Poesía

ALVARADO TENORIO O LA HIDRA TIENE JAQUECA (IV)

Por Stanislaus Bhör*

 

IV. LOS ORÍGENES

 

El país que leyó a Silva y oyó declamar a Valencia y Barba era, por causa de esta y las otras disputas, analfabeta, y quienes podían medianamente leer y escribir, debieron repetir y obedecer los dictados de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, a quien Núñez había canjeado la república por una licencia matrimonial a su favor con el Concordato de 1888.

(El modernismo por H.A.T.)

 

Los estudios diletantes de la poesía en Colombia (Mejía Duque, Cobo Borda, Téllez), o los sesudos ensayos sobre la historia de esta literatura menor (Gilard, Menton, Girardot), en contraste con el Ajuste de cuentas de H.A.T., resultan pálidos, y producen un efecto ambiguo, entre la perplejidad y la desidia, por la alta dosis de retórica, y por la credulidad y miopía que demuestran. Tanto tiempo y papel perdido para no ver lo más evidente: que la literatura colombiana, desde su nacionalización abrupta a la par que la patria hace doscientos años, era lo que padecía: mediocridad. Literatura inferior, de una pobreza técnica y una coyuntura temática que causa ira, cuando no vergüenza, el que le hayan tenido en cuenta siquiera los cultores de la crítica sensata y el pequeño gremio de los colombianistas extranjeros. Entre los muchos males manifiestos, hay uno que descuella: una de las razones de la esterilidad poética colombiana se esconde en su origen: el cultivo del género poético como un pasatiempo o un mero accesorio retórico heredado de los padres de un país de analfabetas. Por vecindad, hay que extender el virus a la tradición crítica vista como una actividad de censura religiosa bajo el concordato eterno del país que dejó el siglo XIX, al mero gramaticalismo sin reflexión estética ya instalado en las postrimerías el siglo XX –y en Fernando Vallejo-, y la prosa usada como adoctrinadora ideológica, catecismo de costumbres y placebo para la evasión y la buena conciencia: todo el conjunto de la literatura, en suma, tomado como periódico, y la poesía, como hobbie. Esas son algunas de las pruebas primarias de esa enfermedad decadente (de la que Harold Alvarado no dudó en prescribir un diagnóstico inmisericorde: terminal).

 

El manoseo y vilipendio de la poesía por el gobernante de turno a finales del siglo XIX fue entonces el inicio de la crisis. Fue en ese tiempo cuando entraron en escena la moda de los presidentes poetas, los generales gramáticos y los terratenientes novelistas, y cuando la poesía, que debería ser la directriz de las demás escrituras, si no su punto de partida y el nicho de la anarquía total, quedó religada por décadas al poder del partidismo plutocrático, y de allí salió muy maltrecha. Todavía hoy (ya instalados en la era de los mandatarios zoquetes y los generales genocidas) un ex presidente echa mano del poeta León de Greiff y cita mal a sor Juana Inés de la Cruz cuando pretende legitimar su populismo chauvinista. Nada peor pudo haberle pasado a la literatura colombiana que ligarse a las élites y ser cultivada en sus orígenes como un pasatiempo, un mero accesorio retórico, o el vicio gratificante de cierta clase infecta de oligarquía, en un país plagado de miseria y analfabetismo funcional.

 

Al leer Ajuste de cuentas, se puede llegar a conclusiones varias sobre la pauperización de la poesía, entre las que cabe señalarse otra: la verdadera poesía tiene la lucidez de permanecer oculta en los momentos críticos de las sociedades para no ser extinta; es decir: que la poesía del XIX no era poesía. Lo explico: el ejercicio poético podía estar relegado a las élites, pero lo que hacían estas élites, no dañaba a la poesía. Porque simplemente no era poesía. Por eso la poesía permitió que las élites jugaran con su morro, para salvaguardarse de un mal mayor: la extinción. La literatura es un gato doméstico que se vuelve salvaje cuando ha muerto el amo. H.A.T. nos cuenta que a finales del XIX los hacedores de rimas estaban o aspiraban a los más altos cargos del gobierno y ejercían también el mecenazgo y acometían poemas y novelas como artilugio retórico y la hacían portavoz de buenas costumbres y de necia ideología. Hasta esos versos de arte menor (los cuartetos ruidosos que inmortalizó el poeta y presidente Núñez y que conforman hoy aquel Himno que dice:

 

Del Orinoco el cauce
se colma de despojos;
de sangre y llanto un río
se mira allí correr
En Bárbula no saben
las almas ni los ojos
si admiración o espanto
sentir o padecer
¡La patria así se forma,
termópilas brotando;
Constelación de cíclopes
su noche iluminó.
Oh, gloria inmarcesible
oh, júbilo inmortal
en surcos de dolores
el bien germina ya!

 

de allí nacieron, del hobbie, de este absurdo divertimento, de realzar el río de muertos en octosílabos ininteligibles, cacofónicos, fanáticos, sin sentido como toda tautología, y desvinculados de la vida, versos compuestos por un absentista que no derramó una sola gota de sangre propia, y elevados a símbolo patrio el 28 de octubre de 1887 por la ley 33 del presidente gramático, Marco Fidel Suárez, y cantados desde entonces con la mano en el pecho por generaciones de hombres, mujeres y niños con el gusto musical atrofiado por culpa del compositor italiano Oreste Sindici que lo musicalizó en fanfarria, y el sentido poético peor que amputado por culpa del presidente Núñez que lo rimó. ¿Qué creían, que no les iba a tocar la rebelión de los poetas pobres y el sucedáneo de la música popular? ¿Pretendían que todo se quedaría en palíndromos y nunca calaría en la conciencia nacional ese ritmo y esas letras ejemplarizantes del mal gusto encabezadas por el Reggaetón y el New Vallenato, por no mencionar aun ese género —que merece escolio aparte— llamado Narco-Corrido y que ha tenido tanto éxito en una sociedad hipnotizada por el dinero fácil y las gestas de sus hampones más viles? A todo lo que heredó el siglo XIX, a sus ciento veinte novelas que hoy nadie recuerda, a sus José Manuel Marroquín, sus José María Samper, sus Miguel Antonio Caro, sus Rafael Núñez, sus Marco Fidel Suárez,  sus Jorge Isaac, sus index librorum prohibitorum (que fue el modo de hacer crítica heredado para lo que vendría a ser poco después la Violencia del siglo veinte) y las generaciones de poetas melosos y necrofílicos del Centenario, el paréntesis derechista de Piedra y Cielo y la explosión demagógica, politiquera y fantoche de aquel grupo de selectos galancitos de salón llamado los Nuevos, a todos ellos se le debe una cuota muy especial en la ruina de este país y la pobreza de un siglo de literatura.

 

Nota. Habrán notado el poder de fervor que produce la antología de Tenorio en las mentes más sensibles.

Nota dos. Ser sensible es dejar que el mundo te influya.


*Stanislaus Bhör* realizó esta reseña especial de La poesía ha dejado de existir: Ajuste de cuentas, una antología crítica de la poesía colombiana, de Harold Alvarado Tenorio, para El Magazín, blog cultural del diario colombiano El Espectador. Bhör es además autor del blog Una hoguera para que arda Goya.

Leer capítulo I. El Canon
Leer capítulo II. El Odio
Leer capítulo III. La Trinchera


Texto © 2011 Stanislaus Bhör
Todos los derechos reservados.


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