Desasosiegos

EL GRAN CARNAVAL

El Gran Carnaval

Por Javier Rodríguez González 

La humanidad se ha convertido ahora en espectáculo de sí misma. Su autoalienación ha alcanzado un grado que le permite vivir su propia destrucción como un goce estético.

WALTER BENJAMIN

El pasado miércoles 21 de diciembre, el diario El Mundo mostraba en portada un mensaje  de móvil del diputado Alfredo Pérez Rubalcaba: «Me dice nuestra informadora en el Ayto de Madrid q Gallardon va defensa». La fotografía venía acompañada de un escueto titular: «El “comando Rubalcaba” sigue en activo». Este sms motivaba además una acerba crítica en las páginas interiores del ilustre periódico que, en su obstinada caracterización del líder socialista como un intrigante y temible chekista —si empleamos el singular idiolecto de algún periodista, ideológicamente afín a este medio—, clamaba contra la pervivencia de las malas artes en la troika del PSOE.

Como es natural, las reacciones no se hicieron esperar: Jesús Posada, demostrando su probidad política como presidente del Congreso, instó a los servicios jurídicos a elaborar un informe sobre «la colisión entre el derecho a la información de los medios de comunicación y los derechos de los diputados», y salvaguardar así su privacidad ante el asedio pertinaz de los paparazzi; Celia Villalobos manifestó sin ambages su opinión: «Hay una cosa que a mí me parece que no es presentable. Hoy un periódico refleja los dedos del señor Rubalcaba y un mensaje privado. […] Me parece que no puede ser»; los medios conservadores, coherentes con su mentalidad gregaria y cainita, se rasgaron las vestiduras y sacaron de paseo el manido tópico del «miedo a la libertad».

Pero no quisiera detenerme en los pormenores de esta anécdota, a mi juicio, totalmente prosaica, ni en las polémicas ni comentarios que haya podido suscitar, a favor o en contra, sino en su valor propiamente simbólico y en el mensaje aleccionador que ésta lleva implícita. Porque este caso, entre otros muchos que podría espigar en la prensa escrita,  da cuenta de la degradación del periodismo, corrompido por la pseudocultura del morbo, y cuyas consecuencias se refleja a diario en la acedia intelectual de la opinión pública española.

Hoy, el voyerismo posmoderno se traviste de filantropía a escala global, como en el caso de Julian Assange, responsable de las jugosas revelaciones de WikiLeaks —oportunista al que Mario Vargas Llosa desenmascara lúcidamente en su soberbio artículo «Lo privado y lo público» (EL PAÍS, 16 de enero de 2011)—. Los periodistas «independientes» ofician de pornógrafos para una masa acrítica, anestesiada y ávida de conocer la verdad oculta de las celebrities de turno. Este síndrome del Big Brother, alimentado por la telebasura y la ubicuidad de los programas del corazón, cuyo deleznable magisterio ha ido permeando en los diferentes estratos informativos, se traduce en una estética audiovisual basada en el impresionismo, la hipertrofia semiótica y, sobre todo, en la instauración del hiperrealismo sensacionalista como forma sublime de conocimiento. Simultáneamente, a la sordina, han operado también una serie de mutaciones en la propia concepción de los géneros y subgéneros periodísticos: salvo contadas excepciones, tanto los telediarios como las tertulias y programas de debate han mimetizado el formato y las técnicas de persuasión o captación de audiencia de los «Reality Shows».

La corrupción de los valores y los principios deontológicos más elementales de la profesión periodística están a la orden del día. El pornoperiodismo —ignoro a quién he de atribuir la paternidad de un neologismo tan atractivo—, se alza con el monopolio de la TV, y en los medios digitales triunfa el mantra de «todo vale por la audiencia». Por desgracia, se han cumplido los vaticinios de los situacionistas: el espectáculo ha secuestrado a la información.

La depreciación del periodismo riguroso es especialmente acusada en los reportajes y documentales televisivos. La obsolescencia de los programas «clásicos» de investigación, basados en los testimonios de personajes históricos y en una labor exhaustiva de documentación, obedece probablemente a razones mercantiles. Dicho de otro modo: no dan dinero. Sin embargo, hemos asistido en los últimos años al auge de sus hijos espurios: «espacios televisivos» como Callejeros o Comando actualidad, entre tantos otros, basados en la espectacularización de la miseria, la prostitución, el mundo del hampa y la marginalidad social. Problemas de enorme gravedad que, sin embargo, son abordados desde una perspectiva frívola y sensacionalista.

Con todo, no debemos cegarnos con los epifenómenos y eludir las cuestiones realmente medulares. ¿Vamos a seguir aceptando en pleno siglo XXI que los avances tecnológicos establezcan los límites? ¿Hasta cuándo se taparán la boca ministros, deportistas o famosos,  ante la silente amenaza de los chacales de la información? ¿Hasta cuándo los transeúntes de las megalópolis deshumanizadas, asépticas y pobladas de cámaras, seguirán sometidos a una vigilancia asfixiante, antidemocrática e inmoral? ¿Hasta cuándo tendremos que soportar esta dictadura pornocrática? ¿Hasta cuándo seguiremos justificando en nombre de la «seguridad» o de «la libertad» todos los delirios panópticos de los Estados?

La mitología del «progreso por el progreso», alumbrada por el fetichismo tecnológico y un optimismo racionalista un tanto anacrónico, entraña importantes riesgos y amenazas para nuestra dignidad personal, como esta emergente fascinación por «el destape», alentada por las redes sociales —que le reporta pingües beneficios económicos, no lo olvidemos— y el ethos de la sociedad del espectáculo. Si pensamos que «nuestro derecho a saber» como ciudadanos es ilimitado, y está subordinado a la técnica, aceptamos el modelo distópico de una sociedad orwelliana como un futuro no tan lejano.

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Javier Rodríguez González (Ourense, 1983) es licenciado en Filología Hispánica por la universidad de Santiago de Compostela. Ha cursado también estudios de Ciencias Religiosas en el Centro Teológico San Martín y de Geografía e Historia por la universidad de Vigo. Actualmente trabaja como profesor de Lengua y Literatura Castellana en la ciudad de Burgos. Ha recibido diversos galardones literarios, entre los que destacan el segundo premio en el IV Certamen Cultural Jóvenes Artistas (Cáceres, 2006) por su poemario Propedéutica de Silencio, el primer premio en el VII Certame Literario de Ames (2010) o el accésit del XVII Certamen Internacional de Poesía de la Hermandad de Cofradías de Peñaranda de Bracamonte (2011) con la obra Lux beatissima. Ha compatibilizado su labor poética con la publicación asidua de ensayos y artículos de opinión en revistas como Ficcionario, Remolinos, Babab o Proyecto Esquife


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