Cuando en alguna colaboración anterior en otro medio me refería a la rica y variada tradición de la fotografía artística y documental en América Latina, en México, al ocuparme del hermoso libro Y donde quiera, la luz, del talentoso joven fotógrafo chihuahuense Raúl Ramírez “Kigra”, entre otros grandes artistas de la lente de prosapia mencioné al singular colombiano Leo Matiz. Y ahora confieso que tuve un lapsus al llamarlo Alejandro Matiz, cuando Alejandra es su no menos creativa y empeñosa hija, amiga querida a quien mucho reconozco su invaluable labor como fundadora y principal espíritu motor de una fundación que salvaguarda y promueve el enorme legado de quien en su momento fue considerado como uno de los diez más importantes fotógrafos del mundo.
Artista visual de muy variados recursos técnicos y artísticos, con un gran talento creativo y un carácter inquieto fuera de lo común, Leonet Matiz (Aracataca, 1917–Bogotá, 1998) fue uno de los más destacados dibujantes, caricaturistas y fotógrafos de su generación, quien compartió con su entrañable paisano y amigo Gabriel García Márquez no sólo el haber nacido en la misma población de la costa atlántica colombiana que al Premio Nobel de Literatura le motivó su tan personal mitología del Macondo inmortalizado en Cien años de soledad, sino además el haber sido también propiciador y germen –con su no menos sui generis experiencia personal, expresada y volcada más tarde en su extraordinaria obra visual– del llamado “realismo mágico”. Por la propia Alejandra y otros especialistas hemos sabido que la géneris del mismo Leo Matiz se emparienta con esta corriente que revolucionó el curso de la literatura latinoamericana y universal, marcándolo de tal modo que en su obra se reproduce a la perfección una especie de síntesis biográfica del extraordinario mundo maticiano, que en muchos aspectos coincide por supuesto con el garciamarcesco de la Aracataca trasplantada al Macondo ficcional por todos conocido.
Primero un precoz y dotado dibujante y caricaturista que siendo todavía puberto recorrió buena parte de su país, Leo Matiz se hizo consciente también desde muy joven tanto de su espíritu nómada como de su no menos destacada afición por la fotografía. Su prolífica y variada producción nos ha legado auténticas joyas tanto en el terreno artístico como documental, descubriendo pronto lo que el escritor y periodista polaco Ryszard Kapuscinski dio en llamar el “olfato trashumante”, porque el célebre fotógrafo colombiano reconoció desde la adolescencia que nada le apasionaba tanto como viajar con su cámara al hombro y registrar la identidad de los pueblos expresada en su transcurrir cotidiano. Así fue testigo atento de grandes momentos en la historia de Colombia y de otras naciones hermanas de América Latina y el mundo, como el llamado “Bogotazo” que culminó con la muerte del líder Jorge Eliecer Gaytán, o el golpe de estado a Salvador Allende en Chile, o siendo fotógrafo del Palacio de Miraflores en Venezuela.
Viajero empedernido en una época en que hacerlo era verdaderamente una osadía, una auténtica conquista, Leo Matiz llegó a México a principios de la década de los cuarenta, y aquí fue ayudado, entre otros grandes personajes, por su paisano el enorme poeta Porfirio Barba-Jacob, quien a su vez había protagonizado su personal periplo y en este país encontró la muerte en 1942. Pero Matiz se quedó en México por cerca de dos lustros, seducido por ese inagotable crisol que hace de esta nación una de las más apasionantes del mundo, y en un tiempo en que el joven artista visual enriqueció con su gran talento diferentes ámbitos del quehacer creativo, entre otros, por ejemplo, el del cine en su llamada Época de Oro, con extraordinarias fotos fijas para muchas e importantes películas que llamaron la atención de otros célebres colegas suyos como Manuel Álvarez Bravo o Gabriel Figueroa. Y de seguro aquí habría permanecido por más tiempo, de no haber sido por su sabida ruptura de quiebre con ese enorme pero también controversial gran personaje de la cultura mexicana –y universal– que fue el artista plástico chihuahuense David Alfaro Siqueiros, con quien por cierto había tenido antes una amistad entrañable.
Ya en Estados Unidos trabajó para revistas tan destacadas como Life o Reader’s Digest, y para esta última hizo, para Selecciones, una célebre serie que lo llevó por toda América Latina, con ya antológicas imágenes suyas que corroboraron el hecho de ser considerado uno de los fotógrafos más importantes del mundo. Su famoso “Pavo real del mar”, por ejemplo, de su vuelta a Colombia, es ya un referente de su enorme poder creativo al frente de un aparato que en sus manos se convertía en una especie de caja de pandora, conforme el talentoso y sensible artista –por cierto, con ojo clínico– se apropiaba de ella y creaba verdaderos poemas visuales para la eternidad.
La Fundación Leo Matiz que su hija Alejandra ahora ha anclado en México, después de haber estado por muchos años en Italia y en Nueva York donde su papá también vivió, conserva uno de los acervos visuales más apasionantes, conforme ella ha ido rescatando y conservando dibujos, acuarelas, caricaturas, cámaras, fotos fijas, películas, y otras muchas y variadas imágenes que hacen de esta invaluable colección un verdadero tesoro, parte ya de nuestra memoria visual. El no menos famoso escritor y musicólogo Alejo Carpentier, con quien de seguro coincidió ya sea en Venezuela o en París, decía que “el novelista de cierta forma es un cronista de su tiempo”, condición ésta que bien podría de igual modo aplicarse, por méritos propios, a un enorme fotógrafo que como Leo Matiz recorrió el mundo y nos legó auténticos reveladores registros para la posteridad.
Texto © Mario Saavedra 2013
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