Por Mario Saavedra
a la memoria de La Bruja, Kim y Simón Armando
Conozco a Fernando Vallejo (Medellín, Colombia, 1942) desde hace la friolera de treinta y cuatro años, cuando tuve la enorme fortuna de acompañarlo, a la cabeza del reparto, en el primero de los tres largometrajes que hizo: Crónica roja, En la tormenta y Barrio de campeones. Desde el primer contacto con él me impresionaron su lucidez, su ya desde entonces vasta y ecléctica cultura, su radicalismo a ultranza, su genialidad a flor de piel, y sobre esas dotes de por sí singulares en un mismo individuo, su generosidad auténtica. Para un apenas adolescente que entonces yo era, ese encuentro y esa experiencia resultarían determinantes, entonces dentro de un quehacer cinematográfico para esos años sustentado casi en su totalidad por la burocracia del Estado, y que a la postre llevaría al para esa época joven realizador a terminar por renunciar al que ha llamado “Embeleco del siglo XX”.
Esta especie de enfant terrible tan emparentado a los siempre saludables poetas malditos decimonónicos, a escritores radicales e incendiarios como Céline, Genet o Borin Vian, había llegado a México desde principios de la década de los setenta, después de haber estudiado cine en Cinecittà y en un lardo recorrido recabando material para su capital estudio sobre su paisano y poeta de cabecera, muerto en México precisamente el año de su nacimiento: Barba- Jacob, El mensajero.
Escritor riguroso y sin otro compromiso más que con la lengua, con su idioma, Fernando Vallejo escribió la no menos trascendental Logoi: Gramática del lenguaje literario, libro hoy tan esencial como Mímesis de Auerbach o Deslinde de Alfonso Reyes. Y dice haberlo concebido para enseñarse a escribir, a escribir bien, previo al inicio de su extraordinaria carrera literaria que arrancó con la novela-río autobiográfica, al estilo proustiano: El río del tiempo, compuesta por los cinco volúmenes Los días azules (1985), El fuego secreto (1987), Los caminos a Roma (1988), Años de indulgencia (1989) y Entre fantasmas (1993).
Recuerdo acompañarlo a distribuir los primeros títulos de El río del tiempo y Barba-Jacob, El mensajero que había editado en el sello Séptimo Círculo por él mismo creado, antes de que con la aparición de su siguiente novela se suscitara el notable fenómeno literario que fue La virgen de los sicarios (1994), sobre todo a raíz de la espléndida versión cinematográfica de finales de los noventa con guión suyo y dirigida nada más y nada menos que por el realizador francés Barbet Schroeder. Tan autobiográfica como las demás novelas de Fernando, quien ha aseverado insistentemente en no creer ni rendirle pleitesía alguna a la tercera persona literaria que considera artificiosa y falsa, la voz narradora no es otra aquí que la del mismo escritor, quien con una frontal e impecable prosa poética, no sin humor ni ironía, pero también con una lucidez y una emoción que desgarran, desenmascara una realidad colombiana (una década después presente de cuerpo entero en México) donde a todo rostro le pone nombre y no deja títere alguno con cabeza: oligarquías del poder, narcotráfico y capos, guerrilla, paramilitares.
Y para quienes lo conocemos de cerca y a fondo, su siguiente El desbarrancadero, del 2001, es su novela y libro más personal y conmovedor, inquietante, porque en él aborda, otra vez sin concesiones ni eufemismos, llamándole a las cosas por su nombre y saldando cuentas lejanas y profundas, la muerte por sida de su queridísimo hermano Darío Vallejo Rendón. Libro que se va desdoblando como si fueran cuchillas, El desbarrancadero, que por cierto mereció el Premio “Rómulo Gallegos” que donó íntegro a una asociación protectora de animales en Venezuela (“¿cómo iba a dejárselo al sátrapa de Chávez?”), plantea una especie de diálogo con la muerte, con la muerte ajena del otro amado que yéndose va propiciando la nuestra propia.
La rambla paralela, del 2002, es una novela de arriesgados pero reveladores saltos narrativos donde la voz siempre en primera persona del novelista se desdobla en los varios yos del que pasa y se ve pasar, de quien vive y se ve vivir, de quien con plena lucidez se ve morir de frente a un mundo plagado de absurdos, inequidades, miserias y excesos. Mi hermano el alcalde de 2004, en cambio, relata las experiencias de otro de sus hermanos como político en un país (Colombia, por supuesto, porque para él es el centro, y lo demás, la periferia) que se abisma en la burocracia y la corrupción, el crimen y la impunidad.
Polígrafo hoy básico y de culto, de lectura obligada para entender este absurdo de una vida apresada en un mundo en crisis y destinado al abismo (su lectura es, paradójicamente, esperanzadora), Fernando Vallejo es autor también de la más reciente novela El don de la vida (título por demás irónico) donde sí dialoga ya con su propia muerte, y del más que categórico ensayo La puta de Babilonia en el que desenmascara todos los crímenes y vejaciones de una Iglesia ambiciosa que en mucho ha propiciado el dolor y la ruina de un mundo astillado. De su extraordinaria pluma también son, en una apertura de pensamiento y de creatividad que hace de este personaje un auténtico humanista del renacimiento, su no menos esencial acercamiento al otro gran poeta colombiano José Asunción Silva (Chapolas negras), y sus de igual modo incendiarios ensayos Tautología darwinista y Manualito de imposturología física, porque para la ortodoxia de las ciencias “exactas” también ha tenido.
Por lo demás, escritor de una pieza y de firmes convicciones, devoto defensor a ultranza de los animales (en especial de los perros, nuestros hermanos) y un ser humano y amigo entrañable. Enhorabuena, mi querido Fernando, porque contrariamente a lo que decía Mahler refiriéndose al reconocimiento de su obra musical magnánima, la tuya sí ha encontrado resonancia en vida, aunque el caos del mundo que como humanidad hemos forjado, como afirmas, pareciera ya no tener salvación.
Texto © 2011 Mario Saavedra
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