por Armando G. Tejeda
Babab.com quiere unirse al duelo que embarga a las letras hispanoamericanos con el fallecimiento del poeta transterrado Tomás Segovia. Un hombre honesto, de escritura libre y curiosa. Su poesía está ahí, en sus libros, en las numerosas antologías en las que figura, desde hace más de medio siglo, como un escritor singular y entregado a la búsqueda insaciable de la palabra. Como dice su poema Lluvia estival:
En la apartada noche ya sin nadie,
tibia, agitada, leve cae la lluvia,
sola para sí sola.
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El ganador del prestigioso premio literario Juan Rulfo nos habla de arraigos, exilios y señas de identidad asumiendo la sorpresa por la concesión del premio: “Este escritor desarraigado, que no estuvo en ningún sitio, también tuvo premios porque también había una conciencia de que había un desarraigo y que había que contar con él”
¿En qué va a consistir su discurso de recepción del Premio Juan Rulfo?
Tengo pensado en hablar de mi obra, aunque nunca me ha gustado hablar de uno mismo. Sin embargo, veo que todos los escritores premiados han hablado de si mismos y han considerado que el discurso de recepción sea una ocasión para contar al público cómo han hecho su obra o qué han hecho en su vida. Yo también voy a hacer eso, pero confieso que tengo miedo de parecer solemne, que es algo que odio, aunque en algunas situaciones creo que sí hay que ser solemnes, por ejemplo en la cama o tomando un café con algún amigo, pero nunca ante el público…
Los premios también son eso que se llama consagración. O sea, consagran algo que ya existe, y eso mismo que consagran tiene a su vez un contexto social, histórico, político y cultural, esto último en el sentido de las corrientes y las identidades culturales. Entonces los premios generalmente consagran un consenso de grupos, de países o de tendencias, por eso me pareció muy raro que me lo hayan dado a mi, pues creo que yo no soy consagrable.
¿Qué es lo que yo consagro? Yo no pertenezco ni a un país ni a otro, ni a ningún grupo, generación, corriente literaria ni nada parecido. Esto no lo he buscado, simplemente creo que así fue mi destino, pues desde he andado de un sitio para otro, cambiando de países, incluso de regiones dentro de los países. A lo largo de mi vida he ido cambiando de todo, incluso de esposa, y así he vivido toda mi vida. Nunca me he arraigado ni a un país, ni a una época ni a un matrimonio. Por eso me extraña más la concesión del premio, porque cuando se consagra algo se hace porque eso mismo que se consagra ya está arraigado. Y yo creo, insisto, que no soy consagrable.
¿No cree entonces que su literatura sí es consagrable?
De eso estoy hablando, pues me hace preguntarme que represento yo a través de mi literatura. Está claro que eso no soy yo el que debe decidirlo, pero creo que también tengo derecho a tener una opinión sobre mi propio destino. Me parece una cosa rara que me den ese premio o cualquier otro, por eso creo que merece la pena reflexionar sobre ella. Es decir, ¿qué es lo que consagra al consagrarme a mí? No será la disidencia, en el sentido etimológico de la palabra, esa verdadera disidencia que significa no estar arraigado en nada. Por eso creo que ese es el sentido que adquiere históricamente el premio, por eso estoy seguro que en el futuro, si algún ocioso se ocupa de estudiar sobre estos premios y de este momento histórico, así lo verá. Dirá que este escritor desarraigado, que no estuvo en ningún sitio, también tuvo premios porque también había una conciencia de que había un desarraigo y que había que contar con él. Seguramente soy muy optimista, pero en ese sentido creo que sí soy un poco ejemplar para el futuro, porque me parece que la condición del desarraigo va a crecer cada vez más en el mundo moderno. A los desarraigados tendrán que tomarlos en cuenta cada vez más.
Ese desarraigo comenzó desde niño, cuando se convirtió en lo que se llama un “hijo de exiliado”…
Sí, yo fui un hijo de exiliado, que no es lo mismo que ser un exiliado. Pero ahora el mundo está repleto de gente que padece esta situación, como los paquistaníes de Londres, los turcos de Berlín, los magrebíes de España o los mexicanos de Estados Unidos. Y ese exilio también es un exilio político, porque si no hubiera la política que prevalece en el mundo esta gente no se moriría de hambre y ni los turcos, ni los magrebíes ni los mexicanos pasarían por lo que pasan. Son consecuencias económicas de una política desastrosa.
Pero hay una diferencia, la gente que se desarraiga ahora no defiende una ideología concreta, como sí sucedió con el exilio republicano español…
Sí, claro que hay diferencias. Pero no digo que el exiliado español de 1939 sea lo mismo que el magrebí que llega a España en patera de forma ilegal o que el mexicano que emigra a Estados Unidos. Sin embargo, todos ellos sí se parecen en el hecho del desarraigo, en vivir en el conflicto terrible de no poder estar ni en un sitio ni en otro. Lo que esta situación plantea a la sociedad es la necesidad de revisar una idea: ¿quién decide por quien? Eso todavía no se ha planteado históricamente y creo que acabara por plantearse, puesto que hay que cuestionarse por qué hay habitantes de una región geográfica o de un país que no tienen los mismos derechos que otros por el mero hecho de no haber nacido en ese país o región. Son otros los que deciden por los desarraigados, y eso pone de manifiesto una cuestión esencial de la democracia: ¿quién decide por quien y con qué derecho?
¿En una revisión histórica, qué importancia tiene la figura de Lázaro Cárdenas?
Mis recuerdos sobre mi llegada a México y de la importancia de Cárdenas entre los exiliados son infantiles y, por lo tanto, sentimentales. La primera vez que oí hablar de Lázaro Cárdenas no tenía ninguna idea de lo que significaba, pero después, tras un periodo de reflexión y madurez, entendí el inmenso significado del gobierno de Cárdenas, que desgraciadamente sólo duró seis años, pero que son sin duda los seis años de oro de la historia de México.
Creo que en política internacional todavía no se menciona bastante el hecho de que el México de Cárdenas dio una lección mundial, frente al fascismo y el nazismo. En los años de la Guerra Civil española ningún país del mundo tuvo esa altura, esa coherencia, esa dignidad, esa moral… Creo que no quieren hablar de eso porque saben que es una avergüenza, pero tarde o temprano se hablará. Me atrevo a decir que la política exterior de Cárdenas debería ser el modelo universal, tal vez exagero un poco, pero no me preocupa porque se ha exagero mucho más desde el otro lado. Una parte muy importante de esa política exterior fue, precisamente, la relación con el exilio, con el que se mantuvo la tradición y se respetó siempre.
¿Cree entonces que el modelo de Cárdenas perduró después de su sexenio?
Creo que el proyecto de país de Lázaro Cárdenas, que seguramente tenía errores y numerosos obstáculos que impidieron alcanzar los proyectos utópicos, sin embargo creo que lo que sí se mantuvo durante mucho tiempo en México fue su modelo de política exterior. Es decir, creo que hasta el gobierno de Fox, quizá hasta unos años antes, México fue modélico en esto, en parte porque ese proyecto de Cárdenas duró bastante. Pero eso era sólo una parte del proyecto de Cárdenas, mientras que otras partes de su proyecto fracasaron, quizá por algún error de calculo y porque el contexto político le obligó a reforzar mucho el aparato del partido en el poder, y del poder mismo… Esa cambio se notó más claramente con el siguiente gobierno, el de Manuel Ávila Camacho, que no continuó con el proyecto de Cárdenas de construir un país moderno, justo y desarrollado.
Su condición de exiliado y su escritura no van necesariamente de la mano, ¿es así?
Yo, como profesor y consejero de jóvenes, siempre combato esa inclinación a ligar mi poesía con mi condición de exiliado. A mí nunca me intereso particularmente escribir sobre ese tema, simplemente me tocó vivirlo, pero no me he hecho por eso. No, me hice poeta seguramente porque tenía que ser poeta. Cuando yo empecé a escribir vivía en un medio de exiliados, pero eso es otra cosa, era un ambiente que me rodeaba. Pero el modelo que yo tenía de la literatura no eran de escritores del exilio, puesto que cuando yo empecé a escribir tenía muy poca cultura y, entonces, lo que yo leía eran algunos nombres de escritores que me sonaban porque me los habían enseñado, pero no eran los del exilio.
El primer escritor que me deslumbró fue Miguel de Unamuno, que no era un exiliado, después descubrí a Azorín, a García Lorca y a otras figuras que había oído nombrar o que había leído porque sus libros estaban en mi casa. Cuando empecé a conocer a otros jóvenes escritores como yo, al principio todos eran del mundo del exilio y recuerdo que me sorprendió mucho que hablaran de la nostalgia de España, puesto que yo no tenía la menor nostalgia de España.
Muchos años después, cuando estaba en París, coincidí con José Bergamín y una vez me dijo que no había leído nada mío y me pidió que le diera algunos poemas. No tenía ningún libro, por lo que le di unos poemas que copié a mano de un libro, entonces cuando me volvió a ver me dijo: “Me ha sorprendido mucho tu poesía, tú eres un poeta alemán”. Y yo le di gracias. Entonces, él se dio cuenta que yo no era un poeta del exilio, como él suponía en un principio, pues había leído a otros poetas de mi generación que hablaban de la nostalgia, de la identidad. Pero yo no hablaba de eso en mis poemas, yo hablaba de la noche, la luna o las mujeres.
Yo no soy, ni mucho menos, un poeta del exilio. He tenido mucha más influencia de Octavio Paz o de Rimbaud que de los poetas del exilio.
¿Entonces los poemas de esos poetas del exilio tampoco le emocionaban?
Bueno, al principio creo que sí. Yo viví en el medio del exilio hasta que entré a la facultad a los 17 años, hasta entonces mi mundo era casi exclusivamente de exiliados, incluso los que mexicanos que tratábamos entonces eran porque ellos se habían integrado a nuestro grupo. No al revés, curiosamente. Recuerdo que incluso se hacían algunas bromas, como cuando algún amigo mexicano decía que tenía recuerdos de España.
Entonces es verdad que al principio sí leía esos poemas, puesto que hablaban de algo muy significativo en ese momento, sobre todo para las víctimas. Nosotros éramos los buenos de la película, mientras que los malos eran los fascistas, por lo que alguna manera eso nos sostenía mientras pensábamos que íbamos a volver en algún momento.
¿Entonces no cree que esa condición de exiliado era su seña de identidad?
Creo que hay algo que se olvida a todo el mundo. Nosotros, los exiliados y los hijos de exiliados, éramos parte de algo más vasto: el exilio europeo. España fue la primera víctima del fascismo, pero no la única. Eso yo lo viví y por eso me extraña mucho que ahora se olvide. O sea, que los centros de resistencia al fascismo eran muchos, como las instituciones francesas o los centros judíos. Entonces era un mundo común, donde ese gran exilio europeo circulaba. Eso no se puede olvidar, pero la gente muchas veces piensa que como no son de los suyos, entonces hay que olvidarlos.
También hay que reconocer que en el exilio había algunas divisiones, cuando no enfrentamientos abiertos…
Sí, pero mucho menos que aquí. Es decir, el exilio nos daba una solidaridad entre nosotros. Por eso, cuando regresé a España, me sorprendió mucho ver que había tanto odio entre catalanes, vascos y castellanos, o entre socialistas y comunistas. En México convivíamos perfectamente, a nadie se le ocurría preguntar si alguien era tal cosa. Sí se sabía y se hablaba sobre la procedencia o pertenencia, más bien había unión en el exilio, que se manifestaba, por ejemplo, en los colegios. Ahí convivían catalanes, vascos y castellanos sin ningún problema, los grupos que había no se formaban por eso, sino por otras razones, como los equipos de futbol o las afinidades musicales, pero nunca por el partido o por su origen. Al menos eso fue lo que yo viví. Por ejemplo, todo el mundo pensaba que Max Aub era comunista, pero la única filiación política que tuvo fue con el Partido Socialista y eso no influía para nada en su vida. Había respeto y solidaridad, por eso creo que si había algunas divisiones o enfrentamientos, éstos no eran fuera de normal.
Esa creencia permanente en el regreso, supongo que era una loza para los exiliados…
Cuando se acabó la II Guerra Mundial y empezó la guerra fría, las potencias decidieron olvidarse del exilio español y dejarle en la estacada. Eso es la historia, que siempre ha sido bastante cochina. Pero luego está la vida de cada uno y cuando yo tenía unos 18 años creo que tenía cada vez más claro que no iba a volver. Recuerdo que sentí algo de indignación por esta injusticia, pero en ningún momento sentía nostalgia de España, al contrario, tenía mucha más nostalgia de Casablanca o de París. Esa incertidumbre por el ansiado regreso no fue nunca para mi algo importante, aunque sí era un desastre para mis padres.
Cuando vivía en México, yo sabía que era un desarraigado, un exiliado, que no era un ciudadano completo y por supuesto que eso era algo que me influía. Pero cuando yo hablaba sobre eso no lo hacía como un exiliado español nostálgico por España. En mi obra hay un solo poema sobre eso, muy cortito y metafórico, que se llama La madre asesinada.
Entonces lo que hablábamos antes sobre el sentimiento de extranjero, curiosamente todos mis poemas que he escrito con el tema del desarraigo están escritos fuera de México. O sea, que si siento algún desarraigo es por estar fuera de México, puesto que están escritos en París o en Estados Unidos. Eso quiere decir que ahora que vivo en España me siento desarraigado…
El desarraigo será entonces su seña de identidad…
Sí, como la de muchos otros. Por eso hablaba de que se va a tener que revisar esa máxima de “¿quién decide por quien, y con qué derecho?” Un exiliado siempre tiene la sensación de que le van a reprochar no sentirse ni de un lado ni de otro, o que sea bastante español o exiliados o nada. Se siente uno como si tuviera que estar siempre pidiendo perdón. Esa es una cosa que creo que sí se puede generalizar entre los desarraigados. Me explico: cuando nosotros estábamos en México lo que nos protegía era la ley, puesto que todos los Estados deben ser la garantía de la justicia. Por eso existe el Estado y si no, no es legítimo, al menos teóricamente se justifica en la ley. Pero en las democracias generalmente no se cumple, puesto que no se cumple lo que yo llamo la democracia legítima, que consiste en no sólo haber sido establecidas sino en respetar los derechos humanos. Por ejemplo, Hitler fue elegido democráticamente y legalmente, pero es evidente que no respetaba los derechos humanos, entonces creo que ese gobierno no era legítimo. Eso es algo muy importante, que fue puesto en duda recientemente en México, con el alzamiento zapatista. Así que no es verdad que un gobierno aunque sea legal, también tenga que ser legítimo, puesto que hay gobiernos legales que son ilegítimos, como fue, por ejemplo, el gobierno de Carlos Salinas.
El Estado se justifica como la garantía del derecho. Entonces en un Estado legítimo, en el sentido democrático de la palabra, que es el respeto a los derechos humanos, esos derechos deberían proteger también a los extranjeros o desarraigados. Nosotros en México recurríamos a la ley, pero siempre estábamos temerosos de que la ley se volviera nacionalista y nos chingara. Vivíamos en esa ambigüedad, por eso es importantísimo el derecho internacional, por eso creo que seguramente se va a tener que reflexionar mucho sobre esto en este siglo que viene.
El Estado no tiene más justificación que ser la garantía de la justicia, pero todo Estado pretende algo más, que es ser la encarnación de la nación, por lo tanto ese Estado no es justo porque la nación no es justa. Eso se vio con el zapatismo en México y ahora también se está viendo en España, puesto que a la mayoría de los exiliados siempre les preguntan sobre su identidad y digan lo que digan siempre van a quedar mal. Pero lo que yo digo es que no existe la identidad de las colectividades, por eso insisto en que esta experiencia del exilio debe servir para algo, por ejemplo para plantear radicalmente en España cosas como la naturaleza de la identidad, puesto que es peligrosísimo identificar la identidad con la nación y la nación con el Estado. Nadie quiere acordarse de que eso fue precisamente lo que utilizó Hitler. Y a eso vamos con todo derecho, pues todo nacionalismo es más o menos fascista o religioso, que casi es peor. Eso lo estamos viendo ahora mismo con los grandes fanatismos que son, a su vez, religiosos, que se ve claramente en algunos países musulmanes y en Estados Unidos. La guerra de Bush contra Irak es una guerra del protestantismo contra el Islam, o el caso de Irlanda del Norte.
¿Está usted cuestionando una de las esencias mismas de la sociedad actual?
En toda justicia no hay identidad. Lo único que puede haber es amor a la tradición, a la lengua, a la naturaleza o a los usos y costumbres, pero yo creo que eso no llega a ser identidad. Pero la ambigüedad que vivimos hoy en día es que, cuando el Estado necesita ser la encarnación de la nación para justificarse, entonces lo que hace es considerar que ese respeto a las tradiciones es su identidad. El problema es que nadie se atreve a decir que es injusto que un país dé más derechos a sus ciudadanos que a los extranjeros que viven en él. En España esto es muy claro, puesto que la izquierda está todo el tiempo diciendo que defiende los derechos de los inmigrantes, pero aún así todavía no se atreven a decir que un extranjero debe tener los mismos derechos. Y eso es porque detrás está la cuestión de la identidad. Un autor del siglo XVIII dijo que el patriotismo es el último refugio de un granuja.
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