DON GIOVANNI – W. A. MOZART (1756-1791)
Director Musical: Alejo Pérez
Director de Escena: Dmitri Tcherniakov
Teatro Real de Madrid
Cuando estudiaba en el instituto allá en mis tierras leganenses, mi profesor de Lengua y Literatura nos explicó el mito de Don Juan y nos habló un poco de las diferentes versiones del mismo desde Tirso. Cuando concluyó su periplo histórico-literario nos confesó que el Don Juan que más le gustaba no era ninguno de esos, sino el de Mozart. Desde entonces siempre deseé ver una representación de Don Giovanni. En estos años de aprendizaje a lo Wilhem Meister he escuchado varias versiones de la ópera mozartiana, pero ayer fue la primera vez que la veía montada sobre un escenario. Montada o perpetrada, porque ayer asistí a un curso de “cómo cargarte una música excelsa en tres horas”.
¿Qué es lo peor de este montaje que el Real ha dejado en manos de Dmitri Tcherniakov, quien ya montó la escenografía de Macbeth, que comenté también en Babab? Sería difícil escoger un solo momento. Un director de escena debe resaltar las cualidades de la partitura, o al menos no interponerse demasiado entre esta y el público. Cuando el montaje escénico es tan inenarrable que hasta la música parece mediocre es que algo ha salido mal.
Tcherniakov viste a Zerlina como una adolescente de extrarradio madrileño. Bien. A Doña Elvira la disfraza de yonqui de mi barrio en los ochenta cuando esta no quiere ser reconocida. Y, lo mejor, Don Giovanni se pasa la función vestido de Indiana Jones pero sin el látigo. Excepto, eso sí, en la escena en la que lo visten de Tony Manero con un traje azul cobalto que haría las delicias de cualquier chulo de playa en noche ibicenca pasado de rosca.
Luego está el decorado. Si de algo no puede acusar el Real a Tcherniakov es de dilapidar el presupuesto. Tres horas de función y lo único que cambia es que a veces hay sillas y a veces no. Tantas escenas con cantantes o figurantes hieráticos y siempre con el mismo decorado, y eso durante tres horas… cualquier médico nos lo desaconsejaría. Muy grande también es el recurso que ingenia Tcherniakov para las escenas de cambio de papel en que algunos personajes no son reconocidos. Don Giovanni y Leporello se hacen pasar el uno por el otro, ¡con su misma ropa todo el tiempo! El espectador, en un alarde de extrañamiento que ríete tú de las teorías de la estética de la recepción, ha de colegir que Don Giovanni es en realdad Leporello, y viceversa, y que los demás personajes no se dan cuenta de nada, a pesar de que su aspecto externo permanezca inalterable. Una maravilla.
El decorado, que es en lo que estábamos, parece el salón de una mansión victoriana en una película de esas en las que tras una fiesta de gentes estiradas uno amanece fiambre y el investigador o investigadora los reúne a todos para deducir al final que el asesino es el mayordomo. Al menos, los libros de la biblioteca que se caen al suelo son de verdad; ya me temía yo que fueran de cartón como esos de las tiendas de muebles.
El apartado musical es mejor que el escenográfico, lo cual no tiene demasiado mérito. Aun así, uno está acostumbrado a ver a la orquesta del Real convertir cualquier partitura en algo casi mágico, y de Don Giovanni salgo con la sensación de que se han limitado a cumplir con el expediente. No me emocionan casi nunca. Menos mal que está Ainhoa Arteta, que clava su personaje. Y el bajo Anatoli Kotscherga, un inconmensurable Comendador, a la antigua usanza. Los demás, ahí están, que no es poco. Mención aparte merece el Don Giovanni de Russell Braun. No puedo juzgarlo porque casi no lo oí, y mira que me habría gustado, porque es un gran papel, pero qué se le va a hacer si la orquesta le tapaba siempre. Al final de la función todos los actores salieron juntos a saludar; mejor, yo me temía ya lo peor para el bueno del señor Braun, que tiene nombre de personaje del Cluedo, juego al que tan bien le habría venido el escenario de Tcherniakov.
Por último, me gustaría saber qué extraña confluencia planetaria convenció a nuestro escenógrafo de que Don Giovanni debía de parecer un pirado con pintas durante toda la obra, un personaje irrisorio, un mindundi de tres al cuarto del que es imposible creer que se ligue a todas las mujeres de la obra. También me gustaría saber quién ideó los movimientos del baile que se marcan Leporello y su señor en su último dúo. Canela fina, oigan.
Comencé esta crítica preguntándome sobre lo peor de la función, y sinceramente creo que fueron los gritos de parte del público cada vez que ese telón se desplomaba asustándonos a todos (no se bajaba, lo tiraban desde las alturas). Gritos de “fuera, fuera”, “es una vergüenza”, “estáis destrozando a Mozart”, “horroroso” o “esto es una mierda” oyó el caballero que esto escribe. Mis oídos pudorosos creen que siempre hay un límite.
Texto, Copyright © 2013 Rubén Romero Sánchez
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