Por Egberto Almenas
Todavía a mediados del siglo XIX la pintura en plein-air de la Escuela del Río Hudson en Estados Unidos apenas se diferenciaba del paisaje europeo en los tiempos de Goethe. Si bien la elasticidad del romanticismo valida regocijarse con el “color local”, lo estadounidense hasta entonces en la plástica no pasaba más allá de un gusto fuera de lo común por la percepción precisa, según arengaba Ralph Waldo Emerson, y cuyo trascendentalismo arraigado en la Madre Natura (brotar de sí) exigía de sus compatriotas norteamericanos una mayor distinción. Con todo, éstos siguieron agotando fronteras en balde tras los chirridos de la industria mecánica y el progreso mientras se abalanzaban hacia el ámbito aún ignoto del poniente en busca de una quietud constitutiva.
El carácter circunspecto y puritano del pintor neoyorquino Edward Hopper (1882-1967) lo dotó para atisbar sobre el lienzo un sentido de identidad cuajante propio de su país a la altura de su época. Con caballete de cajón y óleo en tubos exprimibles, al uso de sus congéneres ribereños, a él en cambio le tocó eslabonar por fuerza ese sentido desde la más sola de las soledades, la que se sufre en el seno de la gran ciudad. Hasta hoy en cualquier urbe de su nación se encuentran planos dignos de olvido que bien pudieron prestarse para sus manchas de luz y de sombras. En lo ordinario, el voyeurismo de su pulso halló la carne apetecida y negada a tantos otros antes.
[Edward Hopper. Night Windows, 1928, óleo sobre lienzo]
Hopper converge sin excesos en una puja asombrosa hacia la modernidad de Occidente. Hasta en rachas de escasez, las artes del terruño tanto como las ciencias y la tecnología gozaron no obstante de un salto creativo. Pero allí también la ley del relativismo universal destrona la obra maestra (recuérdese la Giaconda de Duchamp). De surgir, “sería inmediatamente condenada, desprestigiada, por considerársela un retardo en la marcha, un obstáculo para las nuevas esperanzas.”
La observación de Louis Hourticq, aplicada a la pintura contemporánea, abarcaría la reticencia de Hopper, tipo cartujo que además lleva como un clavo ardiente en la memoria aquel epígrafe de Emerson, su filósofo de cabecera: “No busques la verdad fuera de ti”. El pintor en cuestión se desmarca pronto de la única escuela en Nueva York a la cual lo adscriben—la Ashcan, la del cubo de basura, así tildada por retratar en sus cuadros los aspectos más sórdidos de la ciudad. Nada tiene que ver él con las reformas de la Era Progresista, y aborrece que afilien su obra a la “retórica” a menudo insurgente del American Scene. Ya cree saber que la esperanza de sus paisanos ha de sajarse de la semilla republicana.
Tampoco se fiará a la postre de la nueva estética local. La nómina contada al vuelo de pintores que a mediados del siglo XX incentivan el dominante expresionismo abstracto en Estados Unidos arroja que buena parte de ellos eran de origen extranjero. No sorprende que la madurez despojada de toda ponzoña exógena aflore en el hosco de Hopper en cuanto agudiza el patriotismo purificador de los suyos (inmigración y deportación selectiva según criterios temperamentales de lo que normaba ser de raza blanca e ideología afín al Sueño Americano). Por ello su pronunciamiento silente todavía vende justo durante los años de la Gran Depresión, menos con el boom de la posguerra, y algo más otra vez cuando estalla el turbulento decenio en que muere. Los críticos no sabían dónde ponerlo.
Joseph Phelan atina que “la adopción de Hopper de lo anticuado, de lo no excepcional, de lo vacío y en apariencia escasamente interesante respecto a los temas, le permitió documentar la fuerte tensión entre el mundo victoriano de su infancia y la inseguridad del mundo moderno que había emergido desde entonces”. Análogo a su admiradísimo filósofo, Hopper “rechazó la ‘pintura pura’ y tantas otras demandas del ‘progreso’ y la ‘moda’ a fin de producir un arte que reflejara su inmersión en la vida tal como se la vive, y la naturaleza tal como es”. La persistencia en él de un realismo reductor que concurre al margen de las innovaciones buscaba atajar el descubrimiento continuo de sí, y de ahí la soledad rehecha que le acusan.
[Edward Hopper. Sunday Morning, 1930, óleo sobre lienzo]
La sociedad nunca avanza, le advierte Emerson: recula de un lado tan pronto gana del otro. La bobina que se apresta para encender la gran prosperidad material en Estados Unidos, entre las dos guerras mundiales, ha agravado asimismo lo que entonces llamaban higiene mental. Hopper se deprime, con frecuencia cíclica hasta el letargo absoluto. En una caricatura a trazos veloces se representa como un niño desnudo con espejuelos que porta del brazo un tomo de Freud y otro de Jung. Habría que retroceder y acostarse por un momento en el mismo diván de lecturas con las cuales este “niño” mirón se curaba.
Freud, por ejemplo, ya hablaba en el ensayo que tituló “El malestar en la cultura” de lo difícil que era someter los sentimientos a análisis. “Es cierto que se puede intentar la descripción de sus manifestaciones fisiológicas”, dice, “pero cuando esto no es posible…, no queda sino atenerse al contenido ideacional que más fácilmente se asocie a dicho sentimiento”. Lo que él llama el actual sentido yoico no es más que el “residuo atrofiado de un sentimiento más amplio, aun de envergadura universal”, que corresponde “a una comunicación más íntima entre el yo y el mundo circundante”.
Esa “inseparable pertenencia a la totalidad del mundo exterior” tampoco podría disolverse en Sun in an Empty Room (1963), una de las últimas obras de Hopper. En estos tiempos de implosión posmoderna, su popularidad gana terreno. “Me busco a mí mismo”, respondió Hopper, igual de reacio, cuando le preguntaron acerca de lo desconcertante y bello de sus evocaciones en este cuadro.
[Edward Hopper. Sun in an Empty Room, 1963, óleo sobre lienzo]
Si lo hubiese pintado el Hopper de los primeros años se pensaría que acababa de llegar a esa habitación. Pero es fruto del Hopper viejo que muere poco después, y por tanto bien podría estar despidiéndose ante el espacio deshabitado de lo ya vivido. ¿Qué más da? Aquí todos los elementos en juego estampan su marca de fábrica. El sol en un cuarto vacío reincide en la búsqueda del Yo que se anida en los laberintos más recónditos del sentimiento y su vínculo disonante, mas vínculo al fin, con el mundo que lo rodea. Hopper, el “mal pintor” del mito “tercamente americano” insiste como siempre en refugiarse del malestar que en la concepción freudiana le infunden los cambios: hundimiento del instinto y la espontaneidad (aquel niño au naturel con lentes de buen lector) mientras acrece hasta el desmayo el sentido de culpa de su clase. “Todo hombre solo es sincero”, decía Emerson. Sun in an Empty Room sintetiza una mirada a hurtadillas que brotó de sí, y desde una soledad sin la cual Estados Unidos hoy tampoco podría encontrarse.
Texto, Copyright © 2012 Egberto Almenas.
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