Escena Música Ópera

BORIS GODUNOV, de Modest Musorgski. Teatro Real de Madrid

Boris Godunov

Por Rubén Romero Sánchez

Boris Godunov¿Es inútil la protesta del pueblo? El Boris Godunov de Musorgski acaba con el canto del idiota lamentando la suerte de Rusia y prediciendo que la oscuridad caerá sobre su pueblo, después de que este se haya rebelado violentamente contra la opresión del poder. En el Teatro Real de Madrid se representa el llamado “Boris original”, la versión de Musorgski de 1872 de su propia ópera compuesta tres años antes y a la que añade la última escena en el bosque de Kromi, esa revolución popular tras la muerte de Boris y la subida al trono de Grigori. Si en la primera versión es Boris Godunov el protagonista de una tragedia individual que nace de los sentimientos que lo atormentan a causa de su llegada al poder tras ordenar el asesinato del niño que habría de ser zar, en la segunda es el pueblo quien actúa como una de las fuerzas motrices de la historia adquiriendo verdadero aliento épico; así, Musorgski crea una compleja obra que critica al poder, al Estado, y se pone de parte del pueblo oprimido. Pero nos deja la inquietante duda del principio: ¿da igual lo que haga el pueblo, pues siempre será esclavo; o debe actuar con mayor violencia, pues la simple revuelta no basta?

Johan Simons, en la puesta en escena que presenta en el Real, nos sitúa constantemente ante un viejo edificio de toscas líneas rectas y compartimentos cúbicos, con cierto aire a un Fra Angelico desolado, símbolo de la funcionalidad burocratizadora de un estado deshumanizado y gris en el que las pocas vías de escape se muestran como ventanas las más de las veces tapiadas. Por él se asoman ciudadanos anónimos y mudos que son testigos y al tiempo protagonistas como parte de la maquinaria de ese acontecer monótono e injusto. Hasta aquí todo bien: estética de realismo social soviético tamizado por Kafka. Lo malo empieza cuando los técnicos del teatro comienzan a aparecer excesivamente en escena, llegando a intervenir en la acción e incluso a descontextualizarla. ¿Pretende Simons suspender la credulidad del espectador en una suerte de actualización de las teorías brechtianas sobre el extrañamiento y la puesta en escena? Podríamos pensarlo cuando Marina entrega su sombrero a una de las técnicas, que entra en el escenario a cogerlo, en lugar de dejarlo sobre una silla, que habría que haber colocado al efecto en escena. Pero si así fuera, a Simons se le escapa de las manos en la escena en que el viejo monje Pimen cuenta a Grigori el asesinato del zarévich Dimitri por Boris: dos técnicos van enrollando con cuidado la alfombra que a lo largo de la función sirve para dignificar las escenas palaciegas de Boris, y a veces es difícil concentrarse en la actuación de los artistas, pues tu atención se centra en si la alfombra se atascará y cómo se resolvería esa situación y si eso tendría gracia o no.

Por otro lado, es magistral la escena en la casa de Boris. Unas columnas y ya tienes montado todo un tratado de vida doméstica balzacquiana en cuatro ambientes. Guiños al Chaplin que juega con el mundo en El gran dictador y una videocámara que muestra al Boris más humano en un aria con la que Günther Groissböck se gana mi cariño para siempre como un Boris Godunov humano, demasiado humano. Y qué decir de la joven Alina Yarovaya, que se marca una Yenia que corta la respiración, con una actuación en toda regla hasta cuando no le toca cantar, como dictan los clásicos. Aunque el vencedor de la noche es Dmitry Ulyanov, quien volvía al Real tras participar en Iolanta de Tchaikovski: gran ovación para él, que dibuja un Pimen muy medido, emotivo sin caer en la afectación y arrebatado sin caer en la grandilocuencia.

Y a todo esto, tras cuatro horas de enorme esfuerzo de la orquesta, con su sonido limpio de siempre, de un ir y venir por el escenario de técnicos que más parecen figurantes, de un homenaje pretendidamente iconoclasta a las Pussy Riot y de una nueva sesión de música desencorsetada como últimamente nos ofrece el Real a través de Gerard Mortier, nos damos cuenta de dos cosas: la primera es que montar a los rusos siempre merece la pena, a pesar de que la función que nos presentan en esta ocasión a veces decaiga en fuerza dramática y por ciertos toques simbólicos que no le hacen nada bien al mensaje ni a la propia estructuración formal de la partitura; la segunda, que Musorgski no era Shostakovich, ni falta que le hace, pero que aun así alienta un drama de plena actualidad hoy: la falta de escrúpulos de la clase dirigente para alcanzar el poder y perpetuarse en él; la superioridad de la violencia estructural del sistema frente a la violencia reactiva y contingente de la ciudadanía; la anonimia de los individuos fomentada desde el poder para encauzar la protesta; o la posibilidad de que el pueblo actúe como sujeto activo de su devenir histórico son algunos de los temas que trata Musorgski y que potencia Johan Simons con su adecuación del texto original al contexto que nos ha tocado vivir.

Música de altura para tiempos convulsos. Arte necesario.


Texto, Copyright © 2012 Rubén Romero Sánchez
Todos los derechos reservados.


Danos tu opinión

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.