito. Mientras lluevo, espero,
vivo, y en él no termino
Así he de cumplir mi destino.
VUELVEN LOS MOTIVOS. INSISTE EN SÍ MISMO
en el hombre su destino, en el arte
que lo cumple, con el que lo dice.
La nada forja nombres o los nombres
forjan nada mientras la soledad me alcanza.
Bajo el sol vivir es esta hogaza.
Los poemas dicen algo que saben de sí mismos, y lo dicen con el arte ya cumplido, en el poema número 400, con 399 ya escritos. Pero dicen algo que el artista ya sabe. Porque el arte así se hace, aunque estos poemas lo digan tras haberlo realizado, casi como una constatación, y no como enunciados teóricos o programáticos. Hay cuatro frases cortantes e incisivas de Ramón Gaya –que une su poesía y gran literatura a otro arte, su gran pintura; de hecho, es un gran y quizá aún mayor, desde luego no menos importante escritor- que considero que dicen verdades hirientes, palabras que expresan verdades que son casi hendiduras, en el sentido de que descienden a lo más hondo del arte y del espíritu, y su fondo atisban, o desde él se escriben. Dice Gaya: “Yo no me repito, insisto.// Lo que es perfecto es que es falso.// Sólo la mediocridad debe ser perfecta siempre.// La verdad es oscura”.
El arte también levanta acta de una pérdida –el poema es erosión y pérdida, empezaba un poema del libro anterior, que es el mismo libro, o la misma obra-, y por esto, como decíamos, se hace de tiempo, es tiempo. Y por ello pérdida. En el arte se gana la vida, se consagra, en él se cifra y queda, lo veíamos, pero esto no obsta para que a la vez éste consiste en lo que es la vida y de ello como tal, como es, levante acta, es decir, como pérdida. Y así el poeta, el artista, al insistir en él, e insistir en su arte, lo que hace es insistir en lo perdido, como empieza el poema 402: “Insisto en mí, en mi arte, en lo perdido”. Lo dice también el poema 418: “Somos también lo que perdimos,/ lo que nos hirió, el tañido del dolor/ vibrante en el espíritu”.
Ya más al final, en una serie de poemas escritos el día 17 de abril, como en un último rapto o soplo creativo, encontramos el poema 431, que dice tantas cosas y reúne tantas significaciones, y en especial a lo que estamos refiriendo. He de leerlo por ello:
DONDE DEJÉ EL OTRO DÍA UN POEMA HOY LO CONTINÚO,
o desde él surge y nace otro, simplemente.
Las palabras se dan las manos, se anudan y danzan en la música
y al final de ellas yo me extiendo. No sé
si soy alba o soy desierto, cielo, agua,
pájaro o beso, pero en esas palabras y esa música
me alcanzo y me alzo, me extiendo, me palpo,
me rasgo. Al final de todo hay una guitarra
y un sonar claro de campanas
con los que en el aire vibra el alma.
Dime ahora si hay algo que la palabra no ama.
Con los versos y poema a poema
construyo una patria, o al menos las manos que los dibujan
tienen a veces forma de alba. La poesía es la mañana,
y la noche, y esa alba primera y clara
que en ellas se traspasa. En ella
a través del sonido habito y es mi casa.
Con los versos y poema a poema construyo una patria, dice el poema, y ve y está en él por tanto la poesía como patria, y como “Únicas patrias” se veían los poemas en un poema de mi juventud así titulado y que se encuentra en el libro Absurdos principios verdaderos. Y así lo dice también el poema siguiente de la poesía, de la labor y el destino que el poeta cumple en ella:
LA TINTA DE LA QUE MANAN LAS PALABRAS, EL BOLÍGRAFO SIMPLE
o el lápiz humilde que las dibuja en cualquier sitio,
al galope mismo de un minuto, en su temblor estremecido
y que es una nueva y distinta forma de cómo
el tiempo transcurra, una manera otra
de vivirlo y de medirlo, de pulsarlo
como quien rasga una guitarra o se adentra en un pozo,
la tinta del bolígrafo o la mina del lápiz, el papel,
el sobre, la servilleta, el recibo en que escriben,
utillaje pequeño o mínima artillería
que el poeta para vivir precisa, para vivir y que no muera
el latido del mundo que nace y ausculta en los sonidos,
su compás oscuro o profundo o puro o todo junto,
única patria, patria única de los corazones
hacia los enigmas del arte descendidos, sus tierras
de misterios profundos, de enigmas y misterios llenos
estas tierras por las que el poeta con la sola tinta o el solo lápiz
y papel transita
y en las que allí queda fijado e impreso y como
alma para siempre habita,
alma que se dio a sí misma forma
en la magia precisa de las líneas.
En otro de estos poemas últimos, aparece el tiempo en el poeta, que esta conciencia del tiempo es el poeta quien la tiene y a él va unido y en él canta y así lo dice el poema:
LA MÚSICA SE ENREDA Y SE DESATA PERO SIEMPRE
detrás de sus pasos a la poesía encuentra.
O la encuentro, cabalgo o parto como rayo
esta llanura en la que el tiempo se distiende
y es raro jinete
o acaso lluvia
que sobre el alma
de otro modo danza,
dardo que alcanza
su final oscuro, el escondido pozo
donde en verdad se halla.
El poeta cabalga y canta
como jinete del tiempo
o es el tiempo en él jinete
que como digo el alma alcanza, su sabor de alba.
El poeta hace vibrar nueva en las palabras la mañana.
El viento barre hojas y palabras y no borra
la música que en ellas quedó cifrada.
En la tierra última huella son del alma
y de los pasos que para alcanzarla el poeta ha dado.
El poeta, jinete del tiempo, o el tiempo en él jinete. En tierra última, y en la que aparece ya también el viento, del que se dice: “El viento barre hojas y palabras y no borra/ la música que en él quedó cifrada”. Pero en el poema siguiente, el 434, el viento aparecerá junto a la muerte, traerá su presencia: “Pero el viento es amigo de la muerte/ y al final la noticia de su llegada trae,/ y lo hace como si fuera una hoja cualquiera/ que barriera”. Y la muerte está en los poemas y en las palabras, en la poesía, y por esto podemos acercarnos a la muerte desde ella, porque está en la vida y la vida y aún más el arte es amor, y la precisa el artista para hacerlo. Se crea en un acto de amor. Hay amor y muerte en la poesía, como en la vida, pero en la poesía está la muerte quizá por la razón que aquel otro poema nos daba: “Dime ahora si hay algo que la palabra no ama”. También quizá la muerte, la vida toda en la que está, que la incluye. Y la palabra también la dice porque todo lo ama. La palabra de la poesía, que es alada y sagrada, como decía Platón, soplo del espíritu que también sabe de la muerte. Como sabe de ella el aire, y el viento. El viento aparecía ya en este poema, y decía: “Al final de todo hay una guitarra/ y un sonar claro de campanas/ con los que en el aire vibra el alma”. Y un poco más alla, en el poema 433, como hemos visto, “el viento barre hojas y palabras”. Pero el viento es amigo de la muerte, y lo sabíamos por otro de estos poemas, incluido en el otro libro, que es el mismo libro, y que decía: “El aire puede ser también un aire triste./ Una verdad puede vibrar en él y ser terrible./ El aire es la patria de la libertad, no de la muerte,/ pero puede esparcir su llegada entre campanas/ y que el campo sea un árbol que solloza/ y ya no encuentra agua en el río/ donde ser reflejo y estar vivo”. Pero como vemos aquí, en este libro, este viento (amigo de la muerte, y que trae la muerte) aparece al final del libro. Así que aparece al final, al final del libro –como de la vida-, la muerte. Quizá esta verdad y esta presencia llena de tristeza la vida, y por esto el poema siguiente, ya tan al final del libro, ve y descubre oscuridad hasta en la infancia, un elemento o fuerza de la vida que se había considerado sagrada. Y así se ve ahora, quizá porque estamos al final, y el viento, que es amigo de la muerte, esparce ya la noticia de su llegada. La llegada de su verdad, en la que la vida acaba, y que la tiñe y quizá la tizna y mancha, y hace así ver a algo considerado sagrado como la infancia, o delatar su reverso, que ya estaba y es oscuro, pero la llegada y presencia o proximidad de la muerte lo delata, y esta presencia se siente ya con esta fuerza y tiñe o se ve cierta hasta en lo más santo por esta cercanía. Dice el poema:
VEO EL PERCHERO DEL AULA Y NO SÉ POR QUÉ RECUERDO
que un profesor de la infancia colgó allí a un compañero.
Era un profesor de la vieja escuela, autoritario
y algo bestia, claro, y el niño quedó un rato
allí colgado. Veo el perchero y lo recuerdo
y de pronto siento que la infancia es también triste,
que está llena de miedos y tristezas, de temblores,
timideces y susurros, y quizá es así
porque hasta en la inocencia santa
y la vida que por primera vez alienta
quiere la tierra dejar su oscura huella.
También hay en el alma oscuridad,
como en la infancia: hay viento triste y oquedades
y muros largos en los que nuestro nombre no se acaba,
no llegamos, quiero decir, a decirlo nunca completo
mientras al pie de ese muro recorremos
y sentimos que hay una noche que nos cerca
y dentro del pozo nos caemos. No hay aire
para respirar de verdad puro en esta tierra para el hombre.
No otra cosa quería decir este poema
y he de dejarlo aquí, en el último o abandonado compás
de su aire triste, y en su aire consumido.
Ese aire, ese aire último, que la muerte trae. Quizá porque es el final del libro. Porque estamos de verdad en el final. En la verdad, y por tanto en la muerte. Y así su llegada y su presencia cierra el libro, como podemos ver en su penúltimo poema, en el que aparece también la expresión del tiempo y su conciencia pero en el que asimismo vemos que ésta muere, el tiempo muere, acaba, y son falsas o artificiosas sus medidas y sólo es verdad la muerte. Cabría recordar, o recuerdo ahora al leer este poema en el que se habla de estas medidas que damos al tiempo y que se ven en él como algo inútil y cándido y casi infantil, como juegos casi, acaso, que esto es el tiempo y su conciencia, el sentir del tiempo y sus medidas y la vida que en él se da, y recuerdo ahora por ello, como digo, porque así lo dice de modo semejante el poema, y me lo recuerda, los versos de Joan Vinyoli que Juan Luis Panero, a quien le ha llegado la muerte ahora, tomó para dar título a la primera reunión de su poesía: “jocs per ajornar la mort”. Juegos para aplazar la muerte. Juegos, añagazas que son quizá los poemas y los días, los poemas que escribimos y he escrito y los poemas de este libro, porque así parecen decirlo estos poemas que lo cierran, estos poemas finales y el último de los escritos ese día y que por fin leo:
LA HORA QUE SE DA Y ALGUIEN NOS PIDE,
la hora que se mira, la hora siempre precisa
esconde siempre alguna mentira. Porque el tiempo
no tiene medida, no puede medirse,
y es una tonta forma que tiene
por parte del hombre
de sentir que así lo doblega o lo domestica.
Pero no es cierto. El tiempo no tiene fondo
y no tiene medida, es un pozo hondo
que no se acaba nunca, el hombre necesita engaños y lumbre
para avanzar a través de su túnel oscuro y por eso
hace ver que le da medida. Pero avanza ciego,
en soledad nace y muere y vive y no hay
engaño o lumbre
o reloj en la muñeca
que esta verdad mitigue, su resplandor terrible
sobre la frente o corazón adentro
dando sus misteriosos pasos
que a la nada llevan. El hombre crea calendarios,
medidas, figuras de arcilla a las que dice dioses
y son espantapájaros o monigotes pero sabe
que de la verdad de la soledad y de la muerte
no se escapa, que en su plaza redonda y cierta
al final acaba y ésa sí es la única medida
que del tiempo sabe y sin engañar daría.
La soledad y la muerte son la plaza en que el tiempo
y sus calles o medidas acaban y torean. Allí el hombre
más ya no se alcanza. Y para huir por un momento
de esta soledad y esta muerte
crea relojes, mira la hora y la da
a quien la pregunta. Y todo es falso
salvo la final plaza, la final muerte,
la soledad en la arena de esa playa en que camina el tiempo a mi lado y nunca hay
nadie.
El tiempo es soledad. La muerte, otra vez, como verdad, única verdad, y compañía que en forma de soledad da a través del tiempo al hombre. Es casi el último poema, pero hay uno final, escrito ya unos días después, de amor. Y está bien que el amor cierre el libro con este poema último y escrito unos días después, el 23 de abril:
LA VERGÜENZA DE AMAR, LA VERGÜENZA DE TENER RAZÓN,
la vergüenza de pasar vergüenza, la timidez y el pudor
que rodean el alma y en la vida se expresan
como una torpeza sobre el alba. Allí
hundo mis manos, y en un agua fresca y pura,
y desde ellas (agua, alba) y fuera de explicación,
incomprensiblemente y sin tierra ni aire que lo sostenga siento
que aún te quiero y aún te espero. Inundas mi adentro,
lo pueblas como danza, como lluvia o como música,
y así en él me nombras, me alcanzas
y das forma. Al final de ti
o al final del todo en que estás tú
me encuentro y me adivino, o me
destrenzo sobre el alba en pasos
como el aire ligeros y con los que me acerco
al corazón de tu misterio. Todo se cierra
sobre sí mismo o se concluye, y yo
te espero y te quiero, y vivo como nombre
que en ese amor y esa espera es un encuentro.
Está bien, por eso, ese poema añadido, y es justo y un buen final, y así el libro empieza como acaba: con el amor. Porque es un libro escrito por amor. Y me alegra haberlo escrito. Pero es un poema posterior, escrito unos días después, y podemos pensar que el final natural del libro, o de la última serie que en él escribo, de varios poemas el día 17 de abril, es la muerte. La muerte es el poema final, la final plaza, y cierra el libro como cierra la vida. La vida que es amor, y quizá por eso se escribe un poema más y que es preciso. Que es amor y es poesía, lo hemos visto. Pero en la que está siempre la muerte presente, en la que crece como un niño. La acompaña y linda con ella. Por esto se dice que la constituye la nada, o es la nada, o acaba en nada –la muerte. La nada o la noche o la sombra o la soledad. El tiempo, que acaba, porque –como dice el poema, y otro poema muy célebre que recuerda, y era el que Gil de Biedma prefería de los suyos-, la vida va en serio. Y por esto el tiempo acaba, y esto es lo único cierto, el único puerto –como dice otro poema-, la verdad final, y por esto la verdadera verdad, la única, que es terrible y llega, y es la final plaza, la final muerte. Siempre presente en la vida, dentro de la vida, a la que la vida se ha asemejado en ocasiones en los poemas, y que no es sólo su final plaza sino que está en ella –niño que crece- y es su linde, constituye su verdad, su verdad final, la final plaza.
Y pensé, al leer este libro y encontrarme en él con este poema, que “la final plaza” podía ser el título de esta conferencia. Porque era enigmático o claro, ya no lo sé, pero cierto, y respondía y cifraba una verdad y realidad última de un modo más amable o no tan crudo. Porque una plaza es un lugar de encuentro. Una plaza es la vida, otra vida, o una forma de la vida, y la final plaza es un buen modo de decir la muerte. Un modo no tan crudo y a la vez cierto. Y así, a veces, está en estos poemas, como algo que es y es inevitable, sencillamente, y acompaña la vida y al final de ella con ella nos encontraremos, y quizá como resultado lógico o natural de que la muerte esté en la vida y nos acompañe, esté dentro de ella y nos espere, la tengamos dentro y sea un niño que crece, es que podamos al final de este libro encontrarla como plaza, decirla plaza. La final plaza. Y así pensé que éste podía ser el título de esta conferencia, dedicada en principio a algo terrible, o lo más terrible de la vida, que es la muerte, pero que se acerca a ella desde la poesía, que es como decir desde la vida, desde las entrañas de la vida. Porque la poesía la canta, la ausculta y cifra. Y por ello en ella está la muerte. Nos encontramos con ella, y, de hecho, casi cierra el libro. Pero como final plaza: así dicha. Y al leerla nombrada de este modo pensé que debía o podía ser el título de esta conferencia, que nos acercara a la muerte o la asediara desde la poesía, observara cómo puede estar en ella presente, y así se decía desde ella, con las palabras del verso de un poema que la hacían más amable y tenían, casi, algo de invitación, de deseo de ir a ella, como a un último encuentro –la final plaza. Y, tras pensar en este título, recordé un verso de mi juventud, de un poema de mis veinte años y que dice: Sólo la derrota puede llegar a tener forma de plaza. Y pensé que éste era un título que aún más prefería. También es justo y cierto. Habla de la derrota, y no de la muerte, pero la muerte es una derrota y la dice plaza. La muerte es una derrota, la gran, verdadera derrota de la vida, o su verdad más verdadera y cierta, hemos visto en los poemas, pero es también plaza, la final plaza, y sólo la derrota puede llegar a tener forma de plaza. La derrota o la muerte puede ser plaza, llegar a tener forma de plaza. Puede verse en la muerte como plaza un lugar de encuentro, como he dicho, y también de salvación y reanudación de la vida. Nos acercamos a la muerte desde la poesía, y desde las verdades que en ella se encuentran y alumbran, pero esta plaza que puede llegar a ser la derrota, la final plaza con que en ella se nombra a la muerte, puede ser objeto –creo- de una lectura cristiana. Creo que lo permite, o que quizá es inevitable. Y así, si la derrota puede llegar a ser plaza, y, es más, sólo ella, y la muerte es una derrota, la única, verdadera y gran derrota del hombre y de la vida, cabe sentir o pensar a esta derrota, a esta muerte como una victoria y un lugar de encuentro, tal así lo entiende y espera y cree el cristiano. Y así me viene a las mientes la pregunta de la liturgia o de San Pablo -¿Dónde está, muerte, tu victoria?, ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?-, y podemos pensar que esta poesía responde que en una plaza, que es ya plaza. La muerte es la final plaza, sólo la derrota puede llegar a tener forma de plaza, y también o muy especialmente, claro, la muerte. Plaza, y por tanto lugar de encuentro, de salvación y vida, y de reanudación de la vida, como cree el creyente en su fe, el cristiano y también el hombre o el poeta aun sin saberlo también lo cree y lo espera y por esto a la muerte dice plaza. Plaza, lugar de encuentro, de encuentro con Dios –que también está tan presente en estos poemas- y nuestra verdad de hombres. Así lo dice este poema penúltimo de este libro, que nombra a la muerte final plaza, lo cual me hace pensar en este verso de juventud que quiero que dé ya título a estas palabras hoy aquí: “Sólo la derrota puede llegar a tener forma de plaza”. Creo que no es casual ni ocioso sino muy significativo que un verso en este libro encontrado me lleve a otro escrito a mis veinte años e incluido en mi libro Tierras, publicado en Francia en 1996. A pesar de las diferencias que podamos encontrar entre estos poemas recientes y los de entonces, es obvio que hay un flujo y un trasvase constante entre ellos, y que hace que esté presente en ambos corpus poéticos el mismo poeta y persona que los escribió, con veinte años de distancia. Y podríamos demostrarlo con presencias, con imágenes y detalles, y de hecho aquí nos encontramos con uno, y es cómo un verso de ahora a este poeta le remite y recuerda a otro de su juventud, o encuentra más acogedor y mejor pórtico para estas palabras de ahora, y lo prefiere. No es casual, decía, no es ocioso, sino que resulta revelador y muy significativo, y muy cierto. Porque hay algo en estos poemas también muy presente, y es la conciencia de la continuidad en la creación, de este creador que vuelve a escribir y ahora, a partir de un verso reciente recuerda uno escrito hace muchos años. Esta conciencia está en los poemas, como está ese muchacho de veinte años y los poemas que escribió. A veces está presente a través de pensamientos concretos, que reaparecen y quizá se dicen aquí por vez primera, se escriben y surgen en los poemas, vertebran casi algunos, que consisten en ellos. Veremos varios poemas en los que se daría este caso, y uno de ellos lo explica: “Ideas o pensamientos antiguos que me sostienen/ encuentran ahora su sitio en el poema”. Pero además de estos pensamientos que reaparecen y no sólo se recuerdan sino que se hacen poemas, y que podrían ser ejemplo de esta continuidad y esta conciencia, está la conciencia misma como tal, el sentimiento de unión con ese chico que creó y escribió poesía y dijo el mundo tal lo sentía a los veinte años, el poeta de entonces que aún sigue vivo o vuelve a estar vivo en estos poemas, porque es el mismo poeta quien los escribe, tantos años después, y así también lo percibe y dice en ocasiones. Mientras escribe estos poemas nuevos y reencontrados tras el silencio lo percibe, y así a veces lo dice, como podemos leer en el poema 110: “Hasta allí ha de llegar mi poesía./ En su extraño territorio crecen los caminos/ y enlazan con senderos más antiguos/ que extreman y prolongan, que acrecientan/ con más luz y con más sombra/ mientras soy otro y soy el mismo/ (sé que esto otras veces ya lo he dicho,/ pero hace años ya indiqué que lo poco que sabemos/ resulta inevitable repetirlo) y hay/ un hilo secreto y finísimo/ que me une a mi yo antiguo/ y a la vez mi rostro en el agua/ de las palabras se refleja de otro modo.” Está esta conciencia y esta unión, y estos pensamientos de entonces, pero también los ejes centrales de esta poesía de madurez, de esta poesía reencontrada, de la que podría predicarse un distinto enfoque, más sereno y más amable, que de la de juventud, pero que si nos fijamos con atención veremos que hay tantos motivos y elementos que de ella perviven en ésta, de la antigua poesía de juventud en la poesía de ahora, quiero decir, y lo dicen los poemas y no el poeta porque sí, y también los aspectos que de ellos hoy he destacado con motivo de esta conferencia y demuestran que de los poemas de mi juventud no están tan lejos. O están muy cerca. Porque la poesía es plaza, no sólo la muerte. Y por esto la poesía, que sabe de encuentros, y es encuentro, así dice a la muerte, como plaza. Y es quizá el modo en que la poesía puede decirla. Y, al así leerla, al recordarla y encontrármela así dicha, como la final plaza al final de este libro cuyos poemas leemos hoy, de modo espontáneo y quizá inevitable o muy natural recuerdo otro verso de mi juventud, “Sólo la derrota puede llegar a tener forma de plaza”, y pienso que quiero que sea el título de estas palabras.
Que empezaban, de hecho, con otro verso de mi juventud, o ligado a mi juventud, y es la sentencia “Mal escrito. Falta vida” que figura y en el que consiste uno de Jorge Guillén y en el que me fijé entonces y en el que como poética o casi única poética posible aún creo. Leí a Jorge Guillén en la adolescencia, a los catorce años, y acompañó mi descubrimiento de la poesía, y vemos que aún lo recuerdo y ésta alumbra, o mis pensamientos sobre ella, y por esto desde la adolescencia me ha venido el recuerdo de este verso y ha abierto estas palabras. Es natural. Porque las lecturas formativas de la adolescencia y primera juventud nos acompañan siempre, y a ellas volvemos. Quizá porque van unidas en la memoria y el sentir a la revelación y el descubrimiento del fuego de las palabras, del amor por las palabras en el que ya sabemos e intuimos que hemos de cumplir y si es preciso hasta empeñar la vida. Así ha venido de modo muy natural e impensado este recuerdo y referencia a Jorge Guillén, y también de un modo no programado puede venir a Salvador Espriu, aunque haya un especial motivo para ello, como es el que sea el año de su centenario. Pero personalmente yo no lo necesitaría para recordarlo y que me acompañara, porque también forma parte de esas lecturas de adolescencia a las que va unido mi descubrimiento de la poesía y mi pasión por ella, el goce y el deslumbramiento de este encuentro. Y ustedes saben que es verdad. Es una lectura de adolescencia y juventud, como lo es Jorge Guillén, y que no necesitaría más motivo para traerlo al recuerdo y mencionarlo y que estuviera presente, y ustedes lo saben, sí, porque el año pasado y también aquí, en Amics de la UNESCO de Barcelona, estuvo presente en mis palabras, como lo estuvo también Jorge Guillén. Y este año lo vuelve a estar, y es verdad que hay un especial motivo, y por esto quiero que mi referencia y reflexión sobre él cierre estas palabras. Pero sería bueno que no necesitáramos de efemérides ni motivos para recordar a un gran escritor, porque sin necesidad de ellos nos acompañara y para nosotros siguiera vivo, como ustedes saben que para mí lo están Espriu y Guillén, y quizá esto es lo primero que quería decir. Que una conmemoración o efeméride puede tener utilidad, y emplearse como herramienta que ayuda al conocimiento y difusión de un artista o escritor, y creo que el Any Espriu lo está siendo, pero que es triste necesitar de estas conmemoraciones para hacer según qué. Me explicaré. Espriu es el mismo gran poeta y escritor que era el año pasado, o hace diez años, y su obra estaba descatalogada y era inencontrable en gran medida. No se podía comprar en una librería su poesía completa, sino sólo un volumen con alguno de sus libros o un título solo, y tampoco disponía el lector de una edición al alcance de su obra narrativa. Y esto era inconcebible. Hace unos años se les preguntó en el periódico La Vanguardia a varios escritores e intelectuales sobre Espriu, con motivo de algún aniversario, y resultaba extraño y paradójico que de un escritor que era así tratado, como un clásico incontestable, el lector no pudiera acercarse a su obra. Era una situación vergonzosa y para la que no había excusas ni explicaciones. Pensé que quizá esta situación inconcebible se remediaría con su centenario. Pero la verdad es que un escritor como Espriu no necesitaría de un centenario para ello, y debería haber estado siempre –quiero decir- disponible para el lector, y poder ser leído. El centenario ha llegado este año, y yo tenía el pensamiento antiguo de que debía servir para esto. Veía con tristeza que avanzaban los actos más diversos, y que no se hablaba de la edición de su obra completa, de ponerla a disposición y alcance del lector. Un día, ya en junio, la vi en librerías. Y fue una alegría, además de un muy retardado –además de necesarísimo- acto de justicia. Porque la poesía es una alegría. El arte es una alegría. Y es un encuentro.
Y hoy nos encontramos con este nombre entre los recuerdos y las manos, Salvador Espriu, y que yo tengo en mi corazón y mi memoria de lector y apasionado por la poesía y mi país desde la adolescencia. Nos lo encontramos, y queremos cerrar la conferencia de hoy con su compañía, bajo su sombra que nos cobija. Bajo su arte y su sabiduría. Y lo queremos tanto yo mismo como Amics de la UNESCO de Barcelona, y por esto para mí es un placer recordarlo y hablar de él hoy aquí en su sede. Podría decir tantas cosas de él. En primer lugar se me ocurre decir que la vida es encuentro, como la poesía, y que quizá por esto ha querido que en esta conferencia curiosa y que nos acerca a cómo puede estar la muerte en la poesía, y lo hayamos visto a través de algunos poemas de mi último libro, queramos cerrarla con un recuerdo y homenaje a Salvador Espriu, quien afirmó en reiteradas ocasiones que su poesía era una meditación obsesiva sobre la muerte. Es natural, me parece, que sea este detalle –detalle, pero que vertebra su poesía, como él indica- lo primero que piense en referir de él hoy, y que sienta con él que su poesía y su presencia nos salen al encuentro, y que además de éstas nos pueden decir tantas cosas. Yo quiero sólo apuntar alguna observación, sin pretensiones de exhaustividad ni la de trazar una visión equilibrada y ponderada de su figura y de su obra, porque no me sería posible. Pero sí que quiero cerrar estas palabras con su recuerdo y algún pensamiento sobre él, algún detalle que nos lo haga presente y nos lo acerque.
Diré así algunas cosas. Antes que nada, quiero destacar la conciencia de lengua y el sentimiento de la lengua que hay en su labor, y la sustenta: conciencia y deseo, exactamente, de escribir en catalán de un modo casi testamentario, o sin el casi. En el duro franquismo Espriu pensaba que el catalán desaparecería, y refirió que escribió Primera història d’Esther con una voluntad testamentaria en relación al catalán, y era la de dejar constancia de que era una lengua de cultura y en la que se había producido una literatura de una altura pareja a la de las otras lenguas románicas como el castellano, el francés o el italiano, y de ningún modo un dialecto como era común sostener con desprecio por gentes de la dictadura. Así que Espriu escribió con esta voluntad testamentaria, y pensaba que estas obras que escribía eran esto, testamentos, o monumentos, y que los iba a dejar como tales de una lengua que sería ya una lengua muerta, y se leería o estudiaría como puede hacerse con el latín. Esta desoladora convicción está en la raíz de su rigor y pulcritud extremos en el manejo de la lengua, pero es una convicción que también lo es de amor, porque si así también no fuera no hubiera podido crear, crear en esta lengua, ya que la creación es asunto de un poeta o un artista y no de un político. Extraordinario hombre de cultura, esta pasión por su lengua, el catalán, que definió como “el latín que hablamos en estas costas”, convivía –como señalé el año pasado- con un respeto, conocimiento y amor muy profundos por el castellano y la literatura en él escrita, y también con la conciencia de que esta lengua, su lengua, era latín, y el latín son también otras lenguas y formamos los que las hablamos y escribimos una natural comunidad de cultura. Lo remarqué el año pasado, de modo espontáneo y también a través de Espriu y sin necesidad de centenario alguno, y no quiero repetirme. Pero sí decir algún juicio, sentir o apreciación que se me viene a la memoria.
Este año del centenario de Espriu lo ha sido también de su amigo Bartomeu Rosselló-Pòrcel, y he vuelto a leer su poesía. Al leerla, tuve la sensación o la seguridad, la certeza de cómo esta muerte de su amigo de juventud decidió a Espriu a dedicarse a la poesía. Lo sabemos, lo sabía y siempre se ha dicho, pero al leer los poemas de Rosselló-Pòrcel de nuevo este año sentí que era del todo cierto. Porque el poeta mallorquín aportaba un acento nuevo y más acorde con la sensibilidad moderna, europeo y contemporáneo, a la poesía en catalán, encorsetada en moldes que resultaban ya arcaicos y como anquilosados –como pasaba también, por otra parte, con la poesía que se escribía en castellano. Y vemos que los hallazgos y la aportación que la voz de Rosselló-Pòrcel podrían haber supuesto para la poesía catalana, y que impidió su muerte –otra vez la muerte-, quiso retomarlos y aportarlos a su lengua Espriu, y esta convicción y empeño de amor le decidió a dedicarse a la poesía. Porque él había nacido como narrador, con un libro que es una herida, El Doctor Rip, un libro de juventud terrible y brillante y sobre todo en el que ya está toda su voz, una nueva y distinta manera de narrar y mirar que inaugura la manera moderna de contar, y a la que, como él afirma en su prefacio, se le podían buscar coincidencias. Quiero decir que en su fecha de aparición encontramos otros libros que en su lengua suponen un punto de partida, un nacimiento, el de la literatura moderna en narración en ella y así se ha considerado. Así el primer libro de Juan Carlos Onetti, El pozo, escrito en 1929 –prácticamente como El Doctor Rip, de Espriu, aunque tuvo una publicación más tardía-, ha sido considerado por Carlos Fuentes como la obra que ha de verse y señalarse como el inicio de la narrativa en lengua castellana del siglo XX. Así podríamos considerar esta obra de Espriu respecto al catalán, escrita casi en igual fecha. No sé en qué referencias y coincidencias con su primer libro pensó Espriu, a las que se refiere en este prefacio, pero al leerlo este año yo pensé en el primer libro de Onetti, también un monólogo desgarrado en fragmentos como éste de Espriu, y luego leí el prefacio, en el que Espriu habla de estas coincidencias, de diversas obras que podrían señalar el nacimiento de una sensibilidad y una manera de narrar nuevas y entre las que yo recordé ésta. Puedo decir tantas cosas, y las querría decir. Pero no puedo, y señalaré algunas, como hago. Espriu nace como narrador, es una muerte, la muerte de un amigo poeta la que le hace decidirse a cultivar la poesía, y en sus ceñidos y vibrantes, siempre lúcidos versos sentimos su recuerdo. Hay quien no hubiera compartido esta decisión. Voy a leerles un juicio con el que Josep Pla termina su libro Notes del capvesprol: “Salvador Espriu és un escriptor molt curiós. Al meu entendre, hauria pogut ser un dels prosistas més extraordinaris de la nostra llengua. Ho he sostingut sempre. Hauria pogut ser un Ruyra molt més esvelt, incisiu i psicològicament més complicat. El que ha fet (poc) en la prosa és inobidable. Però no ha escollit aquest camí i s’ha dedicat a la poesia”. Podríamos encontrar y citar otros momentos en la obra de Pla en que abunda en esta convicción y este juicio, que puede comentarse y matizarse en el sentido que a veces le da, pero que yo quiero aportar por el valor que tiene, el valor capital que supone que el mayor escritor en prosa del catalán tenga en este concepto la prosa de Espriu, sus narraciones. Que forman una unidad con la poesía, porque la obra de Espriu es una voz que se da con igual calidad, rigor y altura en la narración y la poesía, porque es una voz de timbre muy personal y que en los dos cauces encuentra su perfecto camino y es la misma. Pero yo quiero destacar el valor de las narraciones de Espriu, quizá porque hay quien piensa en él sólo como poeta, y su voz es también la de un narrador, y se da en las narraciones. Y es por esto que me alegra decir que hay una contribución que se da por parte de Italia en este Any Espriu, y es la publicación por primera vez en italiano de una antología de sus narraciones, gracias a la traducción de Amaranta Sbardella y que constituyen el libro Sotto l’attonita freddezza di questi occhi e altri racconti, prologado por Gabriella Gavagnin y editado ahora, este mes de octubre, por Passigli Editori de Florencia. Me complace decirlo y creo que a Espriu le complacería, y me parece hermoso que en Italia se puedan leer sus narraciones, en el latín de sus costas, el otro latín hermano en que está bien que se lean. Me agrada cerrar esta conferencia con una noticia que es una alegría y con la convicción de que también para Espriu lo sería. Y una alegría que además es efectiva y el principio de un camino. Porque, además de destacar la especificidad de su narrativa, su valor propio e importancia en su obra, quiero decir una verdad que la acompaña y resulta previa, y es que Espriu es un escritor muy universal y europeo, un gran poeta europeo, y ésta es una característica que distingue su arte y resulta esencial para entenderlo y definirlo, para comprender la medida, el timbre y el alcance de su voz. Pero, como vemos, sus narraciones no se podían leer en italiano y sólo ahora podrán leerse. Espriu es un maestro de la lengua catalana, pero su voz es una aportación de verdad universal desde ella a la literatura europea, y es bueno que empiece a adquirir esta dimensión, o la alcance de un modo más pleno, y es preciso que se den pasos para ello, como éste que me alegra comentar y se da en Italia. Sí. En Italia y su latín podrán leerse ahora las narraciones de Salvador Espriu, y de verdad me agrada, como digo, terminar estas palabras con esta noticia, que es una auténtica buena nueva, una forma que nos depara en este Any Espriu y para Espriu, para su lengua y para todos la alegría.
Amics de la UNESCO de Barcelona
Barcelona, 24 de octubre de 2013
LOS SOLES POR LAS NOCHES ESPARCIDOS.
Las lluvias impensadas. Los compases que marca el alma
y en los que la vida se encuentra y se descansa.
También asalta. Con fino pulso los registro.
Escribo un cuaderno a su dictado,
en el que me digo a mí mismo
y ausculto el mundo. Tomo el pulso a esa noche
con soles esparcidos. A las lluvias impensadas.
Y el alma es puerta que se abre, también
puerta cerrada, llave que a nadie jamás confía,
sólo acaso a una música que en el arte la busca.
La puerta se abre a mi paso y adentro lleva.
No sé deciros nada más acerca de ella.
LOS COMPASES DE UNA MÚSICA
resuenan escondidos. Al adentro
se encaminan. Quizá quieren o buscan
que allí yo los descubra. La música
siempre es un buen camino. La música
es alma y es poesía. Para ella
estoy despierto, hacia ella estoy abierto,
con ella y desde ella canto, me abro
en él las venas, lo dije acaso.
Me abro las venas en el canto, otra vez
lo aclaro, y estos compases su lugar preciso
encontrarán en mis adentros. Aquí los rasgo.
SOY ETERNO. LO DICE EL JOVEN,
lo siente aún en algún momento
el viejo. Es la sensación o la euforia
que produce la dicha. Pero la dicha,
como el duende, en la vida
anda muy escasa. Y esa afirmación
sabe que en verdad lleva
siempre un no delante. Nada queda,
todo pasa. Sólo el amor es una llama,
y atraviesa la oscuridad, como una lanza.
Y así es cierto. Aunque sea en breves momentos,
o en historias que al final acaban en nada,
la vida del hombre a veces también es una danza.
LOS NIÑOS JUEGAN A LA SOMBRA DE LOS DÍAS.
Juegan a coches, a indios, a canicas.
Juegan, ya se ve, como niños antiguos
-quién sabe a qué jugarán hoy los niños.
Lo hacen a la sombra de los días, en
cualquier camino. Pero en esta sombra
hay un peligro. Alguna sombra alguna vez
atrapa a un niño. La sombra tiene bosques
que únicamente existen
para que se pierdan los niños
que en un descuido de su mamá o de sus amigos
atrapó mientras jugaban. Esos niños
quedan para siempre perdidos en este bosque,
allí en el tiempo detenidos. Nadie más
ha vuelto a verlos, ni los ha visto.
Vigilad a los niños. La sombra los busca
y hasta cuando juegan es un peligro.
La sombra es dañina y asesina y comete
el peor pecado del mundo, que es
atrapar a un niño, robarle la vida, dejar que se pierda
cuando estaba en medio de un juego o de un camino.
La infancia es sagrada, y acaso por eso
a la sombra le tienta. Ya lo dije,
es dañina, es asesina.
Y está en los días.
LA TIERRA PARA QUIEN LA TRABAJA.
La tierra para nada. Tierra y libertad.
Tierra y vida cumplida y también agua.
Hacia la tierra voces claman, me reclaman,
forman coro que hacia tu corazón se alzan.
La tierra no es de nadie o es de todos.
Ha de ser de quien vive, la trabaja.
También de quien respira. Todo
es de nadie y es de todos. Seamos
en la tierra los primeros a mostrarlo.
Personalmente dejo mi piel a los caminos,
por si seca ya quieren darle algún uso.
En el campo quiero ser espantapájaros
muerto y fijo. Soy de nadie y soy de nada.
La vida siempre es un regalo.
ESTOY CANSADO Y AL FONDO DE UN OLVIDO.
Aun así en él no me escondo, aun así
me digo y me dibujo. En el poema
no termino, ya lo he dicho, y así
por sus esquinas como en un juego infantil
aún me busco. Algo de la niñez
se encuentra siempre en las palabras,
como agua o una mañana clara. En ellas
siento crecer la hierba de las notas del adentro
y con ellas ausculto los latidos
con que el poema dice al mundo y a mí mismo
que estoy vivo.
EL LUGAR EN QUE FIJÉ MI ATENCIÓN EL OTRO DÍA
y que veo desde el aula de la Universidad
no está abandonado y tiene infancia. Había,
ya lo vi, quien trabajaba en las ventanas
que dan a la calle, pero sus cortinas tienen colores infantiles
y al final, clase adelante, salió un grupo de niños.
y pude leer: Centro Parroquial. Los juguetes sí están viejos,
el columpio y la bicicleta que usan, pero quizá
alguna mañana tengan mejor uso
que estar apoyados en la pared
como despojos. Está bien que ese lugar
esté vivo, como está bien
guardar algo de infancia, pájaro
que desde nuestras manos al aire en algún momento vuele
o pan caliente cuyo sabor y crujido sentir aún
de cuando en cuando, como un rescoldo, como una patria
o una música
que ejecuta aún algún compás
al final del alma, y es calor y es compañía,
viento fresco y aire limpio en que respiramos
o respiro, este edificio no está por la infancia abandonado
y yo me alegro, como me alegro de tener aún
este pájaro o pan muy blanco de la infancia
en el corazón y entre las manos. Sin la infancia
como un arroyo de agua pura que transcurre por el fondo,
su susurro aún de algún modo escuchamos y quizá nos sostienen
no habría quizá impulso del que naciera algún poema,
porque creo que este embrión cálido de música o primer latido
del que nace la poesía y se conforma
está muy cerca de la infancia, por ella traspasado,
de ella lleno.
Además y con independencia de que quizá es un buen final,
no quería decir hoy nada más en esta página.
Para que a su vez sea poesía ha de estar por infancia traspasada.
Por infancia, como digo, por música, por alma,
aire, luz y sombra
de noche en la mañana, sobre las manos que la abrazan claras.
EN EL INFIERNO HA DE HABER UN LUGAR
especialmente reservado para ellos.
Éste también es un pensamiento antiguo,
en el que creía con sinceridad y fuerza,
con todas mis células, en la juventud herida.
Me refería a quienes no ayudan o no abren puertas,
o quizá se las cierran, al verdadero artista que empieza;
a quienes le hieren o de él se burlan, le acosan,
lo persiguen, le molestan. A quienes su simple existencia
y el don con el que crea les enerva
y son hacia él –ya lo digo- burla, desprecio,
escarnio, fingida indiferencia, envidia y trabajo.
Ha de haber en el infierno un lugar
especialmente reservado para ellos. Porque el artista
es siempre niño y santo. Es una paloma que la lluvia
cada día vuelve más blanca
en la tierra del alma. Es espíritu trascendido.
proviene de un tiempo sin olvido
y al dictado de su arte y en él
con pureza lo cifra. El pensamiento antiguo que refiero
con fuerza lo creía, como sentido de justicia
quizá me sostenía. Pasan los años y pasa la vida
y quizá se ha borrado o, al menos, perdido peso
y su forma de herida abierta. Pero lo recuerdo de nuevo
y pienso otra vez cierto. Ha de haber, sí,
un lugar en el infierno especialmente
reservado para ellos, en que sólo ellos estén,
y entre sí se soporten y devoren y tengan así
para ellos un especial castigo. Para quienes no ayudan,
barran el paso y se complacen en herir a los artistas.
Artistas verdaderos hay muy pocos, y la vida
debería ser para su arte, para ellos. Y el arte siempre es santo.
LA GENTE SE ENCUENTRA Y SE DISPERSA
en los bares y en las calles. Se encuentra
en momentos imprevistos, bajo árboles
que de pronto han nacido y allí
nadie había visto. La vida de pronto
crece, se desata, se impone. Como esos árboles
bajo los que la gente se encuentra, comparte
charlas, un café o un recuerdo, a veces,
si hay más suerte, incluso un beso.
La vida brota en medio de la nada
como un árbol o un vendaval o una tormenta.
La gente se encuentra pero no sabe nada.
Ignora cuándo se darán estos encuentros,
qué pasará, quién aparecerá en ellos.
La vida son fantasmas y son miedos.
Son soledades, son heridas. La gente
hace lo que puede, la pobre gente
que tanta piedad merece y somos todos.
Todos somos gente que aun cuando se encuentra
se pierde. La vida es una pérdida.
Huir de ella no se puede. La soledad
con todo siempre acaba. Está al fondo
del árbol, el vendaval o la tormenta
que la vida por un momento nos regala,
y al final también de sus fantasmas y sus miedos.
No sé cómo decirlo. La soledad es la única tierra
a la que el hombre pertenece.
En ella sólo hay verdad que muere.
EL CALOR DE LOS AMIGOS QUE PERDIMOS
o que no nos dio la vida, y así no tuvimos,
palpita y se consume con los leños
que arden en la chimenea. Es
de una casa de campo, y allí estamos.
Con una pequeña esperanza entre las manos,
a la que acunamos como a un pájaro.
con una alegría que con gran esmero alimentamos,
porque aún es pequeña y hay que extremar
con ella los cuidados, no sea que la apague
un golpe de aire o una puerta mal cerrada.
Vivimos entre lo perdido. Vivimos
con lo que tenemos y detrás de nosotros está siempre
lo que no tuvimos, esos amigos que perdimos,
las puertas que no se nos abrieron
cuando nos eran más precisas, los caminos
a los que la ilusión nos guiaba pero fueron
para nosotros pozos cegados. Mira el fuego.
El fuego, ya lo dicen, encanta, encandila.
Ante la chimenea pasan y se detienen las horas.
Quizá porque con sus leños arde también
todo lo que perdimos. Y con ellos lo recordamos,
lo sentimos. Lo perdido también es un camino.
Sobre el corazón se pierde y está herido.
EL BASTÓN ACOMPAÑA A UN VIEJO.
Peores destinos puede tener la madera.
La madera es también ayuda
para la vida vieja. De la madera
de los sueños estamos hechos,
se oye en el teatro, y de la termita
que los horada y que los mina.
Siempre hay una madera que es
para el vivir precisa, no sólo en la vejez.
La madera de los juegos de la infancia
también cuenta. Y esa madera de los sueños
que nombré y sobre la que pasé
como de puntillas. La madera
viene del árbol, de la noche y la mañana.
El hombre, como ella, perece
cuando se incendia. Y vivir
es un incendio. Soles últimos
lo alientan. Sobre ellos y en él
perezco. Mi yo es barro disperso
que el tiempo ha vuelto huérfano.
IDEAS O PENSAMIENTOS ANTIGUOS QUE ME SOSTIENEN
encuentran ahora su sitio en el poema: surgen
de nuevo, brotan del fondo del tiempo o del olvido,
de oscuridad brillantes, apretados, densos. Mansos
y a la vez fieros. Pensamientos antiguos
de hace veinte años, de la juventud pura
y herida, de la juventud por las palabras incendiada,
del arte de mí mismo entonces nacidos y por el tiempo perseguidos
estos pensamientos antiguos, frases centrales, ejes de mi vida,
núcleos de tensión que aún conservan y me han sostenido
y encuentro de nuevo en las palabras y a la vez encuentran su lugar en ellas
y sí vuelven y no se han roto ni perdido
y soy a través de ellos aún yo mismo.
Pensamientos que no anoté, que siempre en silencio tuve:
asertos o primeros versos, frases que calladas
todos estos años transcurrieron. Ya me referí a ellos,
según creo, pero el poema anterior
consiste en uno de ellos. Me encuentran
al final de tanto tiempo.
LOS ASALTOS A LA NADA, LOS SAQUEOS,
los nombres malheridos, los días perdidos,
la noche y su frontera y la pantera
u otra fiera
que aúlla allá en sus lindes.
Hasta allí ha de llegar mi poesía.
En su extraño territorio crecen los caminos
y enlazan con senderos más antiguos
que extreman y prolongan, que acrecientan
con más luz y con más sombra
mientras soy otro y soy el mismo
(sé que esto otras veces ya lo he dicho,
pero hace años ya indiqué que lo poco que sabemos
resulta inevitable repetirlo) y hay
un hilo secreto y finísimo
que me une a mi yo antiguo
y a la vez mi rostro en el agua
de las palabras se refleja de otro modo.
Estalla la luz, estalla la sombra. Todo
es música y es alma. La paloma y el espíritu
(digo la esencia y también su símbolo) levantan su vuelvo
y por otro y el mismo aire buscan
algún frescor y alguna sombra.
Desde muy adentro me pulso.
La adolescencia conserva su calor y perdura
en estos ahora explorados caminos, porque en ella
el arte se encierra ya entero, en ella se presienten
todos sus posibles caminos, que quizá el vivir traiga y nos permita
por él dejar nuestros pasos. El adentro
se expande y crece y es hiedra y es araña
y yo vuelvo a los versos o a esta novela que en ellos se me enreda
y sucede como capítulos sólo por la música unidos
y sólo así ha de ser una novela
hecha de poemas
y de asaltos y saqueos
y el resto de elementos
que dije al principio y fueron
el arranque y el primer
temblor de este poema.
De Los soles por las noches esparcidos, El Bardo, Barcelona, 2013
DONDE QUIZÁ EL AUTOR EXPLICA POR QUÉ NUNCA QUIERE
CELEBRAR SU CUMPLEAÑOS
En nada hay más mentira que en los aniversarios,
que en creer que Dios o el tiempo
para el vivir trabajan
y que en las calles aún quedan
minutos para todos.
Sólo la derrota puede llegar a tener forma de plaza,
y quizá por eso no hago más que pedir prestado
el miedoso yeso de unos ojos
para romperlo mientras finjo
grabar versos ahogados
en el escondido corazón de las pizarras.
De Tierras, collection “le tourbillon suspendu”, Éditions AIOU, Saint-Étienne-Vallée-
Française, Francia, 1996.
Texto © Santiago Montobbio 2013
Todos los derechos reservados.