V. FUSILADOS
En Colombia se había vivido no sólo un ramplón sometimiento a los conservadurismos peninsulares, sino un obcecado servilismo a las pretendidas superioridades de las culturas llamadas Clásicas. Los presidentes filólogos y los reaccionarios de derechas fueron quienes impusieron esos proyectos culturales. Luego de firmada la paz de Wisconsin, que puso término a la Guerra de los Mil Días, Colombia era un país de cinco millones de habitantes y uno de los más atrasados del planeta. Los primeros intentos por modernizarlo fueron propuestos por el General Rafael Reyes, una suerte de déspota a medio ilustrar, que fue expulsado luego de cinco años de dificultades que se verían agravadas por los gobiernos posteriores, todos de carácter marcadamente pro imperial y reaccionario.
(Los Nuevos por H.A.T.)
Los críticos literarios, esos tipos peligrosísimos como Johnson, Wilson, Eliot, Connolly, Bloom o el mismo Borges (que a su manera canonizó el género fantástico), son una suerte de astrólogos del porvenir literario. Que sus profecías se cumplan o no, estará mediado por el impacto, difusión y eco que su canon tenga, o por las fuerzas oscuras que muevan el azar hacia su orilla. A nosotros, efímeros lectores de paso por esta salvaje obsolescencia de la era internet, no nos queda sino aceptar o constatar si el simbolismo en realidad dio para transformar la prosa a comienzos del siglo XX, que los metafísicos refundaron la poesía del mundo, que los escritores fantásticos seguirán siendo una invención de Borges (mientras no los leamos) o que el gordo Johnson era un maricón hipócrita que aplaudió la obra de sus futuros amantes y despreció a un verdadero clásico llamado Lawrence Sterne.
Por lo que concierne al ámbito doméstico, esta Antología Crítica de H.A.T. cuenta con un afán sistemático que pretende no dejar fuera ni a los buenos ni a los malos. Pretende elevar más alto el listón: pontificar negativamente (como debe ser la buena crítica), y pasarle la cuenta de cobro al panteón de la poesía en Colombia. Su estilo de crítico (como tuvo la sapiencia de ver Marianne Ponsford en Arcadia toma por modelo a Sainte-Beuve, que hablaba sobre la vida de los autores y dibujaba el mapa social y político de la Francia de los siglos XVII y XVIII como pretexto para presentar las obras. Predomina, en el volumen, el ataque y el panegírico, los dos extremos que mejor van con el estilo de Tenorio (que odia las medias tintas y puede ser el más ácido de los críticos y el más generoso de los seguidores cuando odia o ama a un poeta.) En todos los fragmentos prevalece el fusilamiento y la decepción, más que la apología:
Quizás como ninguno otro de los llamados poetas, nadie ha hecho tanto daño a la cultura, en Colombia, como Álvaro Mutis, al estucar, con el prestigio y respetabilidad que da el género, su variado expediente de servicios a empresarios y gobiernos hegemónicos. Ayer, a los negociantes de hidrocarburos y el celuloide, hoy, junto a Belisario Betancur, a los millonarios españoles nacidos del franquismo, cuyas empresas se dedican no sólo al lucro y blanqueo de divisas, sino al fomento de la ignorancia entre las clases medias de América Latina promoviendo la frivolidad y el señorerío ideológicos. Por algo sus patronos fueron Nelson y David Rockefeller y en los últimos tiempos, el aliado de los petroleros Bush, José María Aznar, a través de Esperanza Aguirre y Gil de Biedma y la renegada de Bandera Roja, Pilar del Castillo.
(Álvaro Mutis por H.A.T.)
Una de las más inconsistentes imposturas de cierta crítica interesada, fue la superchería de hacer de Mario Rivero, primero un poeta, luego el autor de “uno de los más bellos libros de la poesía colombiana”, y de contera y por adelantado, sostener que con su primera extravagancia, titulada, impunemente, setenta años después de Baudelaire, Poemas urbanos, habría cambiado la lírica en Colombia. Ya veremos porque no hay tal. Mientras tanto, recordemos que Rivero fue “el propietario de la única empresa cultural y poética que deja utilidades en plata, la revista Golpe de dados”, y que en ella, precisamente, la inconmensurable obra del trovador antioqueño no sólo fue publicada y reeditada, sino extensamente comentada y elogiada. Así, Rivero hizo de Golpe de dados la mejor tribuna de su gloria y el más dilatado pedestal de su estatua: lleva en circulación casi cuarenta años.
(Mario Rivero por H.A.T.)
Para 1958, cuando Gonzalo Arango Arias publicó su primer manifiesto, Colombia era ya un país en ruinas no sólo económica sino social y moral. La dictadura había concluido la tarea malhechora de los gobiernos de Mariano Ospina Pérez, Laureano Gómez y Roberto Urdaneta Arbeláez, y la clase dirigente, una de las más perversas oligarquías latinoamericanas que surgieron luego de la muerte del Libertador, se disponía a repartirse el presupuesto nacional y la libertad de asociación y expresión, de manera paritaria, en los futuros veinte años. La dictadura de Rojas Pinilla instauró el culto a la personalidad, la censura a la prensa, cerrando diarios y emisoras y creando la Televisora Nacional como su principal instrumento de propaganda, con Gloria Valencia de Castaño y Fernando González Pacheco como sus iconos inmortales, asesinando estudiantes, volando barrios enteros con dinamita y masacrando opositores durante corridas de toros.
(Nadaísmo por H.A.T.)
Sin maestros presenciales y sin infancia, Cobo Borda se educó a sí mismo en los cines de barrio de los años sesentas, en las conversaciones semanales con los ancianos intelectuales que pasaban por su librería, en las habituales visitas a los poetas consagrados y las redacciones de los suplementos literarios y luego, cuando hizo parte de las tareas culturales de los gobiernos de Carlos Lleras Restrepo, Julio César Turbay, Alfonso López Michelsen, Belisario Betancur y Ernesto Samper, en las subsidiarias e ineludibles lecturas para redactar profusos estudios sobre los autores que interesaban a esas administraciones: más de medio centenar de libros que ahora llevan su impronta de editor y antologista. Una vida consumida entre Escila y Caribdis: entre su admirado Jorge Luís Borges y el soporífero Germán Arciniegas, a quien consagró más de tres lustros de hipérboles y anacolutos.
(J.G Cobo Borda por H.A.T.)
Y, sin embargo, es cuando acredita una obra, cuando recordamos que quien escribe la antología es más cauto que iracundo, más poeta que crítico:
La Unión es todavía un pueblo helado por la bruma que baja del cerro La Jacoba, con una esquina donde resiste, la incuria del tiempo, entre basuras y vendedores ambulantes, la casa donde nació el poeta. Su padre fue maestro de escuela. Su madre, que interpretaba canciones acompañada de un piano que había llegado a lomo de peones de brega, dio a luz siete hijos, y parece que tuvo, entre una legión de negros que servían en la casa, una niñera que luego Arturo recordaría en sus versos. Quizás fue esa mujer, ¿nieta de esclavos?, la que ofreció al poeta un mundo de frescos boscajes, aguas recónditas y vientos con olor de resina de finas maderas, donde encontró alivio ante la crueldad del presente.
(Aurelio Arturo por H.A.T.)
Una foto nos ha dejado a Olga Chams Eljach de siete años. Tiene una diadema de flores y un inmenso ramo de orquídeas en sus manos. Está sentada en un tapete, con largas medias tobilleras y su rostro no delata, ciertamente, que en su madurez sería ese ser adorable, que todos los que la han conocido, recuerdan en su hermosa y amplia casa del barrio Prado, sentada en una silla de mimbre, meciendo su frágil cuerpo en el cuadrado blanco y negro del piso, mientras desde el fondo tenue de las cortinas emanaba alguna melodía del romanticismo y ella nos mira con sus claros ojos, casi celestes y la miel de sus cabellos parecen ser su tenue y tierna voz que viene de la historia milenaria de los desiertos del mundo, con sus amables costumbres para hacer plácida la visita del transeúnte. Todo ello evoca su poesía afligida de amores y mares, casualidades, descuidos, besos, soledades y llanto mudo.
(Olga Chams Eljach por H.A.T.)
El tema (la poesía en Colombia) resulta un potingue con el que no se podría hacer nada brillante de no ser el crítico un gran escritor incendiario, puesto que el panorama local de generaciones atropelladas en donde ninguna alcanzó siquiera la categoría de vanguardia (ese término deteriorado pero que indica justamente las afinidades estéticas de una generación) es paupérrima, aburrida y su bibliografía resulta un ladrillo, y su contexto, la Colombia del siglo XIX-XX, tan provinciana que todo lo que se diga de su acontecer parece lo que es: un chisme de cantina.
Para hacer fluir el material, H.A.T. ha aprovechado su memoria mordaz de aprendiz extraviado en las salas de espera de los poetas oficinescos, y echa mano de su experiencia personal y su amistad condicionada con personajes influyentes del mundillo intelectual, y exhibe el hecho de haber sido testigo privilegiado y haber estado en el centro de todo mientras el desastre ocurría. Además, el poeta infidente y disidente convertido en crítico, opta por otros artilugios retóricos más o menos nobles o imparciales (según el grado de subjetividad que impongamos): revisar las biografías y exagerar las hojas de vida de los poetas, reescribir la semblanza de prácticamente todo el mundo y añadir datos apócrifos, inventados, o no comprobados; es decir, aprovechar una retórica extraída de la crítica de gacetillas que ha escrito la historia de la poesía en Colombia para usarla en contra, cuestionar su solidez y derogarla en clave de humor negro. Yo no sé si a otros les parezca inválido el procedimiento, pero lo cierto es que logra un toque de humorismo y de acrobacia en los textos que logra lo que parecía imposible con un texto crítico, la inmersión: su estilo hace leer con fluidez un texto que en otras manos sería empalagoso. En ese humor ácido y de doble sentido, se nota la garra y el vivo interés que H.A.T. siempre ha tenido por la parodia del estilo (y que ha cultivado en simulacros y pastiches de Borges y de otros grandes del siglo que conoce como a sus excesos gastronómicos). De ahí que se permita la licencia panfletaria de utilizar retóricas ajenas para poner en evidencia que un poema no solo es malo sino ridículo y fácil y olvidable y trivial:
El brazo del río jamás esgrime espada.
Los dientes de ajo no comen duraznos.
El ojo de agua desconoce el monóculo.
El cuello de botella no porta collares.
La oreja del pocillo no escucha a Beethoven.
Las manecillas del reloj no usan guantes en invierno.
Los durmientes del ferrocarril no se despiertan a su paso.
Las palmas de las manos no dan dátiles.
La luna de miel no atrae a las moscas.(Ver Juan Manuel Roca por H.A.T.)
Le gusta insertar listas de nombres, no solo por cuestiones de ritmo, sino para establecer afinidades o complicidades en las obras que acusa:
La ESSO, que derrocó a Hipólito Irigoyen y Ramón Castillo, embargó las nacionalizaciones de Lázaro Cárdenas, tumbó a Juan José Arévalo y Jacobo Arbenz en Guatemala, a Víctor Paz Estensoro en Bolivia, a João Goulart en Brasil, a Salvador Allende en Chile, a Juan Velasco Alvarado en Perú, colaborando en la derrota de Perón y derrocando a Arturo Frondizi, desnacionalizando el petróleo brasileño con la Operación Brother Sam, etc., etc.,
(Álvaro Mutis por H.A.T.)
Tiene una debilidad notable por las partidas de bautizo, y usa la sonoridad de los nombres de pila como una revelación numinosa del tipo de poeta que nacería de tal nombre:
Francisco de Asís León Bogislao de Greiff Haeusler,
Eduardo Januario Carranza,
Luis Nelson Vidales Jaramillo,
Jose Mario Arbeláez,
Eduardo Francisco Cote Lamus.
Finalmente, la proeza de abordar un siglo con un tema tan engorroso como la historia de las “vanguardias” poéticas de un insignificante país suramericano (que le ha aportado mucho a la historia universal de la tortura, pero poco a la literaria) la consiguió H.A.T. al narrar todo este bunde desde el comentario cínico y la parodia; con la elección que hizo de bautizar su masacre literaria con nombre funeral (porque sacudir el moho y la tela de araña que cubrió las cuencas de la calavera en que se convirtió la poesía en su país, sólo admitía un escolio tanto humorístico como explosivo: La poesía en Colombia ha dejado de existir); con el trabajo que se tomó de revisar la prensa (porque la historia del siglo XX en Colombia está por escribirse) y de contextualizar la semblanza y relacionar los lanzamientos al estrellato poético con un hecho político o una conveniencia social.
Este último punto tal vez sea su criterio más canónico: el crítico alude ¿por contraste? a los movimientos foráneos (algunos sí renovadores) que se estaban dando al mismo tiempo en otras latitudes y que fueron invisibilizados por la tendencia muy colombiana a rechazar todo lo que no surgiera del ombligo poético del mundo que pasaba por Bogotá D.C., la tenaz suramericana.
Esta Antología es un ejercicio totalizador. No está de más recordar que todo afán sistemático conlleva asimismo una angustia de la muerte. Podría pensarse que H.A.T. quiso al final de su vida alzar un memorial de agravios para pasarle cuenta de cobro a todo mundo, mientras discriminaba un canon de la poesía colombiana (y de paso hacía caber a sus compañeros de generación en un invento de su autoría: la generación desencantada.) ¿Por qué lo hizo? ¿Sólo para señalar en el mapa ese camino pedregoso que viene desde las praderas estériles del siglo XIX hasta las alturas de los años 90s? El crítico parte de rescatar el único faro que brilla en la poesía decimonónica: José Asunción Silva; luego distribuye en su mapa al único terrateniente poeta que le entusiasmó de los nacidos en el XIX: Guillermo Valencia; luego hace un bosquejo de Cartagena para despedir a Luis Carlos López, y enseguida un periplo irónico por un siglo que mantuvo oculto en una oficina al poeta Aurelio Arturo, y en una casona de la costa norte, a Meira Delmar, y desterrado a Barba Jacob; en el mismo mapa, desmonta, en formulas sencillas, casi aritméticas tipo (lisonja+dinero= gloria) las triquiñuelas y mecanismos de selección del mundillo intelectual doméstico; describe el proceder de la política bipartidista; recuerda algún concepto de preceptiva estética; y sonríe, sí, sonríe, sobre todo cuando señala la falacia de nuestra triste historia poética, mientras hace puré a todos los vates de diverso tamaño y ralea que compiten por la piltrafa del reconocimiento social durante un siglo. ¿Pero a qué apunta en realidad su crítica, y qué quiso decir con aquello de que “la poesía en Colombia había dejado de existir”?
Nota. Lope de Vega en carta al duque de Cieza: Señor, piense v. en el peor poeta del mundo, piense en Cervantes. Toda posteridad es relativa.
* – Stanislaus Bhör* realizó esta reseña especial de La poesía ha dejado de existir: Ajuste de cuentas, una antología crítica de la poesía colombiana, de Harold Alvarado Tenorio, para El Magazín, blog cultural del diario colombiano El Espectador. Bhör es además autor del blog Una hoguera para que arda Goya.
Leer capítulo I. El Canon
Leer capítulo II. El Odio
Leer capítulo III. La Trinchera
Leer capítulo IV. Los Orígenes
Texto © 2011 Stanislaus Bhör
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